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jueves, 21 de enero de 2016

SER DE FRAILES. CAPITULO OCHO

Uno de los lugares que más me gustaba era el río, ese río que une los arroyos de la Martina con el de los Barrancos y se junta en las Cuevas, en ese puente que hay entre la calle Cuevas y la calle Tejar. En su baranda nos hemos apoyado casi todos los fraileros. En los años 1960 y 1970, el río traía mucha agua y parecía un río de la vida. Los inviernos eran muy lluviosos, largos y fríos y el río a veces llevaba aguas turbias y aguas claras. En el invierno se formaba mucha arena en las orillas y había algunos hombres dedicados a llevar esta arena a las diversas obras para edificar nuevas casas y para que los albañiles la mezclaran con el cemento y repellaran o rehabilitaran cualquier inmueble. Mi río se extendía más allá de la Hazarredonda hasta llegar a casi la Ribera Alta por el sur y, por el norte, hasta casi Sotorredondo. Era una buena franja de agua, a veces con difícil acceso. En aquellos tiempos no había lavadoras y la mayoría de mujeres tenían que lavar en el río. Se procuraban una especie de piedras medianas y lisas, las calzaban en un extremo para que la piedra y los vestidos se pudieran deslizar, las colocaban en la orilla del río, procurando que hubiera balsa y allí hacían su colada. Las mujeres estaban casi todo el día lavando: sábanas blancas, pantalones y chaquetas, mantas y todo tipo de ropa. Primero le daban con jabón, hecho por ellas mismas, con turbios del aceite y sosa caústica, le daban pulpejo para quitarle las manchas, aclaraban la prenda y le daban otro ojillo. Después tendían la ropa por los juncos o rosales que por toda la orilla había, y esperaban que se secaran. Iban sus hijos con ellas y desde la baranda los hombres las miraban. El río estaba salvaje, y no había un cauce protegido, de forma que, detrás del salón de Manolín, la gente iba por allí para hacer sus necesidades, detrás de  una serie de mimbres que habían plantado.
En verano, los nenes íbamos mucho río arriba y río abajo, hacíamos pozas en sitios estratégicos y nos bañábamos, nos tirábamos desde una piedra más alta y dábamos tales panzazos que la barriga se nos ponía roja del porrazo que recibíamos en ella al chocar con el agua. Los más listos se tiraban de distintas maneras para evitar aquellos panzazos. Buscábamos todo tipo de bichos, sobre todo cabezolones, una forma de pez hibrido que los metíamos en latas para llevarlos a nuestras casas, luego nuestras madres los tiraban y vuelta a empezar. En la Hazarredonda había paisajes de encanto y, al mismo tiempo, estaba cerca de las fincas con frutales. Por ello, nos bañábamos por allí y -de camino- cuando nos daba hambre, hacíamos incursiones a los perales, cerezos y manzanos que por allí había. Casi siempre cargados de fruta, unas veces verde, por lo que se nos ponía el hocico irritado. Pasar por algunos lugares del río era muy peligroso, ya que había una especie de cahorros que tenían gran profundidad y el camino era abrupto y con grandes piedras afiladas, de tal manera que el que se caía, daba un chilancazo y, si no sabía nadar, se tiraban los nadadores a por él. A veces yo caía en un sitio de éstos y llegaba a mi casa chorreando y llorando y, como no había mudas, mi madre me empelotaba y colocaba la ropa al sol para que se secara. Otras veces subíamos hasta Sotorredondo, por las Eras del Mecedero y la calle Tejar, en la huerta de Patarito, nos tiraban piedras y alguna dio en nuestras frentes. Subíamos por la orilla, con aquellas sandalias de goma que nos dejaban la señal marcada en nuestros pies. También buscábamos moras por los lugares en multitud de zarzas. Las moras más negras y maduras tenían un sabor muy rico y nos peleábamos entre nosotros por cogerlas. El río era un lugar de entretenimiento, de juego, de peligro, un lugar que nos daba mucha libertad para nuestros juegos. Pero en invierno no se podía bajar a él, porque era aún más peligroso y te podía llevar la riada. A más de uno le pasó: quiso pasar el río por medio de piedras y, al no guardar el equilibrio, la corriente se lo llevaba. Entonces había que sacarlo por los lugares que eran más accesibles. Después, en los tiempos más modernos, el río se fue secando, ya no llovía tanto como antaño y hubo mucho tiempo en que el cauce venía seco. Ya no se veían los patos de Amadora la Rubia o de mi madre. Podemos decir que el río estaba más “aburrido”.
