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jueves, 6 de octubre de 2016

SER DE FRAILES. CAPITULO VEINTIOCHO



Yo me agarré al hierro ardiendo de don Antonio Lucas Mohedano, para poder seguir estudiando. Me parecía el último cartucho que me quedaba para encarrilar mi futuro, pues no me gustaba pasar mi vida detrás de un mostrador, día tras día, esperando a mis clientes que quisieran venir a consumir como hacía mi madre. A mis cortas luces no era una solución adecuada, tampoco disfrutaba con ello, pero mientras tanto tenía que aguantarme y hacer de tripas corazón para poder subsistir. Lo que nos daba de comer era la pequeña taberna y la pequeña tienda pero necesitaba salir de allí, yo me ahogaba en aquél ambiente. A mi no me gustaba vender, poner una sonrisa amplia al que llegaba allí. Mi madre si lo hacía, bueno no tenía que hacerlo, ella era así, pero yo veía que otras personas que dependían del público en su trabajo hacían cosas que no sentían. Por ejemplo, iban a todos los entierros, a todas las bodas y se congraciaban con el público en general. No cabe duda de que era un buen método para estar bien con todo el mundo, pero a muchos se les veía el plumero y se sabía que hacían todo aquello para cumplir y no lo sentían como propio. 
 
Lo que hacía en la escuela de don Antonio Lucas me parecía más
interesante; enseñar lo que sabía a otra gente. Pero él llegaba al corazón de sus alumnos, los tenía obnubilados con su forma de ser, yo era más pragmático, no tenía su experiencia. Sus alumnos estaban encantados, absortos. Era una alegría poder estar en aquella escuela porque cada día pasaba algo nuevo. Sus vecinos también estaban contentos con él. Matías y la Encarnilla de Patarito se hicieron uña y carne, lo mismo pasaba con muchos otros. Fue un fenómeno la llegada y la posterior estancia de don Antonio Lucas a Frailes porque cambió nuestras vidas. Yo lo aproveché para poder volver a estudiar y encontrar mi mundo que lo había dejado aparcado cuando salí del COPEM, pero me costó mucho volver. También aprendí mucho cuando me fui a la aceituna y poder ver el trabajo duro que hacen los aceituneros, o cuando me fui a trabajar a los hoteles, donde había que apretar para poder realizar casi catorce horas seguidas de trabajo.


En fin, un día me vi subido a un autobús de Contreras para seguir estudiando el Bachiller Superior. Pero ya no estaban mis compañeros antiguos, en su lugar había otros. El autobús era copado por los estudiantes fraileros que teníamos un precio especial para ir y venir mediante la compra de un bono para todo el mes. Allí me encontré a Sevilla, a Pepe el de Ezequiel, a Antonio Vallecillos y algunos más, como una hija del cabo de la Guardia Civil. Ya era diferente estudiar para mí, me veía cargado de responsabilidad, de poder quedar bien ante mi madre. Ya no era un niño sino que había elegido poder estudiar porque no había encontrado en el trabajo de la taberna o la tienda mi porvenir.

Era consciente de lo que me jugaba y acepté el reto. Pero aquello duró un año, me había matriculado de un par de asignaturas de quinto de Bachillerato y todo el sexto curso. Allí encontré a algunos profesores del COPEM, como don Juan Borrego, pero había otros nuevos que impartían Latín, Griego, Historia del Arte. Y me salió bien y lo aprobé todo, ya que puse todo mi empeño en ello,

Pero después, se me presentó un nuevo hándicap, hacer el servicio militar. Algo que no había previsto y no quise pedir prórrogas. Lo que quería era quitármelo pronto de encima, aunque me costó bastante. Me veo con aquel petate que me dieron en la Caja de Reclutas de Jaén. Allí estaban conmigo Antoñino el de Adelín, Paco el Boje, Antonio Molina y Antonio Machuca. Me veo en aquel tren que nos condujo al campamento de Cerro Muriano, como si fuéramos ganado, apiñados en un tren lento, sin comida ni agua, sin identidad, como números,  y sin saber donde nos llevaban, embargado en una tristeza que me duró varios meses. No entendía porqué me tocaba hacer algo que yo no había pedido y que me había sacado, sin consultarme, de mi vida cotidiana para -según me decían- defender la Patria. Yo me preguntaba una y otra vez ¿qué Patria?


