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lunes, 2 de mayo de 2016

SER DE FRAILES. CAPITULO DIECIOCHO


Aquellos tiempos fraileros, de inviernos fuertes y duraderos, de pobres sin abrigos y con mucho frío, refugiados en las lumbres y calentados con las pañetas de leña que traían de los campos, de cualquier campo, de las Carboneras, del Cepero, de la Martina, jugándose muchas veces el tipo por un puñado de palos. Tiempos viejos de sólo andar por aquellas casas sin nada que llevarse a la boca. El hambre se distraía  saliendo a la calle, a aquellas plazas por donde pasaba el “tío del saco”, aquel que cambiaba cuatro hierros viejos por algarrobas, más duras que los pies de un santo. O por unas tortas que se deshacían en la boca y eran incomestibles. Pero nos las comíamos con ganas. Los nenes nos peleábamos por los hierros viejos y los guardábamos en escondrijos hasta que volvía otro día el “tío del saco”. Los más viejos nos decían que a veces el “tío del saco” se llevaba a los niños malos que no se portaban bien con sus padres. Teníamos miedo y nos entraba como un repelús con aquel “tío del saco”.
La calle Picachos era un hervidero de gente y tenía mucha vida: albañiles, carpinteros, encaladores, panaderos, mujeres y hombres de Frailes que trataban de salir de una vida de subsistencia y de pobreza. Antonio Mudarra, le decían Pescuezogordo, tenía una pequeña taberna en la cocina de su propia casa y también regentó el estanco de la calle Almoguer. Yo entré aquella tienda varias veces y veía a los hombres bebiendo vino, mientras las mujeres compraban algún producto. La familia de Adelín habitaba por allí. Antonio, su hijo, fue uno de mis mejores amigos. Recuerdo a su abuela Patrocinio que protegía todo lo que podía a sus nietos y velaba por ellos, por Dominica, Antonio y Rafael. Con el segundo seguimos vidas unidas durante la niñez y juventud. Antoñino pronto terminó el bachiller de cuatro años y se hizo maestro de escuela, estudiando en un colegio de Granada. Con dieciocho años ya era un joven maestro que pronto empezó a buscar trabajo. Y lo encontró en un colegio en la provincia de Málaga, concretamente en Fuengirola, en donde desarrolló su vida laboral. Fue uno de los primeros de mi generación que obtuvo trabajo. Cuando venía a Frailes en vacaciones, nos paseaba con su coche por los sitios de moda que había en Alcalá, sobre todo por la discoteca ‘Belle Epoque’. Una vez tuvo un SEAT 127 y se le fue el coche en la curva que hay pasado el Baño, y por poco nos vamos a la cuneta. 

Con su hermana Dominica tuve bastante contacto, porque hacíamos guateques en su casa y nos juntábamos algunas veces. Hacíamos comidas, bailábamos y nos divertimos mucho a finales de los años 1970. Rafael Aceituno Vela se marchó pronto de Frailes. Creo que se hizo guardia civil y se casó en Andujar, pero después no se le ha visto mucho por el pueblo. Otro de mis amigos que vivía en esta misma calle era Rafael el de Caridad, es decir, Rafael Romero Molina, que también sufrió el accidente de coche en la sierra de la Martina. Éste estudió algunos cursos de bachillerato en los Escolapios de Granada y se casó muy pronto con Toñi Nieto. Se hizo policía nacional, pero cuando éramos niños y jóvenes estuvimos mucho tiempo juntos. Me gustaba ir a la casa de sus padres y su tía Caridad, la matriarca de la familia. La casa era muy grande y tenía un estanque, cuadras para los animales, varias dependencias y un molino para moler uvas y hacer vino.
Los agricultores llevaban allí las uvas y por medio de una presa se estrujaban hasta que los cuescos daban de sí todo lo que tenían. Rafael vestía bien, yo le envidiaba unas cazadoras que le compraron en Granada y que eran modernas. Teníamos una complicidad grande, jugábamos a los gángsteres porque veíamos la serie de Los Intocables. Él hacía de Al Capone y yo era su lugarteniente Frank Nitti: Francesco Raffaele Nitto (Palermo, Sicilia, Italia, 27  de enero de 1888 – Chicago, 19 de marzo de 1943, más conocido como Frank Nitti o Frank "The enforcer" Nitti (traducido al español Frank "El ejecutor" Nitti), apodo que recibía por obligar con violencia a obedecer sus órdenes a la gente. Gánster italoestadounidense, fue uno de los principales secuaces de Al Capone y más tarde el nuevo jefe de la organización creada por Capone, la organización de Chicago.
Éramos unos gángster de pacotilla, que traíamos bebidas a Frailes durante la promulgación de “la ley seca”, pero ya todos nuestros amigos nos conocían por estos apodos. Después a Rafael le gustó el boxeo, y como sabía todos los nombres de los boxeadores de aquellos momentos y el que más le gustaba era Cassius Clay, pues dejó a Al Capone y se transformó en el boxeador de moda. Veíamos los combates por la televisión y emulábamos los ganchos y crochet que se daban en el cuadrilátero. Nos juntábamos en los bailes del salón de arriba, de Manolín, y mirábamos a las niñas que nos gustaban, aunque no nos atrevíamos a “sacarlas” a bailar porque éramos los dos tímidos.

