Aquellos días,
cuando volvías, bajabas a verme y nos fundíamos en un abrazo; yo tenía que
auparme y tú encorvabas tu figura para que nuestras manos alcanzaran nuestros
hombros y comenzaba el ritual, contándome tus nuevas aventuras. Después, te
dabas una vuelta y saludabas a los demás.
Yo guardaba tus
paquetes y las cartas que el correo había traído en tu ausencia porque no podía
meterlo todo en el buzón de tu casa. Me relatabas casi todo lo que habías
hecho, las últimas novedades de tu vida. Después, a veces con tu forma de
hablar atropellada, decías: Santi, tomamos una cerveza en el Charro y hablamos
algo más.
Tus vueltas de tus
viajes siempre eran una fiesta, eran como una nueva visión por el mundo, te
veía venir por la calle Santa Lucia, con tus atuendos de verano o invierno.
¿Michael, esta vez donde has estado? Y comenzabas a contarme cosas que yo
imaginaba a mi manera.
Otras veces, cuando
estabas de viaje y paseaba hacia el Nacimiento, miraba la silueta de tu casa,
allá en el Calvario y rememoraba momentos contigo. En aquél patio empedrado por
el Zocatillo, miraba las calles de Frailes y la estampa del cementerio.
Recuerdo los trabajos y los días levantando aquella casa, por Manolo el Sereno
de arquitecto y unos pocos aprendices de albañil la terminaron, después le
pusieron una estrella de Navidad, mientras tu perro Chumberry sigue paseando
por allí y mirando la piscina en invierno.
Ahora, ando
inquieto estos últimos días, me dijeron que llegabas, de nuevo, e impaciente te
he esperado, trataré de tomar unas cervezas contigo, iremos a pasear por
aquellos caminos que me enseñaste desde donde se veían imágenes bonitas de
Frailes, volveré a leer ‘La fábrica de la luz’, y a que me cantes tu canción de
la tarantela porque siempre me haces reír.
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