La Juanela, una mujer que vivía junto al río en el barrio de Triana, tenía un gato que era un espectáculo ver cómo pillaba golondrinas. El gato se colocaba entre los juncos y, cuando pasaba una golondrina a ras del agua, se tiraba a por ella y la cogía con sus garras y casi nunca fallaba. La gente se agolpaba en la baranda del río para verla habilidad del gato “atrapador” de golondrinas. Estas aves eran casi sagradas porque, cuando éramos pequeños,  nos decían  ellas le habían quitado la corona de espinas a Jesucristo cundo estaba en el Gólgota, en la Cruz. Otras veces eran los gitanos los que armaban el espectáculo, como Valentín, el gitano que más arte y maña tenía para hacer canastas y canastos de mimbre. Las cortaba en el mismo río, las pelaba y, con una habilidad extraordinaria, en un periquete hacía un canasto y en un par de horas una canasta. Después se los colgaba al pescuezo e iba a venderlos por las calles. Con lo que le daban podía comer, aunque también podía suceder que se lo gastara en vino, ya que pillaba unas cogorzas de campeonato. Aún lo veo con sus dedos habilidosos, con su cigarro en la boca y su gorra en la cabeza, sorbiendo, fumando y elaborando su canasto del día.
El río sigue en Frailes. Hay años que tiene más agua y años que no trae ninguna, depende pero, eso sí, sigue sucio debido a que muchos fraileros tiran todo tipo de basura a su cauce. Decidimos limpiarlo y para ello se crearon algunos grupos ambientales, el primero de los cuales fue el del alcalde Antonio Mangote.Éste nos compró unas botas a cada uno y recorrimos todo el cauce sacando de todo. El hedor que desprendía nos tiraba para atrás, pero seguíamos limpiando hasta que nos hartábamos. Después, durante el gobierno socialista y popular, se siguió limpiando el río, contribuyendo a ello algunas asociaciones ciudadanas … pero el río sigue sucio por muchos sitios y la conciencia vecinal total aún no ha llegado.
Los barrios fraileros en aquellos tiempos estaban muy definidos: unos eran del barrio la Iglesia, otros de los Picachos y otros éramos de las Cuevas. Por ello había una gran rivalidad y, a veces, incluso pequeñas ‘guerras’ que solucionábamos a pedrada limpia. En el barrio de la Iglesia recuerdo al Tite y a sus hermanos, junto con Paco el del Practicante, los Amandos, Florencio y Paco Moya, todos de casi de la misma edad. Eran hijos de la Zapatera y sobrinos del maestro don Florencio. Emigraron a Barcelona y algún que otro verano asomaron por el pueblo. A otro hermano le gustaba mucho cazar la perdiz con reclamo, tanto que algunos inviernos venía expresamente desde Barcelona para eso. José Miguel y Antonio Vallecillos vivían en la calle Rafael Abril, en donde  también estaba la farmacia. Allí recuerdo que estaba Manolo el Sereno y sus hermanas, sobre todo la Carmelita, que se encargaba de vender las medicinas. Aquella casa la compró después Antonio el Tano, que también estuvo en Alemania mucho tiempo. Uno de sus hijos, Antonio, se hizo policía nacional y se casó con la Pancarta. Ahora vive en Getafe. Otro era David, casado con una hija de mi primo José Pareja. Se marchó después a Mallorca. También vivía por allí, Antonio Vallecillos, un barbero que sacaba las muelas al método más tradicional y bárbaro, con unas tenacillas y a la fuerza bruta. Tuvo tres hijos: uno se fue a Holanda, otro era José Miguel y otro Antonio que estudió Magisterio. Se hizo maestro y se casó con una mujer de Castillo de Locubín. En la misma calle vivía también Pepe Malabrigo, marido de Amparo, hija de Dominga. Pepe Salazar no era de Frailes; lo recuerdo con una moto Vespa y sobre todo porque llegamos a ser amigos y compañeros en el juego de la Escalera en la Cueva. También vivía allí Antonio Romero, marido asimismo de otra hija de Dominga. Tuvieron una hija, Mary Loli.