Y llegamos allí, a aquel campamento con banderas, con caminos de tierra  polvorientos, con gentes uniformadas, con miles de hombres jóvenes sin porvenir, para perder varios meses de nuestras vidas. Lo más largo que se me vino encima es que no podía disponer de mí mismo, todo estaba programado a toque de trompeta, no había ninguna intimidad, dormía en literas con doscientos como yo, me lavaba junto a treinta personas, hacía instrucción con otras doscientas. Me colocaron unos pantalones y una camisa de color caqui, unas botas altas de cuero, iba a orinar o a hacer de vientre con una decena de soldados, nos duchábamos en hileras de quince o veinte, desnudos, pasando vergüenza de vernos unos a los otros, sin podernos secar y temblando de frío y de inseguridad. Hacíamos gimnasia temprano e instrucción cuando más calor hacía, nos enseñaron a manejar un fusil CETME, un artilugio que había que armar y desarmar cada día. Cuando nos dejaban por la tarde un rato de asueto, corríamos los fraileros a vernos entre nosotros, a contarnos nuestras penas y las desgracias que habíamos vivido, a beber cerveza sin parar en aquellas cantinas, a preguntarnos si habíamos recibido alguna carta, a sentirnos como fraileros. Allí con el cabello cortado a rape, con unos pantalones grandes y anchos, cuidando de que otros reclutas no nos quitaran la gorra o cualquier otra indumentaria. Parecía que se había acabado el mundo para nosotros, allí encerrados en aquel campamento, lleno de alambradas, lleno de números de soldados, lleno de polvo, de gente que no conocía. Cuando conseguí salir de allí por primera vez, fue un permiso de fin de semana, me subí a un autobús que me llevó a Alcalá y desde allí a Frailes. Pensaba para mí que quería desertar, no volver a aquel infierno, donde no era yo, donde me obligaban hacer cosas que no quería, cosas inútiles, sin sentido, que no servían a nadie. Allí aprendí tantas cosas en tan pocos días que mi cabeza no tenía tiempo a aceptarlas, las rechazaba, pero el sentido de la supervivencia me hizo estar a la altura.

En aquellos tiempos -en Frailes- me decían que el Servicio Militar servía para ir haciéndonos hombres y eso es verdad, era una prueba de fuego para modelar nuestras mentes y nuestros cuerpos. También para convivir con otras personas y tener un sentido colectivo de la vida. Tras mi paso por el campamento militar del Muriano, el Ejército Español del Generalísimo Franco me destinó a Algeciras, a una pequeña compañía de Ingenieros que se encargaba de las comunicaciones militares de la zona del Estrecho, con emisoras en diversos puntos estratégicos. Aquella compañía era un ejército de Panchovilla, formada por un teniente, un brigada y unos 20 o 30 soldados, muchos de ellos empleados de Telefónica que entendían algo de comunicaciones. Había allí una gran tranquilidad que me hizo olvidar las fatigas del campamento. Hice una prueba de mecanografía y me destinaron a las oficinas. La mayoría de los demás soldados se subían cada día a un jeep y recorrían las líneas telefónicas para que funcionaran. El brigada era el encargado de casi todo, de las compras y de la comida y, sobre todo. de llevarse lo poco que había. Así que nos tenía a mata hambre, compraba en el puerto unos pescados apestosos que olían a basura y cada día nos daba aquella bazofia. La falta de comida la suplía con libertad, ya que podíamos vestir de paisano cuando salíamos y no teníamos un horario estricto. Era una situación buena para pasar la mili y que el tiempo fuese agotando sus horas en el ejército. Por allí no había ni un atisbo de Frailes, no había ningún soldado de la patria chica. Tan sólo sabía que una hija de Chiviriche, la Mercedes, vivía en Algeciras porque estaba casada con un guardia civil y tenía su trabajo en la aduana del puerto. Un día fui a ver a esta familia y me recibió en su casa. Tenía dos o tres hijas muy guapas y un hijo que se llamaba Luis. A las hijas las había visto por Frailes y la mayor había tenido un novio frailero, Rafa, el hijo menor del alcalde Rafael el de Lito, pero el noviazgo no cuajó. También alguna vez a esta familia la veía por Frailes, cuando iban de vacaciones. Mercedes, la madre, era muy guapa, tenía unos labios hermosos retocados de carmín rojo. Yo los veía llegar de vacaciones a Frailes. Las pasaban casa de su madre, en la casa que tenía en la calle Corral, que después compró Manolo el Sereno para poder darle otra entrada a su gran casa de la calle santa Lucía. La hija mayor era muy guapa también, y los fraileros la invitaban a bailar en aquellos guateques que los jóvenes hacían. Después como el noviazgo con Rafael Moya no cuajó, la niña guapa dejó de venir y volvió muchos años después casada. Sus padres tenían una casa en la calle Cantillo, 7 y solían venir allí de vacaciones para pasar el verano.

