Yo me agarré al hierro ardiendo de don Antonio Lucas Mohedano, para poder seguir estudiando. Me parecía el último cartucho que me quedaba para encarrilar mi futuro, pues no me gustaba pasar mi vida detrás de un mostrador, día tras día, esperando a mis clientes que quisieran venir a consumir como hacía mi madre. A mis cortas luces no era una solución adecuada, tampoco disfrutaba con ello, pero mientras tanto tenía que aguantarme y hacer de tripas corazón para poder subsistir. Lo que nos daba de comer era la pequeña taberna y la pequeña tienda pero necesitaba salir de allí, yo me ahogaba en aquél ambiente. A mi no me gustaba vender, poner una sonrisa amplia al que llegaba allí. Mi madre si lo hacía, bueno no tenía que hacerlo, ella era así, pero yo veía que otras personas que dependían del público en su trabajo hacían cosas que no sentían. Por ejemplo, iban a todos los entierros, a todas las bodas y se congraciaban con el público en general. No cabe duda de que era un buen método para estar bien con todo el mundo, pero a muchos se les veía el plumero y se sabía que hacían todo aquello para cumplir y no lo sentían como propio.
Lo que hacía en la escuela de don Antonio Lucas me parecía más
interesante;
enseñar lo que sabía a otra gente. Pero él llegaba al corazón de sus alumnos,
los tenía obnubilados con su forma de ser, yo era más pragmático, no tenía su
experiencia. Sus alumnos estaban encantados, absortos. Era una alegría poder
estar en aquella escuela porque cada día pasaba algo nuevo. Sus vecinos también
estaban contentos con él. Matías y la Encarnilla de Patarito se hicieron uña y carne,
lo mismo pasaba con muchos otros. Fue un fenómeno la llegada y la posterior
estancia de don Antonio Lucas a Frailes porque cambió nuestras vidas. Yo lo
aproveché para poder volver a estudiar y encontrar mi mundo que lo había dejado
aparcado cuando salí del COPEM, pero me costó mucho volver. También aprendí
mucho cuando me fui a la aceituna y poder ver el trabajo duro que hacen los
aceituneros, o cuando me fui a trabajar a los hoteles, donde había que apretar
para poder realizar casi catorce horas seguidas de trabajo.
En
fin, un día me vi subido a un autobús de Contreras para seguir estudiando el
Bachiller Superior. Pero ya no estaban mis compañeros antiguos, en su lugar
había otros. El autobús era copado por los estudiantes fraileros que teníamos
un precio especial para ir y venir mediante la compra de un bono para todo el
mes. Allí me encontré a Sevilla, a Pepe el de Ezequiel, a Antonio Vallecillos y
algunos más, como una hija del cabo de la Guardia Civil. Ya era diferente
estudiar para mí, me veía cargado de responsabilidad, de poder quedar bien ante
mi madre. Ya no era un niño sino que había elegido poder estudiar porque no
había encontrado en el trabajo de la taberna o la tienda mi porvenir.
Era
consciente de lo que me jugaba y acepté el reto. Pero aquello duró un año, me
había matriculado de un par de asignaturas de quinto de Bachillerato y todo el
sexto curso. Allí encontré a algunos profesores del COPEM, como don Juan
Borrego, pero había otros nuevos que impartían Latín, Griego, Historia del
Arte. Y me salió bien y lo aprobé todo, ya que puse todo mi empeño en ello,
Pero
después, se me presentó un nuevo hándicap, hacer el servicio militar. Algo que
no había previsto y no quise pedir prórrogas. Lo que quería era quitármelo
pronto de encima, aunque me costó bastante. Me veo con aquel petate que me
dieron en la Caja
de Reclutas de Jaén. Allí estaban conmigo Antoñino el de Adelín, Paco el Boje,
Antonio Molina y Antonio Machuca. Me veo en aquel tren que nos condujo al
campamento de Cerro Muriano, como si fuéramos ganado, apiñados en un tren
lento, sin comida ni agua, sin identidad, como números, y sin saber donde nos llevaban, embargado en
una tristeza que me duró varios meses. No entendía porqué me tocaba hacer algo
que yo no había pedido y que me había sacado, sin consultarme, de mi vida
cotidiana para -según me decían- defender la Patria. Yo me preguntaba una y
otra vez ¿qué Patria?
