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martes, 3 de enero de 2017

LA INFANCIA NUNCA SE ACABA


Desde aquella cueva se contemplaba el horizonte de Sotorredondo. La abuela Paz vivía en ella y tenía un mantón negro para cubrir su cuerpo y defenderse del frío. Desde lo alto se podía ver el río y los cerezos de Fermín Murcía y el estanque de Saturno, allí nos bañabámos de forma clandestina aunque a la luz del día. Parecíamos un pequeño ejército que deambulaba por aquellos terrenos, nos quitábamos la ropa y en un instante nos sumergíamos en las aguas sucias de aquella alberca; a veces llegaba gente extraña dando voces y salíamos corriendo con la ropa entre las manos y con la desnudez de nuestros cuerpos a cuestas. Llegábamos hasta el cortijo de los Barrancos, donde Liborio tenía otro estanque, de nuevo nos bañábamos en aquellas aguas sucias y marrones que se mezclaban con el barro.

Ibámos de un lado para otro, todo el día para nosotros, nos perdíamos en Frailes, en aquellos campos donde había cerezos, manzanos, peras y otras frutas. Cogíamos aquellos sencillos manjares cuando sentíamos hambre. Recorríamos el río desde la Zarredonda, por la parte de las Cuevas, por las Eras del Tejar, pasando por la parte que daba a las Eras del Mecedero. Saltábamos de un lado a otro, ligeros como canes a una velocidad endiablada, no le temíamos ni al frío ni al calor. Llegábamos a las eras del Mecedero y con una pelota de trapo y dos porterías hechas con dos piedras, montábamos un partido de fútbol casi eterno. Isidro driblaba a todos los que se encontraba, Belmontes paraba todos los balones, Miguel Tello era el mejor delantero y Rafa el de Caridad era el bravo defensa que no dejaba pasar a ningún delantero. 

En aquellos tiempos viviamos felices sin nada. El río llevaba agua en abundancia y en el invierno nuestra mejor distracción era colocarnos en las barandillas de la calle Cuevas para ver pasar el agua, las ríadas eran frecuentes y aquella agua turbia inundaba algunas casas, como la posá de la Rubia o el almacén del abono de la cooperativa san Antonio.

 En invierno nos subíamos al montón del orujo para calentarnos, emanaba un humo agradable que calentaba nuestras heladas manos. Incluso algún cagarrache era capaz de darnos un pedazo de pan tostado mojado completamente en aceite, era un manjar crujiente que nuestros cuerpos agradecían.
 

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