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viernes, 3 de noviembre de 2017

EL NIÑO QUE NO SE ASUSTABA EN EL CEMENTERIO

Este pequeño relato lo leí el pasado día 1 de noviembre de 2017 en el cafe bar cultural Casablanca, junto a otras veinte personas que también expusieron sus cuentos, con el colectivo Aldonzas y Alonsos.

La luna estaba en su cenit y bordeaba el cerro de Las Carboneras; en la calle Cuevas contábamos cuentos un grupo íntimo de niños, que cada noche nos reuníamos en aquel lugar. Paco Belmontes era uno de ellos. Aquel muchacho, con apenas diez años, estaba curtido en el trabajo, pues se encargaba de guardar cabras y ovejas en un cortijo cerca de Cerezo Gordo y cada día sacaba al campo a más de cien animales.
Allí, estaba Antonio Cañete, Antonio Medina, Rafa el de Caridad y algún otro muchacho del barrio de Los Picachos. De pronto, alguien dijo qué quién era capaz de subir al cementerio, yo me volví hacía aquella voz y un escalofrío atravesó mi cuerpo de arriba abajo. Alguno de nosotros meneábamos la cabeza, como un signo de la duda que nos contagiaba. Solo Paco Belmontes parecía tranquilo y de pronto nos dijo ¿Cuánto me dais si voy al cementerio y me paseo por allí? Nos miramos los bolsillos y unas monedas sacamos entre todos. Belmontes no se lo pensó, por aquellas cuatro perras era capaz de introducirse en el camposanto, no por el dinero sino por la osadía de entrar a altas horas de la noche.
Yo cada vez tenía más miedo y me encontraba más nervioso; la noche cada vez era más oscura y las pocas luces que había por todo el barrio, no daban mucho de sí. A pesar de que mi madre me llamaba para subirnos a mi casa desde mi tienda, no me quería perder aquella aventura por la tierra de los muertos.
Desde el bar La Cueva, el camino del cementerio casi no se vislumbraba, no había ni una luz en todo el trayecto y andábamos por pura intuición. Aquella cuesta era bastante empinada y por todas partes veía sombras que me parecían sospechosas. Paco Belmontes no dudaba, no sé si tenía miedo pero el subía el camino sin rechistar y a buenas zancadas que pronto dieron el resultado y en pocos minutos estábamos en la puerta principal del cementerio de Frailes.
A pesar de mis miedos, pude llegar para ver si Belmontes era capaz de adentrarse en el interior. No sé cómo fue, pero en unos segundos, el pequeño cabrero estaba en lo alto de la pared de entrada del cementerio. Por la puerta de entrada, formada por unas barras de hierro, se podía vislumbrar algunas de las tumbas blancas; Belmontes se paseaba por aquella pared y su figura estaba en todo lo alto, yo seguía temblando pero Paco desapareció en un momento y no se veía por ningún lado. Unas voces finas pero claras salían de dentro del camposanto. El cielo había cambiado en un momento y un negro intenso lo tornó con presagios de peligro; un relámpago crujió en aquellos instantes y el trueno dejó a mis oídos sin aire, una lluvia intensa empezó a caer y me tuve que proteger en una especie de covacha que encontré; el agua salpicaba en mi cuerpo y pensaba en Belmontes que no daba señales de vida. Miré por las ventanas y los rayos iluminaban las tumbas blancas, mientras las gotas gordas de lluvia salpicaban el yeso blando de las humildes casetas; conseguí introducirme entre los hierros de la puerta del cementerio, con mi cuerpo y mis ropas empapados de agua de lluvia. Intenté buscar a mi amigo, pero no lo veía en aquella noche tan oscura, Iluminada solo por los relámpagos. Me atreví a pasar por la sala de autopsias y miré de reojo pero no me dio tiempo a observarla, me acordé de una vez que había allí un ahorcado. Miré a la derecha y vi el pequeño panteón de los Amandos, su estilo gótico me recordó a una catedral, seguía buscando a Belmontes pero parecía que se lo habían tragado las tumbas. Sentí resquebrajarse un ciprés y pensé que alguna alma en pena se estaba quejando, quizás fuese un hombre que vi enterrarlo al que le pusieron una arroba de vino en su tumba de tierra para que se lo bebiera mientras se le caían las uñas. Seguía mirando y buscando por aquellas tumba del cementerio por arriba y abajo pero seguía sin encontrar al pequeño cabrero. Allí, estaban las tumbas y nichos de muchas personas que conocía, pero nunca las había visto de noche, solo de día.
De pronto, y en medio de la tormenta, surgió Paco Belmontes y lo vi mientras un rayo iluminaba la pared más alta de aquel cementerio y en lo alto estaba, majestuoso, el pequeño Belmontes y alzaba sus manos y reía y reía como si hubiera triunfado entre los muertos y los vivos, la tormenta, la lluvia y todos los pecados de los hombres y mujeres de todo el mundo. Aquel muchacho lleno de trabajo, de orfandad, de pobreza, era el dueño de aquel cementerio e iba corriendo por las paredes del mismo. Corría y corría como si fuese un mágico atleta que votaba como si no hubiese ningún obstáculo para él.
Después, saltó desde aquella pared al suelo y en un instante bajó como si tal cosa. Belmontes, con su actitud, nos quitó el miedo que llevábamos todos dentro y el cementerio se convirtió en un lugar normal, un sitio donde podíamos ir a toda horas.

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