Y
llegamos allí, a aquel campamento con banderas, con caminos de tierra polvorientos, con gentes uniformadas, con
miles de hombres jóvenes sin porvenir, para perder varios meses de nuestras
vidas. Lo más largo que se me vino encima es que no podía disponer de mí mismo,
todo estaba programado a toque de trompeta, no había ninguna intimidad, dormía
en literas con doscientos como yo, me lavaba junto a treinta personas, hacía
instrucción con otras doscientas. Me colocaron unos pantalones y una camisa de
color caqui, unas botas altas de cuero, iba a orinar o a hacer de vientre con
una decena de soldados, nos duchábamos en hileras de quince o veinte, desnudos,
pasando vergüenza de vernos unos a los otros, sin podernos secar y temblando de
frío y de inseguridad. Hacíamos gimnasia temprano e instrucción cuando más
calor hacía, nos enseñaron a manejar un fusil CETME, un artilugio que había que
armar y desarmar cada día. Cuando nos dejaban por la tarde un rato de asueto,
corríamos los fraileros a vernos entre nosotros, a contarnos nuestras penas y
las desgracias que habíamos vivido, a beber cerveza sin parar en aquellas
cantinas, a preguntarnos si habíamos recibido alguna carta, a sentirnos como
fraileros. Allí con el cabello cortado a rape, con unos pantalones grandes y
anchos, cuidando de que otros reclutas no nos quitaran la gorra o cualquier otra
indumentaria. Parecía que se había acabado el mundo para nosotros, allí
encerrados en aquel campamento, lleno de alambradas, lleno de números de
soldados, lleno de polvo, de gente que no conocía. Cuando conseguí salir de
allí por primera vez, fue un permiso de fin de semana, me subí a un autobús que
me llevó a Alcalá y desde allí a Frailes. Pensaba para mí que quería desertar,
no volver a aquel infierno, donde no era yo, donde me obligaban hacer cosas que
no quería, cosas inútiles, sin sentido, que no servían a nadie. Allí aprendí
tantas cosas en tan pocos días que mi cabeza no tenía tiempo a aceptarlas, las
rechazaba, pero el sentido de la supervivencia me hizo estar a la altura.
En
aquellos tiempos -en Frailes- me decían que el Servicio Militar servía para ir
haciéndonos hombres y eso es verdad, era una prueba de fuego para modelar
nuestras mentes y nuestros cuerpos. También para convivir con otras personas y
tener un sentido colectivo de la vida. Tras mi paso por el campamento militar
del Muriano, el Ejército Español del Generalísimo Franco me destinó a
Algeciras, a una pequeña compañía de Ingenieros que se encargaba de las
comunicaciones militares de la zona del Estrecho, con emisoras en diversos
puntos estratégicos. Aquella compañía era un ejército de Panchovilla, formada
por un teniente, un brigada y unos 20 o 30 soldados, muchos de ellos empleados
de Telefónica que entendían algo de comunicaciones. Había allí una gran
tranquilidad que me hizo olvidar las fatigas del campamento. Hice una prueba de
mecanografía y me destinaron a las oficinas. La mayoría de los demás soldados
se subían cada día a un jeep y recorrían las líneas telefónicas para que
funcionaran. El brigada era el encargado de casi todo, de las compras y de la
comida y, sobre todo. de llevarse lo poco que había. Así que nos tenía a mata
hambre, compraba en el puerto unos pescados apestosos que olían a basura y cada
día nos daba aquella bazofia. La falta de comida la suplía con libertad, ya que
podíamos vestir de paisano cuando salíamos y no teníamos un horario estricto.
Era una situación buena para pasar la mili y que el tiempo fuese agotando sus
horas en el ejército. Por allí no había ni un atisbo de Frailes, no había
ningún soldado de la patria chica. Tan sólo sabía que una hija de Chiviriche, la Mercedes, vivía en
Algeciras porque estaba casada con un guardia civil y tenía su trabajo en la
aduana del puerto. Un día fui a ver a esta familia y me recibió en su casa.