En esta misma acera tenían su casa Los Pepillos, en un inmueble que daba a las dos calles, la calle Anguita por abajo y la calle Rafael Abril por arriba, y que tenía un portón grande por donde salían las yuntas de mulos. A su lado se construyó una fuente. José Garrido tenía fincas y era agricultor, además de ser el jefe del Sindicato. Tenía dos hijos, Pepe el mayor y Horacio el menor. Recuerdo a Pepillo Garrido en la finca que tenía antes de llegar a la aldea de Santa Ana, por la Casilla del Barro. Una vez tuve que ir allí desde Frailes, andando,  a que me firmara un papel de una beca.
Don Francisco Zafra Escabias, que vino de Valdepeñas, era el practicante. También vivía en la calle Rafael Abril y también tenía varios hijo: la mayor, María Luisa, que estudió Farmacia en la Universidad de Granada y llegó a ser profesora de esa entidad; Merceditas, un año mayor que yo y muy guapa, a la que me gustaba mucho verla cuando entraba a misa. También se fue a Granada a vivir. Por último estaba Paco, un seminarista siempre con su moto Derbi. Se hizo policía secreta y estuvo en el País Vasco para -finalmente- trasladarse a Málaga. Una vez me contó que era él quien hacía las fotos de los atentados de ETA. Recuerdo el olor a alcohol del Practicante. Acostumbraba a poner las inyecciones en su propia casa, aunque también iba al domicilio de los pacientes. Llevaba un maletín para guardar los utensilios de su trabajo, con un pequeño estuche donde tenía las jeringas y unas agujas grandes a las que les ponía alcohol y le metía fuego con una cerilla para purificarlas. Yo me quedaba absorto viendo como ardía el alcohol entre las jeringas y las agujas, entre una llama azul en el exterior y brillante en el interior. Don Francisco Zafra Escabias fue alcalde y perteneció a la élite del franquismo frailero. Cada día se iba a la Cueva o al casino de Cristóbal, después de comer, y allí se jugaba el dinero. Una vez le tocó la lotería, ceo que unos tres millones de pesetas de aquellos de los años 60, y se compró una finca en Alcalá, por lo que ahora se conoce como el barrio de Condepols. Era cuñado de don Antonio el Maestro e iba en moto a hacer las visitas a sus pacientes. Tenía una risa que contagiaba y unos dientes muy blancos.