Aquella casa la compré yo por consejo de Manolo el Sereno y porque Michael Jacobs había comprado allí otra, en el número 5. Hicimos el trato con el matrimonio que recibió tres millones y medio de pesetas y me quedé con aquella casa, que tenía un dormitorio con una temperatura muy fresquita, que incluso había que echarse una manta en verano para no helarse de frío. Allí conocí más de cerca a Juan Luis Martos, que tenía una casa frente a la mía. Este hombre comenzó a darme su confianza junto con su mujer Ramona. Cuando sabía que estaba por allí, tocaba a la puerta y nos poníamos a charlar, además de que también me ayudó a cultivar un pequeño huerto que había en la casa a base de plantar habas, tomates y pimientos. La casa tenía el suelo de la habitación principal de pequeñas piedrecitas y era difícil barrerla. Lo que más me gustaba era la buena chimenea que tenía, y así pude volver a encender aquel fuego, cosa que no hacía desde que dejamos aquella casa de la calle Horno. Me sentaba en aquella habitación, encendía el fuego, leía un libro y me sentía bien. Era como tener un refugio solo para mí.

Me gustó poder tener aquella casa en la que me refugiaba. Había pocos vecinos: junto a mí vivía un policía nacional, pero tenía su puesto en Madrid y volvía a Frailes en contadas ocasiones y, siempre que volvía, tenía alguna queja en su vivienda. Por allí, también estaba Joselillo, que anteriormente vivió con sus padres en la calle Nacimiento. Joselillo llegaba en su coche, lo aparcaba y se metía en su casa. En una calle más abajo, tenía su casa el Muti que era soltero y vivía con su hermana. La casa tenía las paredes llenas de objetos de labranza. El Muti era muy conocido por todo Frailes, había llevado a mucha gente a trabajar a la temporada de aceituna, en cortijos de Torredonjimeno o Villardompardo y buscaba también gente para ir a trabajar a la vendimia francesa. Ponía en contacto  a los trabajadores con los patrones y les hacía contratos firmados para luego no tener problemas. Ahora lo veo por el bar del Charro, hablando con unos y con otros, con un cesto lleno de tomates rojos y verdes, relucientes.

También vivía por aquel barrio del Cantillo Custodio el Regalao, siempre con su burro. Tenía dos hijos, una que se casó con Antonio el de la Pulía, Hereodos, que fue barbero en el Barrihondillo y después se marchó a Sevilla a trabajar en la Renault, lo mismo que su cuñado Paco el Regalao. Mucha gente se colocó allí, gracias a la protección del médico don Fermín. Su mujer, Mercedes, era costurera. A Custodio le hicieron una fiesta para celebrar su cien cumpleaños y Fran Cano lo sacó en una crónica en el Frailespático. El hijo de Custodio, Paco, estudió el bachillerato con Manuel Zafra;  ambos lo sacaron y se hicieron bachilleres, mientras seguían trabajando en sus quehaceres cotidianos, uno en el campo y el otro en la tienda de tejidos. Los dos prosperaron y abandonaron Frailes en busca de un futuro mejor.