Tenía dos o tres hijas muy guapas y un hijo que se llamaba Luis. A las hijas
las había visto por Frailes y la mayor había tenido un novio frailero, Rafa, el
hijo menor del alcalde Rafael el de Lito, pero el noviazgo no cuajó. También
alguna vez a esta familia la veía por Frailes, cuando iban de vacaciones.
Mercedes, la madre, era muy guapa, tenía unos labios hermosos retocados de
carmín rojo. Yo los veía llegar de vacaciones a Frailes. Las pasaban casa de su
madre, en la casa que tenía en la calle Corral, que después compró Manolo el
Sereno para poder darle otra entrada a su gran casa de la calle santa Lucía. La
hija mayor era muy guapa también, y los fraileros la invitaban a bailar en
aquellos guateques que los jóvenes hacían. Después como el noviazgo con Rafael
Moya no cuajó, la niña guapa dejó de venir y volvió muchos años después casada.
Sus padres tenían una casa en la calle Cantillo, 7 y solían venir allí de
vacaciones para pasar el verano.
Aquella
casa la compré yo por consejo de Manolo el Sereno y porque Michael Jacobs había
comprado allí otra, en el número 5. Hicimos el trato con el matrimonio que
recibió tres millones y medio de pesetas y me quedé con aquella casa, que tenía
un dormitorio con una temperatura muy fresquita, que incluso había que echarse
una manta en verano para no helarse de frío. Allí conocí más de cerca a Juan
Luis Martos, que tenía una casa frente a la mía. Este hombre comenzó a darme su
confianza junto con su mujer Ramona. Cuando sabía que estaba por allí, tocaba a
la puerta y nos poníamos a charlar, además de que también me ayudó a cultivar
un pequeño huerto que había en la casa a base de plantar habas, tomates y
pimientos. La casa tenía el suelo de la habitación principal de pequeñas
piedrecitas y era difícil barrerla. Lo que más me gustaba era la buena chimenea
que tenía, y así pude volver a encender aquel fuego, cosa que no hacía desde
que dejamos aquella casa de la calle Horno. Me sentaba en aquella habitación,
encendía el fuego, leía un libro y me sentía bien. Era como tener un refugio
solo para mí.
Me
gustó poder tener aquella casa en la que me refugiaba. Había pocos vecinos:
junto a mí vivía un policía nacional, pero tenía su puesto en Madrid y volvía a
Frailes en contadas ocasiones y, siempre que volvía, tenía alguna queja en su
vivienda. Por allí, también estaba Joselillo, que anteriormente vivió con sus
padres en la calle Nacimiento. Joselillo llegaba en su coche, lo aparcaba y se
metía en su casa. En una calle más abajo, tenía su casa el Muti que era soltero
y vivía con su hermana. La casa tenía las paredes llenas de objetos de
labranza. El Muti era muy conocido por todo Frailes, había llevado a mucha
gente a trabajar a la temporada de aceituna, en cortijos de Torredonjimeno o
Villardompardo y buscaba también gente para ir a trabajar a la vendimia
francesa. Ponía en contacto a los
trabajadores con los patrones y les hacía contratos firmados para luego no
tener problemas. Ahora lo veo por el bar del Charro, hablando con unos y con
otros, con un cesto lleno de tomates rojos y verdes, relucientes.
También
vivía por aquel barrio del Cantillo Custodio el Regalao, siempre con su burro.
Tenía dos hijos, una que se casó con Antonio el de la Pulía, Hereodos, que fue
barbero en el Barrihondillo y después se marchó a Sevilla a trabajar en la Renault, lo mismo que su
cuñado Paco el Regalao. Mucha gente se colocó allí, gracias a la protección del
médico don Fermín. Su mujer, Mercedes, era costurera. A Custodio le hicieron
una fiesta para celebrar su cien cumpleaños y Fran Cano lo sacó en una crónica
en el Frailespático. El hijo de Custodio, Paco, estudió el bachillerato con
Manuel Zafra; ambos lo sacaron y se
hicieron bachilleres, mientras seguían trabajando en sus quehaceres cotidianos,
uno en el campo y el otro en la tienda de tejidos. Los dos prosperaron y
abandonaron Frailes en busca de un futuro mejor.