En la misma calle vivía Rafael Moya, también alcalde, el primer edil franquista y el representante oficial de aquellos tiempos. Manolo el Sereno fue buen colaborador suyo. Lo recuerdo en la Hazarredonda, con los pies bañados por el agua del río y el pantalón subido. Como a Lopecillos, que trabajaba en el Ayuntamiento de pregonero, y le llevaba la cerveza fresquita que había sido metida, previamente, en las aguas del rió. Recuerdo que le alquiló a mi padre un local, junto a mi tienda, un inmueble que se puede decir que salió del río, ya que hicieron una pared y allí edificaron una habitación pequeña en donde mi hermano Antonio montó una taberna. Tuvo tres hijos, la mayor que se fue a Córdoba, Pepe Moya ‘El Suave, alegre y jovial, que se hizo policía secreta y estuvo en Málaga. Se casó en Alcalá la Real, con una mujer de la familia Bravo, se hizo un chalet en la Dehesilla y murió con unos 60 años de una mala enfermedad. Era un hombre afable, divertido y bien parecido. Su hijo Rafael Moya era un par de años mayor que yo, hizo carrera en el ejército y vive en Galicia jubilado. Muchas veces vuelve a Frailes y se junta con Luis Raya, Juan Alba o Eduardo, el sobrino del cura don Francisco. Éste alcalde realizó varias obras en las calles y comenzó a poner el agua potable en las casas. Me acuerdo cuando en mi casa hubo agua y ya no había que ir a la fuente. Nos juntábamos las familias del barrio para ponernos de acuerdo en las obras, abrieron zanjas y colocaron tuberías y, en unos cuantos días, el agua estaba en nuestras casas. Mi padre hizo una especie de pilas en mi casa y el agua era casi gratis. No había contadores que midieran el gasto y mucha gente tenía siempre abierto el grifo. El agua abundaba en Frailes, pero también se desperdiciaba bastante, hasta que llegó don Antonio Lucas Mohedano, maestro y uno de los últimos alcaldes franquistas, y comenzó a colocar contadores en el consumo del agua para regular esta fuente de riqueza, labor que luego finalizó el alcalde Antonio Mangote con el nuevo fontanero José Cano Gálvez. Esta labor la siguió Gálvez, vuelto de Madrid en 1982. Abandonó su empresa y, aunque ganaba menos, quiso trabajar en su pueblo y llevar una vida más ordenada. El problema de los contadores de agua aún se arrastra, porque todavía alguna gente no los ha colocado en su vivienda y no es consciente de que el agua es un bien público que hay que cuidar. Se sigue gastando el liquido elemento y, encima, algunos van al Ayuntamiento a protestar, a decir que el recibo del agua ha sido muy alto. Hablamos de  unos 70 euros al año, pero no dicen que han tenido el grifo abierto. 
En la placeta de José Antonio Primo de Rivera estaba la familia de José Castro, otro agricultor con varios hijos: José, que tuvo un negocio de panadería en Alcalá, siguiendo la saga su hija Marieta y Pedro; Antonio, que también montó una panadería en la calle Picachos, la de los Pompas, donde aún siguen sus nietos haciendo ricos panes y deliciosos dulces; el Tite, que se metió a la Guardia Civil y se marchó de Frailes; y una hija que se casó con un veterinario titular que vino a Frailes.
También vivía en esta plaza doña Ángeles, la persona que se encargó de la central telefónica cuando llegó al pueblo el artilugio de Bell. En aquella casa se instaló una central y doña Ángeles nos conectaba interior y exteriormente hasta que llegaron los teléfonos automáticos. Tenía muchos cables de algunos colores y una especie de pantallas con agujeros. La gente la llamaba y le decía: “!doña Ángeles, póngame con fulano o zetano”! Y ella conectaba los cables y la gente hablaba. Otro asunto distinto eran las conferencias con el exterior. Había veces que tardaban horas y horas y era un latazo tanto esperar. Pero el teléfono fue un avance muy grande y puso en contacto a familias que estaban fuera y a veces muy lejos. Poner o tener una conferencia era un signo de distinción social. Doña Ángeles avisaba sobre la hora y la gente iba allí a su casa y esperaba a que aquello se pusiera en marcha. Ahora llevamos cada uno una central telefónica en el bolsillo y estamos conectados día y noche.
Doña Ángeles tenía varios hijos: uno de ellos era Pepe, empleado del Ayuntamiento; otro Horacio, maestro de escuela; Antonio, policía nacional; y una hija, Dolores Mercedes López, que se casó por poderes y estuvo mucho tiempo en Venezuela. Después volvió a Frailes con su marido y su hijo Horacio. Los fraileros les decían los ‘Bolívares’. Él era técnico de radio y televisión y arreglaba aparatos de estas materias. Lo sigo viendo con su coche azul, pasando por estas calles de Santa Lucía, por la carretera, o acudiendo al consultorio médico muy de mañana.