El Peque vivía en lo alto de los Picachos, era albañil y tenía dos hijos. A uno de ellos, unos dos años mayor que yo, le decían Ejito, no se porqué; sería tal vez una derivación de mi hijito. José jugaba con todos nosotros al fútbol en las Eras del Mecedero, también se hizo albañil y junto con su hermano mayor formaban una pareja de albañiles.
El Guarda Rural, Antonio Pareja, era otro picachero. Era un hombre alto y fuerte con una carabina siempre al hombro, una especie de escopeta. Velaba porque se cumpliese la ley en los campos, y yo lo veía normalmente en el Sindicato, hablando con David Tello y Mangote, que eran los que trabajaban allí. Ponía multas y recorría los campos, yendo de un sitio a otro. Los propietarios de las fincas denunciaban a los cabreros porque sus animales invadían los sembrados y el Guarda Rural tomaba cuenta de ello, visitaba al juez de paz para que dirimiera si tal o cual había cometido daño, y se celebraban juicios por ello. Los juicios de este tipo han sido muy frecuentes en todos estos años ya que había muchas rencillas al no estar las lindes de las fincas muy bien delimitadas. Cada uno movía los mojones de delimitación a su antojo.
Los cabreros se buscaban la vida como podían. Las cabras y las ovejas, cuando veían algo verde, se tiraban hacía él; no discernían si estaba prohibido o no. El guarda rural tenía varios hijos y -de entre ellos- los que más conocí en aquella época eran Antonio y David; el primero era grande y fuerte, “el dios Grande’, mientras David se quedó con el nombre del Rucho. Ambos venían a jugar al fútbol a las Eras del Mecedero y eran buenos defensas, debido a su fortaleza, y había que sortearlos bien para meter un gol. Los dos formaron parte de la pleyade de fraileros que llegaron a Sevilla y formaron parte de la plantilla de la FASA-RENAULT.
Entre los Picacheros y los Cueveros hubo claras diferencias que se dirimieron en el campo de batalla, a pedradas, interviniendo también los del barrio de la Iglesia, como el Tite, que se colocaba un pañuelo en la cabeza para luchar contra sus enemigos. Los nenes juntábamos piedras para tirárnoslas los unos a los otros, como una guerrilla en toda regla, con vencedores y vencidos, con heridos y partes de guerra. Era una feroz lucha y había fronteras y trincheras. Era difícil invadir o ir a otro barrio, porque los tiros de piedras nos esperaban en cualquier esquina. En aquellos niños había ‘mala leche’ como lo demostraban las frentes de más de uno con las huellas de aquellos días. Teníamos sitios estratégicos para escondernos, así como nuestros oteadores, vanguardia y retaguardia, pero las pedradas podían llegar de cualquier sitio y era muy normal ver a los nenes chorreando sangre, y entonces se buscaba al médico o al practicante para que pusiera remedio a aquellos males. Muchos teníamos un tirador, que hacíamos con una horquilla de olivo, un par de gomas iguales, una badana que nos hacía el zapatero y los bolsillos llenos de chinas, “borondas” y  limpias, buscadas en el río. Los tiradores nos servían, también, para buscar nidos en la época veraniega. Parecíamos auténticos pistoleros con aquellos tirachinas que nos metíamos entre los pantalones, en aquellos calzones -ni cortos ni largos- que parecíamos fantoches o bandoleros de pacotilla. Destrozábamos todos los nidos que encontrábamos en el campo y la verdad es que éramos crueles con aquellos animalillos sin plumas y con boqueras amarillas. No le teníamos ninguna piedad y, uno tras otro, era pasto de nuestras chinas. Casi todos teníamos un gorrión atado con una guita al que le hacíamos sufrir. Menos mal que poco a poco desapareció aquella costumbre y nos volvimos más formales y respetuosos con el medio ambiente. 