En
la calle Cantillo también vive Pedro Zafra, que tenía maquinaria para hacer
excavaciones, unas máquinas grandes, retroexcavadoras, que eran capaces de
hacer carriles o aplanar un monte. También vi por allí a Justo Serrano Morales.
Un día vino a Frailes con su padre Pedro; los dos eran chóferes. Justo trabajó
con José Miguel Gallego conduciendo un camión y trayendo materiales de
construcción a la empresa que tenía en la calle Tejar. Yo era amigo de su
hermano Pedro y jugaba al fútbol con él, pero un buen día se fue de Frailes y
no lo vi más. Su familia le alquiló una casa a Antonio Molina en el
Barrihondillo y allí nos juntábamos, con Medina y Cañete, para ir a buscar
hongos a los ríos y al campo; luego mi hermana Emilia nos los arreglaba en la
taberna que tenía en la calle Cruz.
Pedro se echó una novia, la Encarnita de Ramitos,
que trabajaba en la casa de Matías Pareja y la Encarnilla de Patarito
en la calle Tejar. Yo entraba en aquella casa y me parecía grandiosa. Allí
vivía Toñi con sus tíos que la cuidaban. Tenía un vestido tan blanco que
parecía una princesa. La casa tenía un huerto y un estanque y alguna vez nos
bañábamos allí. Era una niña rica que tenía de todo y pudo estudiar en un
colegio de Granada. Fermín el de Isaac vivía en la calle Tejar, era un hombre
alto y tenía una voz potente. Con dos hijos, una hija que se casó con Custodio
el de las Pulías y un hijo, Antonio que
también marchó a Sevilla. Fermín tenía un hermano que había hecho de Señor en la Semana Santa Frailera y terminó
yéndose a Mallorca. Todo el mundo le decía el Señor y con ese apodo se quedó.
Mi padre me contaba todo eso en las noches de invierno, frente a una gran
lumbre en nuestra casa de la calle Horno. Me contaba también que él cantaba
saetas y que todo el pueblo participaba en la Semana Santa.
Hacían
una representación teatral junto a las eras del Tejar, en esa cuesta empinada
que hay bajo el cementerio. Choricillo igualmente vivió en la calle Tejar, yo
lo recuerdo saliendo de su casa y yendo al río, guardando una piara de cochinos
que la gente le encargaba. Salía de su casa e iba de un sitio a otro con algún
nene que le ayudaba. Eran los porqueros y éstos tenían algo así como un látigo
para controlar aquellos cerdos secos y rápidos que se empestillaban entre
ellos, a veces, y formaban una gran
pelea. Retaco era otro habitante de esta calle. Tenía dos hijos, uno se fue
a Granada y alguna vez lo he visto por
el Ayuntamiento para arreglar papeles. Antonio Mudarra, tenía allí una cochera
para guardar su camión y se dedicaba, junto con un hermano de Fiscalillo, a
traer productos de todo tipo. Le decían los “cosarios”. Algo parecido a una
agencia de transportes que traía y llevaba productos de muy diversa índole. A
mi madre le traían harinilla, salvao, chocolate y café. Mudarra tenía una
cartera que la llevaba siempre en la mano. En ellaí guardaba las facturas que
iba cobrando a unos y a otros, en los bares, en las tiendas y a los
particulares. Iba siempre bien repeinado y se apostaba en la barra de los
bares. Él visitaba a sus clientes y les tomaba nota de los artículos que les
hacía falta.
La
‘mili’ de Algeciras era muy diferente a la del Cerro Muriano ya que, por
ejemplo, allí podías disfrutar de playa y de libertad. Estaba cerca de Ceuta y
pronto encontré una gente competente con la que formábamos una familia. Había
un barracón en donde teníamos el dormitorio, un caos completo ya que nunca
había orden ni control y podíamos entrar y salir cuando queríamos. A algunos de
nosotros nos destinaron a puntos estratégicos en toda la costa (Tarifa, San
Roque, etc.). Una pequeña habitación instalada como una pequeña emisora de
radio y un teléfono. Los soldados vivían aislados, a veces estaban solos dos y
tres meses como si fuesen Robinsones dejados de la mano de Dios. A Algeciras salíamos
vestidos de calle, en pandilla, con poco dinero.