El Ayuntamiento también estaba en la misma plaza, un edificio viejo y feo, con una habitación al lado, la cárcel. Tenía un portón de madera pintado de gris y en el piso de abajo vivía Manuel Moya Milena con su familia, ya que era el municipal y ordenanza. Muchas veces vestía de uniforme gris con gorra de plato y llevaba una pistola. Manuel hacía de todo, desde albañil hasta arreglar aparatos y motos. Recorría las calles, iba al correo, ponía multas, cobraba recibos, un hombre para todo. Por las tardes lo veía en el Barrihondillo haciendo obra, subiendo unas piedras muy grandes y construyendo una cochera. Allí se pasaba los días, a brazo partido con aquellos peñascos. Mil artilugios y decenas de herramientas para arreglar bicicletas, motos o coches. Hasta su hijo le trajo un Land Rover de Valencia. Manuel se hizo una casa en la calle Dr. Fermín Medina y tardó no sé cuántos años en terminarla. Él compraba también los materiales y, prácticamente, se lo hacía todo y poco a poco conforme la obra se iba transformando. Un día remataba una pared, al otro encofraba una columna o trazaba las escaleras. Además de albañil, era agricultor, así que se iba al campo de su propiedad y recogía su aceituna. Al fin terminó la casa y vivió en ella con su mujer, aunque tenía otra pequeña en la calle Cuevas, junto al río. Ésta la alquilaba, primero a la entidad financiera Fidecaya y después a gente particular y a alguna familia extranjera. También montó allí una tienda, que alquiló para una zapatería.
Yo fui compañero suyo en el Ayuntamiento y muchas veces contaba y contaba historias sin parar. A su padre le decían Ministro y tenía una casa en la calle Almoguer. Era un hombre alto y enjuto, subido a una moto o a un coche, haciendo mezcla de cemento y arena. Manuel Moya Milena, con un palustre, con un Citroen dos caballos, con una vara de la aceituna y -a su lado- su mujer Mercedes, hija de Amadeo. Manuel hombre para todo, un Leonardo da Vinci frailero que lo mismo hacía de fontanero, de mecánico que de albañil; igual le daba una instalación eléctrica o unos suelos a los olivos. Manuel me correteó cuando yo era chico y, porque no le hice caso, me puso una multa económica y administrativa por salir corriendo y saltarme una pared de las escuelas de las Eras del Tejar. Ahora, a Manuel lo veo en la calle Cuevas, en una silla de ruedas empujada por una mujer rumana y pienso en él y repaso nuestra vida juntos y todas aquellas historias que me contaba y que ahora no recuerdo, porque tenía que haberlas apuntado, pero se me olvidaron en el baúl de la vida.
En otra casa, al lado del Ayuntamiento, vivía Paquita Raya, la organizadora de los bailes. Aquella vez que trajo un mono a su casa, un simio pequeño y revoltoso que fue la atracción de Frailes durante algún tiempo. La gente iba a verlo, niños y mayores, y el monito hacía de las suyas: a veces mordía y era peligroso y, aunque lo tenía atado con una pequeña cadena, daba grandes chillidos y enseñaba los dientes cuando se enfurecía. Los nenes y los grandes íbamos a la casa de Paquita Raya para ver aquél mono, traído de no se dónde, como algo exótico, bastante raro. Un mono que enseñaba sus dientes, parecía que se reía de todos los que íbamos a verlo y chillaba cuando se agolpaba la gente.
Allí también había un casino, regentado por Cristóbal, a quien recuerdo bien. Después se hizo cargo de él Adela la Hilaria, que compró aquella casa y montó allí su negocio. Tenía una habitación con mostrador y unas mesas. Un poco más allá, otra habitación con más mesas, en donde jugaban a las cartas y al dominó. Y, al fondo, había un patio con jardín. Clientes asiduos eran el Practicante, Pepe Salazar, la gente del Ayuntamiento, Antonio Vallecillos … hasta los que no podían aguantar mucho tiempo en misa. Éstos se salían en el sermón y se iban a visitar a Adela. Ésta los recibía allí a todos, les ponía la cerveza, el vino, el vermouth. Y era un alivio para los que se escaqueaban de la santa misa. Adela era una mujer de una voz pausada y bastante curtida en la vida.