También matábamos palomos en el tajo de las Cuevas. Nos colocábamos en la baranda frente al bar la Cueva y  no dejábamos descansar a aquellas bandadas de palomos que iban y venían del campo a aquel tajo. Lopecillos era otro habitante de la calle Picachos, trabajaba en el Ayuntamiento, hacía de pregonero, también de enterrador y cuidaba el cementerio. Se conocía cada rincón del camposanto y sabía dónde se encontraban todas las tumbas, velaba por los muertos y limpiaba … y el Día de los Difuntos se le veía por allí, ayudando a unos y otros. También ponía multas de vez en cuando.
Junto a los Picachos y frente a la panadería estaba el callejón de la Bomba, llamado así quizás porque habría caído un obús en la guerra civil. Allí vivía el Tío de la Luz, Trujillo, que era un hombre peculiar, cuya casa visité alguna vez, auqnue la recuerdo vagamente. Trujillo velaba por la electricidad y era de la Compañía Sevillana, iba cobrando cada mes el recibo de la luz, tocando de puerta en puerta y recogiendo la recaudación que la recibía en mano. En aquél tiempo no había contadores que midieran el consumo y sólo había energía por la tarde a partir de una hora determinada. Las idas y venidas de la corriente eléctrica eran una tormenta. Había muy poca estabilidad, yla mayoría de las familias tenían una sola bombilla en la habitación. Allí hacían, más o menos la vida. En las demás habitaciones no había luz, hasta que se avanzó un poco y se instaló en toda la casa. Era un cable trenzado como una tomiza exterior que recorría las paredes, había enchufes muy rudimentarios. Aquellas llaves de luz blancas que se movían para un lado eran las que daban y cortaban la luz.
La electricidad también, nos trajo la radio. En mi casa teníamos una, colocada en una repisa de madera. Tenía unos mandos grandes y era una especie de cuadrado rectangular con un dial redondo en el que se podían ver una serie de ciudades, el volumen y un altavoz. Aquella radio me dio mucha vida y me trasladó a mundos desconocidos. “Aquí radio Intercontinental de Madrid”’, así nos hablaba aquella voz de mujer, y nos hablaba de lo que pasaba en España y en el mundo. En aquellos años ya escuchaba Carrusel Deportivo y toda la jornada de fútbol de los domingos. Sólo, en mi casa de la calle Horno, con las puertas cerradas, vibraba con los goles que hacía el Real Madrid. Me encerraba y me montaba un mundo de ilusión, paseándome por todos los campos de fútbol, de la mano de aquellos locutores que dando grandes voces y con unos buenos conocimientos, ambientaban los domingos deportivos.
Las voces de Antonio Molina y otros artistas salían al aire de Frailes y las penas se achicaban y las desgracias eran más pequeñas. Alberto Oliveras y su programa ‘Ustedes son formidables’ irrumpía en aquella habitación de mi casa, con una lumbre de tablas del pescado, algún ceporro, una puerta con rajas que daba a la calle que no tenía llave y se cerraba con una tranca, una alacena con varias filas de tablas, otra puerta que daba al tinao y una pequeña ventana, por donde me salía a la calle algunas veces. Alberto Oliveras resonaba y resolvía problemas en las catástrofes que sucedían en España de 1960 a 1977 que duró dicho programa. Las mujeres oían las novelas o seriales y se juntaban varias, mientras bordaban velos y compartían las desgracias de la protagonista y comentaban después las incidencias de cada día. Buscando emisoras en aquella radio grande que tenía una antena como un alargado alambre, moviendo el dial que hacía un sonido característico, hasta que encontraba una emisora adecuada.
En aquella fuente, en lo alto de la calle Picachos, bebí agua muchas veces. Fue una de las últimas que hicieron en aquellos años. La verdad es que no manaba mucha agua, sólo un hilillo constante caía. Por allí vivía Misián, que llevaba aceituneros a la campiña en la época de la aceituna. Era el manijero, reclutaba gente para ir a trabajar con aquellos señoritos de Torredonjimeno, allí en el tajo distribuía el trabajo y hacía todo lo necesario para que todo marchase bien y bajaba a la taberna de mi madre algunos días. Su hija Dominica se casó con mi hermano Antonio y se fueron a vivir a una casa alquilada en la calle Cruz y, después de algunas vicisitudes, emigraron a los Pirineos de Lérida y trabajaron bastante en el camping La Cerdanya, hasta que se jubilaron.
Orencio de los Álvarez también tenía una casa en los Picachos, Era agricultor, un hombre enjuto y delgado que llevaba un mulo en cabestrillo para hacer una yunta y poder arar sus tierras. Se juntaba con otros aparceros y se daban tornas: un día labraban el campo de uno y otro día el del otro. Pasaba por los Picachos y por la calle Mesones, hacia los Baños, en donde creo que tenía un pedazo que dedicaba a cultivar hortalizas en verano. Por los Picachos arriba, se subía a la Martina. Era un camino casi de cabras hasta a Buena Vista. Desde un cortijo derribado podía verse hay una gran panorámica de Frailes, la Mota al fondo y Santa Ana. Subiendo por la carretera se llega a la Fuente del Raso, pasando antes los tajos de Pucherete, con unos desfiladeros potentes. 