Conocí
en el cuartel a Paco, un compañero de oficina. Pero él era perito industrial y
encontró un trabajo en La Línea,
en la empresa Acerinox. Eso le aportó dinero y al mismo tiempo consiguió vivir fuera
de la mili, así que alquiló un piso y se fue a vivir al mismo paseo marítimo de
Algeciras. A mí me dio una llave de aquel piso y fue una válvula de escape
inolvidable, pues muchos fines de semana los pasaba allí.
Cuando se casó David Tello con Encarna yo estaba haciendo
la mili en Algeciras, pero pude venir a Frailes a su boda, porque estaba de
permiso y dio la casualidad que un primo suyo, Pedro Alcaide, también vino.
Regresé con los novios y con Pedro a Algeciras, así que compartieron la noche de
bodas conmigo y pude ser testigo de ella.
Pedro era hijo de un militar frailero que tenía su puesto
en Ceuta; se llamaba Matías y me parece que era teniente coronel. Venía casi
todos los veranos a Frailes con un Mercedes que causaba sensación. Tenía un hijo
que se llamaba Paco, con alguna deficiencia mental. Pasaba casi todo el verano
en Frailes, en casa de su abuela – Librada Tello- en la calle san Antonio. Paco
iba y venía de la casa de su abuela a la Cueva, donde estaban sus tíos Mercedes y Amador.
Era una persona inquieta, le gustaban mucho las mujeres y era muy gracioso.
Con
Pedro Alcaide, David Tello y su mujer Encarna Bravo, alcalaína, pasé unos días
brillantes en Algeciras, yo de soldado y ellos de viaje de luna de miel. Me
llevaron a los mejores restaurantes, incluso a un cabaret, y me dejaron solo
con una vedette, con la que se pusieron de acuerdo para que estuviera conmigo.
Yo no sabía qué hacer, el caso es que aquella mujer cada vez se acercaba más a
mí, me pedía que la invitara y yo le decía que sí, hasta que me dí cuenta que
todo era una farsa y que lo había preparado Pedro Alcaide que iba por aquél
local de vez en vez y conocía al personal. Pedro Alcaide, también, me abrió su
casa, tenía el piso lleno de calcetines por todos lados. Él tenía un buen
trabajo y se divertía mucho. Volví a verlo algunas veces por Algeciras, pero
poco a poco se fueron acabando nuestras visitas. Alguna vez volvió a Frailes,
con su buen coche y bien vestido, visitaba a su abuela y sus primos. Un día
David Tello me dijo que su primo Pedro había muerto y me causó una gran
impresión, porque había vivido muchos momentos con él y había sido generoso
conmigo. Y recordé a su padre, el teniente coronel Matías Alcalde, que decían
que tenía una gran casa en Ceuta y ayudó a muchos fraileros cuando iban hacer
la ‘mili’ allí. Contaban que vivían muy bien y que tenían muchos bienes. Yo lo
recuerdo con aquel gran Mercedes y su estela de teniente coronel en el Ejército
Español. Cuando llegaba a Frailes toda la gente se le acercaba, porque no era
muy corriente ver a un personaje tan importante. Y él se mostraba accesible y
cordial: nos saludaba y nos preguntaba quién era nuestra familia, mientras
aquel Mercedes seguía arrancado y dando muestras de alegría.
Después
de pasar en el cuartel de Algeciras unos tres meses, me interesó hacerme cabo
primero, pero me equivoqué porque había que hacerlo en un cuartel grande de
Sevilla y tenía que abandonar la tranquilidad de Algeciras. No sabía lo que me
esperaba en la ciudad de la
Giralda, pero pronto lo aprendí. Era un cuartel grande con
muchos soldados y con los inconvenientes de poner orden entre tanta gente, es
decir, que sin comerlo ni beberlo, me metí en la boca del lobo. Allí no aprendí
casi nada, sólo que había más disciplina, más orden y control y más miedo para
mí … como en el campamento de Muriano. Lo único bueno era que estaba en Sevilla
y allí había muchos fraileros. Contacté con Miguel y David Tello, que vivían en
una pensión en un barrio alejado del centro. Con ellos me iba cada fin de
semana para olvidarme del cuartel, y esto lo repetía cada fin de semana durante
tres meses que duró aquél curso de cabo primero.