En la calle Cantillo también vive Pedro Zafra, que tenía maquinaria para hacer excavaciones, unas máquinas grandes, retroexcavadoras, que eran capaces de hacer carriles o aplanar un monte. También vi por allí a Justo Serrano Morales. Un día vino a Frailes con su padre Pedro; los dos eran chóferes. Justo trabajó con José Miguel Gallego conduciendo un camión y trayendo materiales de construcción a la empresa que tenía en la calle Tejar. Yo era amigo de su hermano Pedro y jugaba al fútbol con él, pero un buen día se fue de Frailes y no lo vi más. Su familia le alquiló una casa a Antonio Molina en el Barrihondillo y allí nos juntábamos, con Medina y Cañete, para ir a buscar hongos a los ríos y al campo; luego mi hermana Emilia nos los arreglaba en la taberna que tenía en la calle Cruz.

Pedro se echó una novia, la Encarnita de Ramitos, que trabajaba en la casa de Matías Pareja y la Encarnilla de Patarito en la calle Tejar. Yo entraba en aquella casa y me parecía grandiosa. Allí vivía Toñi con sus tíos que la cuidaban. Tenía un vestido tan blanco que parecía una princesa. La casa tenía un huerto y un estanque y alguna vez nos bañábamos allí. Era una niña rica que tenía de todo y pudo estudiar en un colegio de Granada. Fermín el de Isaac vivía en la calle Tejar, era un hombre alto y tenía una voz potente. Con dos hijos, una hija que se casó con Custodio el de las Pulías y un  hijo, Antonio que también marchó a Sevilla. Fermín tenía un hermano que había hecho de Señor en la Semana Santa Frailera y terminó yéndose a Mallorca. Todo el mundo le decía el Señor y con ese apodo se quedó. Mi padre me contaba todo eso en las noches de invierno, frente a una gran lumbre en nuestra casa de la calle Horno. Me contaba también que él cantaba saetas y que todo el pueblo participaba en la Semana Santa.



Hacían una representación teatral junto a las eras del Tejar, en esa cuesta empinada que hay bajo el cementerio. Choricillo igualmente vivió en la calle Tejar, yo lo recuerdo saliendo de su casa y yendo al río, guardando una piara de cochinos que la gente le encargaba. Salía de su casa e iba de un sitio a otro con algún nene que le ayudaba. Eran los porqueros y éstos tenían algo así como un látigo para controlar aquellos cerdos secos y rápidos que se empestillaban entre ellos, a veces,  y formaban una gran pelea. Retaco era otro habitante de esta calle. Tenía dos hijos, uno se fue a  Granada y alguna vez lo he visto por el Ayuntamiento para arreglar papeles. Antonio Mudarra, tenía allí una cochera para guardar su camión y se dedicaba, junto con un hermano de Fiscalillo, a traer productos de todo tipo. Le decían los “cosarios”. Algo parecido a una agencia de transportes que traía y llevaba productos de muy diversa índole. A mi madre le traían harinilla, salvao, chocolate y café. Mudarra tenía una cartera que la llevaba siempre en la mano. En ellaí guardaba las facturas que iba cobrando a unos y a otros, en los bares, en las tiendas y a los particulares. Iba siempre bien repeinado y se apostaba en la barra de los bares. Él visitaba a sus clientes y les tomaba nota de los artículos que les hacía falta.  

La ‘mili’ de Algeciras era muy diferente a la del Cerro Muriano ya que, por ejemplo, allí podías disfrutar de playa y de libertad. Estaba cerca de Ceuta y pronto encontré una gente competente con la que formábamos una familia. Había un barracón en donde teníamos el dormitorio, un caos completo ya que nunca había orden ni control y podíamos entrar y salir cuando queríamos. A algunos de nosotros nos destinaron a puntos estratégicos en toda la costa (Tarifa, San Roque, etc.). Una pequeña habitación instalada como una pequeña emisora de radio y un teléfono. Los soldados vivían aislados, a veces estaban solos dos y tres meses como si fuesen Robinsones dejados de la mano de Dios. A Algeciras salíamos vestidos de calle, en pandilla, con poco dinero.