En aquella fuente he bebido agua muchas veces, pues mi padre tenía por allí una viña, en lo alto del monte, a la derecha. Era difícil subir para recoger las uvas con el burro cargado con dos enormes capachos, por una vereda muy estrecha, y haciendo equilibrios para no caer. A finales de septiembre y en el mes de octubre se cortaban las uvas -blancas y negras- e íbamos casi toda la familia con un pedazo de queso en aceite y un pan grande. Pasábamos el día vendimiando y aquel pedazo de pan con aceite nos sabía a gloria en aquella viña tan pendiente. Poco a poco llenábamos los capachos de uvas y había que dar un viaje hasta el lagar, en donde las pisábamos, para volver de nuevo a la viña y terminar de cortarlas.
Era penoso ver cargado al burro con aquellos capachos tan grandes por aquel camino tan abrupto, y más de una vez el capacho salió dando vueltas para ir a parar junto a la fuente del Raso. Las uvas las llevábamos a pisarlas a un lagar de una vecina, la Gregoria. Consistía en un pequeño rectángulo hecho de cemento, con un caño de hojalata. Las uvas las esparcíamos en el rectángulo y una persona se encargaba de pisarlas, con los pies desnudos, los pantalones subidos por encima de la rodilla y una mano cogida a un cordel que salía del techo. Así, bailando con los pies descalzos, se pisaban las uvas y el caldo iba a parar a garrafas de 16 litros. Después estas garrafas se llevaban a una tinaja grande con capacidad para varias arrobas. Durante dos o tres meses el mosto hervía e iba dejando una espuma en lo alto, la tinaja estaba tapada pero se oía el hervir del líquido. En la Nochebuena ya se podía probar el nuevo vino del terreno, se trasegaba desde la tinaja grande a varias garrafas de arroba y en poco tiempo, cuando se asentaba, se podía beber.
Eran muchos los que tenían una pequeña viña y se elaboraban su vino para todo el año, y así no tenían que ir a la taberna, pues podían emborracharse en su propia casa. Algunos pillaban unas buenas cogorzas sin salir de ella. La Mariquilla era una mujer que vivía entre la calle Cruz y una esquina de la calle Huertos, en donde vendía vino. Allí iban muchos hombres a beber el vino del terreno, se juntaban por parejas o tríos y pedían botellas de litro y de medio litro. Ellos mismos se llevaban sus tapas en un papel de estraza (chorizos y raspas de bacalao) para acompañar el vino. La Mariquilla se hizo famosa en aquellos tiempos y en su taberna -muy particular- se emborrachaba medio Frailes, mientras el otro medio lo hacía en sus propias casas. 

María la Mariquilla era una mujer como mi madre, muy trabajadora y con ganas de hacer muchas cosas, entre otras defender su vino y venderlo. Su figura andaba por la calle Cruz, a través de la calle Gloria, con un pañuelo que le tapaba la cabeza y vestida  totalmente de negro. Era espabilada y sabía lo que se hacía. Más de una vez hablaba con mi madre y se entendían muy bien, como si estuvieran hechas de la misma pasta, de esa esencia hecha del trabajo, de buscar un pan para sus hijos, de no parar y de pensar mientras duermen. Mujeres distintas que en cierto modo son muy inteligentes y llevan las riendas de la familia y de los negocios que tienen, con una visión comercial encomiable, sabiendo dar a cada cual lo suyo y estando en el lugar y en el momento adecuados. Gente sin estudios, pero dotadas de un saber innato, un saber estar constante que les hace ver lo que mucha gente no ve. Personas especialmente dotadas para los negocios, para la vida social y capaces de interpelar a cualquiera. Es un don que no todo el mundo lo tiene: un don que unas personas lo llevan innato y otros lo vamos aprendiendo con la edad y a través de la experiencia.
Orencio, Indale, el Tío la Luz, el Peque, Pepillo Merino, el Guarda Rural, Misián, Rafael Romero, Liborio Pareja, Antonio Aceituno, Sevilla, Pescuezo Gordo, Pancanto, El Nono, Manolo el Chófer, Dominica de Adelín y muchos otros vivían en los Picachos, un barrio con solera, con gente trabajadora, artesanos con ganas de vivir. Ellos se han llevado bien siempre y forman un colectivo social unido. Los Picacheros son gente fiel con los suyos, se juntan, se quieren y a pesar de que el barrio ha ido dando mucho de sí, todavía hay un sentimiento de pertenencia al mismo y eso se ha demostrado en ocasiones como la de formar equipos de fútbol. La gente picachera siempre se ha notado.

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