Miguel
y David me cuidaban y ellos pagaban los gastos de la pensión. Había otros
fraileros como Antonio Pareja, el hijo del Guarda Rural, que tenía una casa en
los Picachos. David le decía a Pareja ‘El Dios Grande’ porque era muy alto y
fuerte. También estaba Antonio, el yerno de Orencio, que era de un cortijo
cercano a Frailes. Todos ellos se portaron como hermanos conmigo. Me enseñaban
Sevilla, me sacaban a ver el centro de la ciudad, me llevaban al cine… También
aparecía por allí el Antoñino de Adelín, que hacía la ‘mili’ en el mismo
Sevilla. Pedro Alcaide estudiaba en Sevilla no sé que carrera.
Estábamos
todos en La Algaba,
un pequeño pueblo de Sevilla adonde habían ido a parar, como ya queda dicho
muchas veces, una gran mayoría de fraileros que trabajaban en la FASA-RENAUL. Casi
como si estuviéramos en Frailes, parecía aquello. Vi a los hijos de Zacarías,
el chófer del médico don Fermín; a Custodio el de la Pulía y a un hombre que le
decían el Grillo, que llevaba mucho más tiempo allí y era hincha del Betis.
Hablaba sin parar de este equipo de fútbol y tenía incluso el habla como los
sevillanos. Era hermano de la
Grilla, que tenía una casa en la calle san Antonio, y allí
iba este hombre muchos veranos. Creo que
se llamaba Enrique y pasaba las tardes en la Cueva, jugando a las cartas y riendo sin parar,
arropado por muchos fraileros que trabajaban con él.
Aquellos
fraileros de la Algaba
eran como los fraileros de Frailes, pero allí en Sevilla; conmigo se portaron
todos muy bien, me ofrecieron sus casas y su comida … Dabas una voz en la calle
y al instante llegaba una docena de fraileros. Pero aquellos fraileros se iban
“sevillanizando”; bueno, algunos, y era normal porque, con el paso de los años,
se van adquiriendo las costumbres. Allí estaba Mortadelo, el hijo de Amador y
Mercedes, que habían regentado el bar La Cueva; allí se casó. Estaba mi amigo Antonio
Amadeo y su hermano el Todi, que decía que militaba en el sindicato de
Comisiones Obreras y contaba algunos episodios de su lucha con la empresa; el
hijo de Misián, los hijos de Moré, Cadete, un barbero de la calle Mesones, pero
este hombre me parece que trabajaba en una empresa de motocicletas. También
Miguel Mingorance y su hermano Pedro,
este último, después fue trasladado a la fábrica de Valladolid. Estos dos
hermanos eran vecinos de mis abuelos Camilo y Carmen, en la calle Corral, y
siempre tuve una muy buena relación con ellos. Venían a ver a su padre Antonio
a Frailes y después transformaron la casa familiar, haciéndose cada uno una
vivienda. Recuerdo a su abuela Clemencia y a su tío Antonio, que se hizo
cartero y fue destinado a Alcalá, en donde lo veía por el Llanillo repartiendo
carta. Su padre Antonio Mingorance tenía un mulo y a veces trabajaba con los
Pepillos, llevando la yunta. Lo veo como un hombre generoso y muy correcto,
bajar por la cuesta hasta el Barrihondillo e ir a tomar un café al bar Nuevo y
hablar con mi hermana Maripi. Esa costumbre la siguió su hijo Miguel y siempre
que volvía de Sevilla, visitaba a mi hermana y nos contábamos nuestras
vicisitudes. Él se interesaba por la política, como muchos otros
fraileros-sevillanos y allí en la baranda del río de las Cuevas se juntaban
cuando venían de vacaciones y le dábamos un repaso a la política frailera.
Rafael Zafra el de Chapalete también fue de los primeros que se fue a la FASA-RENAULT y se
casó con una hija de la Grilla. Hace
unos años se jubiló y se estableció en una casa que edificó en la Avenida de Andalucía. Es
un colaborador del centro social y casi todos los días viene a por el periódico
al Ayuntamiento para que lo puedan leer los usuarios del centro.
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