Conocí en el cuartel a Paco, un compañero de oficina. Pero él era perito industrial y encontró un trabajo en La Línea, en la empresa Acerinox. Eso le aportó dinero y al mismo tiempo consiguió vivir fuera de la mili, así que alquiló un piso y se fue a vivir al mismo paseo marítimo de Algeciras. A mí me dio una llave de aquel piso y fue una válvula de escape inolvidable, pues muchos fines de semana los pasaba allí.

Cuando se casó David Tello con Encarna yo estaba haciendo la mili en Algeciras, pero pude venir a Frailes a su boda, porque estaba de permiso y dio la casualidad que un primo suyo, Pedro Alcaide, también vino. Regresé con los novios y con Pedro a Algeciras, así que compartieron la noche de bodas conmigo y pude ser testigo de ella.

Pedro era hijo de un militar frailero que tenía su puesto en Ceuta; se llamaba Matías y me parece que era teniente coronel. Venía casi todos los veranos a Frailes con un Mercedes que causaba sensación. Tenía un hijo que se llamaba Paco, con alguna deficiencia mental. Pasaba casi todo el verano en Frailes, en casa de su abuela – Librada Tello- en la calle san Antonio. Paco iba y venía de la casa de su abuela a la Cueva, donde estaban sus tíos Mercedes y Amador. Era una persona inquieta, le gustaban mucho las mujeres y era muy gracioso.
Con Pedro Alcaide, David Tello y su mujer Encarna Bravo, alcalaína, pasé unos días brillantes en Algeciras, yo de soldado y ellos de viaje de luna de miel. Me llevaron a los mejores restaurantes, incluso a un cabaret, y me dejaron solo con una vedette, con la que se pusieron de acuerdo para que estuviera conmigo. Yo no sabía qué hacer, el caso es que aquella mujer cada vez se acercaba más a mí, me pedía que la invitara y yo le decía que sí, hasta que me dí cuenta que todo era una farsa y que lo había preparado Pedro Alcaide que iba por aquél local de vez en vez y conocía al personal. Pedro Alcaide, también, me abrió su casa, tenía el piso lleno de calcetines por todos lados. Él tenía un buen trabajo y se divertía mucho. Volví a verlo algunas veces por Algeciras, pero poco a poco se fueron acabando nuestras visitas. Alguna vez volvió a Frailes, con su buen coche y bien vestido, visitaba a su abuela y sus primos. Un día David Tello me dijo que su primo Pedro había muerto y me causó una gran impresión, porque había vivido muchos momentos con él y había sido generoso conmigo. Y recordé a su padre, el teniente coronel Matías Alcalde, que decían que tenía una gran casa en Ceuta y ayudó a muchos fraileros cuando iban hacer la ‘mili’ allí. Contaban que vivían muy bien y que tenían muchos bienes. Yo lo recuerdo con aquel gran Mercedes y su estela de teniente coronel en el Ejército Español. Cuando llegaba a Frailes toda la gente se le acercaba, porque no era muy corriente ver a un personaje tan importante. Y él se mostraba accesible y cordial: nos saludaba y nos preguntaba quién era nuestra familia, mientras aquel Mercedes seguía arrancado y dando muestras de alegría. 


Después de pasar en el cuartel de Algeciras unos tres meses, me interesó hacerme cabo primero, pero me equivoqué porque había que hacerlo en un cuartel grande de Sevilla y tenía que abandonar la tranquilidad de Algeciras. No sabía lo que me esperaba en la ciudad de la Giralda, pero pronto lo aprendí. Era un cuartel grande con muchos soldados y con los inconvenientes de poner orden entre tanta gente, es decir, que sin comerlo ni beberlo, me metí en la boca del lobo. Allí no aprendí casi nada, sólo que había más disciplina, más orden y control y más miedo para mí … como en el campamento de Muriano. Lo único bueno era que estaba en Sevilla y allí había muchos fraileros. Contacté con Miguel y David Tello, que vivían en una pensión en un barrio alejado del centro. Con ellos me iba cada fin de semana para olvidarme del cuartel, y esto lo repetía cada fin de semana durante tres meses que duró aquél curso de cabo primero.

