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miércoles, 5 de febrero de 2014

UNA ESTAFA COLECTIVA

Articulo del economista Rafael Martín en El País
Que la corrupción ocupe puesto de medalla en el pódium de problemas nacionales no solo significa que elevamos a categoría de común lo que debería ser una excepción, sino que evidencia el nivel de degradación social en el que seguimos inmersos. Coincidimos en los síntomas del diagnóstico, pero no acertamos con la terapia adecuada. ¿Por qué? Porque no disponemos de las instituciones adecuadas.
Analizando algunas de las reglas de la toma de decisiones públicas encontramos verdaderos agujeros negros donde se cuelan todo tipo de ilegalidades: ofertas de contratación falsas, licitaciones temerarias recuperadas a posteriori, inadecuada composición de órganos de decisión, priorización del interés político, decisiones urbanísticas sospechosas, privatización de servicios públicos, externalizaciones interesadas, puerta giratoria, incumplimiento sistemático de rendición de cuentas, alarmante déficit de auditorías, opacidad de datos públicos, doble contabilidad, facturas del cajón... Estas figuras instrumentales son estímulos para la tentación que acaban derivando en prácticas inadecuadas de los agentes decisores con el fin espurio de enriquecerse ilícitamente. La evidencia es incuestionable.
Debemos admitir que el poder es tan atractivo como adictivo, parece inagotable y ayuda a conseguir de forma indirecta e incontrolada lo que realmente anhelamos, el dinero. Pero tiene un componente psicológico adicional que otorga al cargo que lo ejerce el espejismo de una fuerza especial: aumenta la autoestima porque compensa frustraciones, convierte los deseos en órdenes, infunde sabiduría, otorga infalibilidad, y parece conferir una engañosa impunidad. Pero el poder, que suele ser insaciable, debe de estar limitado y contrapesado para que su ejercicio no sea autoritario y excesivo, y debe disponer de las reglas y controles adecuados para evitar estímulos en su abuso.
A diferencia de otras sociedades, hemos construido un espacio donde se han dado objetivamente las condiciones idóneas para que germinen dichos estímulos. Las noticias sobre incumplimientos legales, tráfico de influencias, normas elaboradas ad hoc, favoritismos, nepotismo, abusos de autoridad... no son más que los efectos de un proceso imparable de colonización política de las instituciones públicas que ha arraigado especialmente en Ayuntamientos y autonomías donde el clientelismo ha sustituido a la profesionalidad y donde el juego de poder entre partidos, sindicatos y algunas empresas ha traspasado con más frecuencia de la deseada los límites de la legalidad y la decencia.
El fraude y la corrupción no dejan de ser una estafa colectiva consentida donde unos pocos ganan y el resto siempre pierde. Sin pretender ser exhaustivo destacaré tres motivos que han contribuido a ello: la falta de control institucional, la falta de voluntad política en asumir y potenciar dichos controles y la indolencia social.
El diseño institucional que nos hemos otorgado no ofrece los estándares de calidad democrática de los países de nuestro entorno
El control institucional ha sido claramente insuficiente y condescendiente con estos comportamientos. De las recientes leyes sobre transparencia, racionalización y sostenibilidad de la Administración local falta comprobar que no sean normas lampedusianas. En un país cuyo lema es hecha la ley, hecha la trampa cualquier medida que aumente los controles será de agradecer aunque ofrezca resultados insatisfactorios. Sin embargo, convendría reflexionar si los ilícitos no castigados son un estímulo para su reincidencia, y analizar si la maraña de instituciones públicas que se dedican al control institucional (Defensores, Cámaras de Cuentas, Intervenciones, Inspecciones...) alcanzan la eficacia a la que aspiran los ciudadanos. Hay pocas cosas tan negativas y demoledoras para una democracia como la comisión de lícitos en su nombre.
La falta de voluntad política para asumir responsabilidades o potenciar los controles recae sobre organizaciones que se han desautorizado a sí mismas para proponer nada sensato y coherente a la sociedad que no sea una transformación radical de sus estructuras, acciones y propuestas. La sociedad aspira a la ejemplaridad de sus representantes, a que la actividad política profesional se someta a las mismas reglas de responsabilidad y exigencia que el resto de las profesiones y a que la inhabilitación para cargo público sea más habitual en la práctica judicial. Mantener la impunidad y las prerrogativas de los cargos públicos electos es un excelente estímulo para vivir de la política sin rendir cuentas y sin cumplir con su función de servicio público.
La indolencia de la sociedad española podríamos achacarla, como explica Ortega en La España invertebrada, al tipo de visigodos que nos invadió, o explicarla por la falta de asimilación de algunos de los principios que inspiran las sociedades avanzadas (Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, artículo 15: “La sociedad tiene derecho de pedir cuentas a todo agente público sobre su administración”). Existen innumerables argumentos que podrían explicar cómo hemos llegado hasta aquí; incluso podríamos dar la razón a quienes piensan que tenemos mucho carácter para lo artístico, algo para lo industrial y nada para lo político.
Acemoglu y Robinson explican en Por qué fracasan las naciones que son las diferencias en sus instituciones económicas y políticas las que llegan a definir el éxito y la riqueza de un país. Según esta teoría, podríamos afirmar que el diseño institucional que nos hemos otorgado no ofrece los estándares de calidad democrática de los países de nuestro entorno porque no somos exigentes con nuestros gobernantes; nos hemos configurado como una sociedad civil incapaz de exigir y reaccionar; y para cerrar el círculo, no parece que la justicia ejerza su poder equilibrador. Triste panorama.
Como diría Einstein, si la intención es buscar una solución, hagámoslo con sencillez y firmeza, y dejemos la elegancia para el sastre.
Rafael Martín es economista

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