En la casa principal, la mejor y la más grande de la Placeta de José Antonio Primo de Rivera, vivían los Amandos. Mercedes López García habitaba allí con sus dos hijos, Ezequiel y Fermín. Era una casa diferente, a la entrada tenía una puerta grande de buena madera y, al pasar, podía verse las paredes cubiertas de un mosaico especial. Había otra gran puerta, antes de entrar a la casa propiamente dicha, con un timbre para llamar. Por la rendija de aquella puerta se veía que la casa era señorial. Una escalera enfrente para acceder al piso superior, rematada con una escultura de una cabeza negra. A mano derecha, una habitación grande, a donde entré un par de veces con Fermín, uno de sus hijos, con el que hice amistas a pesar de ser cinco años mayor que yo.
El jardín lleno de flores, desde donde se podía ver la iglesia y la gente que entraba a misa. Al padre de Ezequiel y Fermín no lo conocí. Mi madre me habló de él y me dijo que -en la Guerra Civil- habían pelado al cero a muchas mujeres, entre ellas mi tía Regina. Los Amandos eran diferentes, tenían otro porte, vestían bien, tenían coche y buenas fincas que las llevaba su tío Custodio, hermano de su madre, vecino en otra casa al lado. Ezequiel y Fermín estudiaron con los curas en Granada. El primero no terminó ninguna carrera, pero Fermín sí: se licenció en Filología Inglesa en la Universidad de Granada. Ellos formaron parte de la pandilla de jóvenes de aquellos tiempos, con Paquitín Tello, Pedro Alcaide, David y Miguel Tello Vallecillos, Antonio y Paco Trujillo, Manolo el Sereno, Pepe y Rafael Moya, Pepito el de la Cueva, Hereodos, Antonio el de Morales, también David Tello el del Sindicato, Juan y Luis Alba y algunos otros. He tenido mucho trato con Ezequiel y Fermín y venían mucho a la taberna de mi madre en la calle Tejar. Ezequiel se hizo cargo de las fincas de su familia junto con su tío Custodio. Le gustaba la caza, afición que ejercía en un cortijo que tenían en la Hoya de Charilla, allí en donde la familia tenía piaras de cabras y ovejas guardadas por un cabrero que vivía allí durante todo el año.
Se juntaban sus amigos cazadores y, cuando terminaban de cazar, hacían una comilona para terminar ‘despellejándose’ el dinero jugando a las cartas. Yo fui a aquél cortijo varias veces con ellos y con algunos amigos y algunas amigas. Nos bañábamos en una piscina que tenían, comíamos … y algunas veces hasta bailábamos. Era una buena finca con cerezos, otros frutales y, lo más importante, que tenía riego.
Ya he dicho que Ezequiel y Fermín eran hermanos y en la época de la que os estoy hablando a lo largo de éstas páginas, iban casi siempre juntos; pero son muy distintos. Al ser Ezequiel mayor, éste ha tomado la iniciativa, sobre todo en las cuestiones económicas de la familia. Ezequiel pasaba mucho por la taberna de mi madre, bebía cubalibres y vino de marca, a veces llegaba con amigos cazadores, bebían y bebían y otras veces organizaban una partida de cartas con dinero. Comenzaban bien, consumiendo mucho y dando propinas, pero después los ánimos se iban encrespando y a veces hubo situaciones desagradables, pero seguían y seguían jugando a las cartas hasta el amanecer, con momentos deplorables y violentos que -por suerte- no llegaron nunca a males mayores. Los que perdían quedaban como derrotados, se pedían dinero unos a otros para tratar de recuperarse, aunque al final casi siempre ganaban y perdían los mismos.