Miguel y David me cuidaban y ellos pagaban los gastos de la pensión. Había otros fraileros como Antonio Pareja, el hijo del Guarda Rural, que tenía una casa en los Picachos. David le decía a Pareja ‘El Dios Grande’ porque era muy alto y fuerte. También estaba Antonio, el yerno de Orencio, que era de un cortijo cercano a Frailes. Todos ellos se portaron como hermanos conmigo. Me enseñaban Sevilla, me sacaban a ver el centro de la ciudad, me llevaban al cine… También aparecía por allí el Antoñino de Adelín, que hacía la ‘mili’ en el mismo Sevilla. Pedro Alcaide estudiaba en Sevilla no sé que carrera.

Estábamos todos en La Algaba, un pequeño pueblo de Sevilla adonde habían ido a parar, como ya queda dicho muchas veces, una gran mayoría de fraileros que trabajaban en la FASA-RENAUL. Casi como si estuviéramos en Frailes, parecía aquello. Vi a los hijos de Zacarías, el chófer del médico don Fermín; a Custodio el de la Pulía y a un hombre que le decían el Grillo, que llevaba mucho más tiempo allí y era hincha del Betis. Hablaba sin parar de este equipo de fútbol y tenía incluso el habla como los sevillanos. Era hermano de la Grilla, que tenía una casa en la calle san Antonio, y allí iba este hombre  muchos veranos. Creo que se llamaba Enrique y pasaba las tardes en la Cueva, jugando a las cartas y riendo sin parar, arropado por muchos fraileros que trabajaban con él.

Aquellos fraileros de la Algaba eran como los fraileros de Frailes, pero allí en Sevilla; conmigo se portaron todos muy bien, me ofrecieron sus casas y su comida … Dabas una voz en la calle y al instante llegaba una docena de fraileros. Pero aquellos fraileros se iban “sevillanizando”; bueno, algunos, y era normal porque, con el paso de los años, se van adquiriendo las costumbres. Allí estaba Mortadelo, el hijo de Amador y Mercedes, que habían regentado el bar La Cueva; allí se casó. Estaba mi amigo Antonio Amadeo y su hermano el Todi, que decía que militaba en el sindicato de Comisiones Obreras y contaba algunos episodios de su lucha con la empresa; el hijo de Misián, los hijos de Moré, Cadete, un barbero de la calle Mesones, pero este hombre me parece que trabajaba en una empresa de motocicletas. También Miguel Mingorance y su  hermano Pedro, este último, después fue trasladado a la fábrica de Valladolid. Estos dos hermanos eran vecinos de mis abuelos Camilo y Carmen, en la calle Corral, y siempre tuve una muy buena relación con ellos. Venían a ver a su padre Antonio a Frailes y después transformaron la casa familiar, haciéndose cada uno una vivienda. Recuerdo a su abuela Clemencia y a su tío Antonio, que se hizo cartero y fue destinado a Alcalá, en donde lo veía por el Llanillo repartiendo carta. Su padre Antonio Mingorance tenía un mulo y a veces trabajaba con los Pepillos, llevando la yunta. Lo veo como un hombre generoso y muy correcto, bajar por la cuesta hasta el Barrihondillo e ir a tomar un café al bar Nuevo y hablar con mi hermana Maripi. Esa costumbre la siguió su hijo Miguel y siempre que volvía de Sevilla, visitaba a mi hermana y nos contábamos nuestras vicisitudes. Él se interesaba por la política, como muchos otros fraileros-sevillanos y allí en la baranda del río de las Cuevas se juntaban cuando venían de vacaciones y le dábamos un repaso a la política frailera. Rafael Zafra el de Chapalete también fue de los primeros que se fue a la FASA-RENAULT y se casó con una hija de la Grilla. Hace unos años se jubiló y se estableció en una casa que  edificó en la Avenida de Andalucía. Es un colaborador del centro social y casi todos los días viene a por el periódico al Ayuntamiento para que lo puedan leer los usuarios del centro.             

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