Es verdad que en el juego con dinero se conoce a los hombres. Yo miraba a aquellas caras y sabía quién iba perdiendo y quién iba ganando, bastaba ver la expresión de sus rostros que los delataba. Al final alguno se iba sin pagar, pero generalmente eran  buenos pagadores y aquellas noches de insomnio me salían medio bien económicamente. Lo malo era cuando me pedían prestado. Entonces yo les contestaba  que mi madre me había dicho que para jugar a las cartas no se prestaba dinero.
Con Fermín Mudarra también tuve amistad. Era más intelectual que muchos de su pandilla, se acercaba a mi taberna unos días con su tío Custodio, otras veces con Luis Raya, otras veces solo. Bebía cubalibres por la tarde y vino y cerveza por la mañana. Tenía éxito con las mujeres, pero no se comprometía con ninguna. Conmigo vivió unos meses en Granada y logró terminar, en un pequeño piso frente a Galerías Preciados, su carrera de Filología Inglesa. Hombre tímido y respetuoso. Siempre hablábamos de los libros que habíamos leído y me contaba en el pub Sierras sus andanzas en los meses que estuvo en Inglaterra. Me decía que cuando algún camarero inglés le preguntaba qué cerveza iba a tomar, él respondía the best, o sea, la mejor. También me contaba que en Inglaterra la vida era diferente, los jóvenes no tenían reparos en practicar sexo y hacían party o fiestas en las casas. No era raro ver en cualquier habitación una pareja liados y haciendo sexo. Era un buen conversador y muy agradable. Cuando me lo encontraba en cualquier bar o taberna, le preguntaba que qué hacía, y él me respondía ‘levantando el codo’ y lo remataba con la señal correspondiente.
Con los dos hermanos, Ezequiel y Fermín, he compartido muchos momentos. Con Ezequiel iba algunas veces a Alcalá y sabíamos cuando nos íbamos, pero nunca cuando volveríamos. Ezequiel era muy trabajoso, se enrollaba y se enrollaba de tal manera que se podía tirar toda la noche en la barra de la discoteca ‘Belle Epoque’ de Alcalá. Improvisaba bien, siendo a veces misterioso y otras divertido. A las mujeres las hacía sufrir alardeando siempre de su independencia. Fui a algunas fiestas con él como, por ejemplo, a la feria de Valdepeñas y, cada uno con una mujer, nos tenía allí hasta las tantas. Al volver por la carretera de la Martina, en plena madrugada, paraba el coche, ponía música y nos decía que contempláramos las estrellas. Cuando murió su madre, en el año 2008, los dos hermanos se fueron a vivir a Granada, a un piso que tenían en la Avenida de Calvo Sotelo, pero volvían a Frailes muy a menudo. A Fermín lo recordaré siempre con sus botas camperas altas y de cuero, su pañuelo al cuello y con bigote. Lo recuerdo mayormente en las tabernas y en la plaza de la iglesia, cuando desde la baranda de su casa se asomaba y nos decía ¡!pecadores!! a los que íbamos a entrar a misa.
A Ezequiel también lo recordaré siempre. Me dice Chaplin y se ríe, y me cuenta que quiere vender la casa, la casa grande y vacía que ahora está en la Plaza de Miguel de Cervantes y antes estaba en la Plaza de José Antonio Primo de Rivera. Y yo le digo que lo que tiene que hacer es declararla Bien de Interés Cultural y vendérseela al Ayuntamiento. A veces viene al Consistorio y nos saludamos, y recordamos aquellos tiempos del cuplé, cuando se montaba en su coche Renault Gordini y nos llevaba a Alcalá. Ahora sigue viniendo por aquí, arreglando la casa de los Amandos, le hace obra, la pinta, la adorna, pero no la vende. La debería comprar el Ayuntamiento, pero ahora no hay dinero para ello. Con las obras del Balneario, toda la economía municipal parece que está secuestrada. Lo ideal sería que la donaran al Consistorio, pero eso parece imposible. 

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