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viernes, 19 de junio de 2015

SER DE FRAILES. CAPITULO DOS

Yo nací un 16 de octubre de 1950, mi madre me dijo que mandó a mi padre y a mis hermanos fuera de la casa y se quedó sola aquél día, lo preparó todo y no se si alguna vecina estuvo presente. Ella calentó agua, dispuso todas las cosas y me tuvo con todas sus fuerzas en aquella vieja casa de la calle Horno, donde había ventanas con rajas y huecos por donde entraba el viento y el frío en aquellos largos y helados inviernos. Después, cuando todo hubo terminado, me presentó a mi padre. Esto me lo contaba mi madre en aquellas noches de invierno, cuando terminaba su trabajo en la tienda que teníamos en la calle Tejar; entonces subía la amplia cuesta, por el Barrihondillo, la calle Corral, con 3 ó 4 cajas vacías del pescado en sus manos para ponerlas en el fuego y alegrar nuestras vidas antes de acostarnos.
Allí crecí, en aquella casa con ventanas de madera y sin cristales, que chirriaban en los duros inviernos fraileros. Con los abuelos de Miguel Montes, la Gregoria, la Parda, Virtudes, la Fea y sus hijos, de vecinos, así como Margarita y Mil Hombres y la Dolores de Marianillo. Era como un pequeño recoveco donde vivíamos cinco o seis familias. Después la calle Horno se abría y allí estaba mi amigo Miguel Tello que tenía un palomar, con una casa mejor que la mía; Pepe el de Virtudes; David el hermano de Miguel Tello y en la plaza del Rector Mudarra me encontré un día con Paco Belmontes que iba a comer a casa del secretario del Ayuntamiento, don Sebastián. Un poco más abajo vivían mis abuelos maternos, Camilo y Carmen, que me acogían cuando mi madre se iba a la tienda. Al principio mi hermana Maripi era la que me cuidaba, me lavaba la cara, los pies, me peinaba y me dejaba listo para ir a la escuela de la Pollica o a la Nacional de don Antonio, en la esquina de la calle Huertos con el Barrihondillo. Pero mi Maripi se fue pronto a Francia, ya que un día se la llevó su novio y allí acabó, en el sur de la France, de donde tardó más de diez años en volver.
Mi padre tenía animales en el tinado de la casa, un burro con el que traía el pescado desde Alcalá cada día y lo vendía en la tienda; ovejas, cabras, conejos y algún cochino. La casa era tan destartalada que no había un lugar que me gustara, excepto  la cocina, que estaba bonica: cuadros de la época, una mesa de madera con un cajón en donde guardábamos los papeles. Al lado el dormitorio de mis padres, una pequeña estancia por la que se subía a las cámaras por unas escaleras que se limpiaban y untaban con turbios del aceite y siempre tenían un aspecto grasoso. Al subir había un pequeño cuarto con un pequeño ventanuco y, a continuación, una cámara con una troz, una cama de cordeles y un arca donde guardábamos la poca ropa que teníamos. Subías un par de escaleras y te encontrabas con otra habitación en donde dormía mi hermano Antonio.
A mí me gustaba bajar a la tienda que teníamos alquilada a Manolín, en la calle Tejar; allí vendíamos de todo, principalmente pescado, verduras y unas grandes panojas de plátanos que pendían de una cuerda que yo aprovechaba para subirme a una caja y -en un suspiro- tomar un plátano, mientras mi padre me regañaba porque eran muy caros.
Virtudes era la mayor de mis vecinas y tenía un hijo con demencia. Ella era la mejor de mis vecinas, y me iba con ella a calentarme en su mesa-camilla; estaba pendiente hasta que llegaba mi madre. Era una mujer que estaba siempre al cuidado de sus hijos, aunque ya estaban casados. Pero sobre todo cuidaba a su hijo Rafalillo que, a causa de su mal, tenía que estar en una habitación cerrada para que no se escapara. Yo lo veía por una rendija cuando se abría la puerta y lo recuerdo con la barba fuerte y cerrada. Alguna semana venía Antonio Vallecillos a afeitarlo y cortarle el pelo y se metía en aquella habitación, y yo pensaba que podía pasar algo. Le tenía miedo a Rafalillo. Pero decían que lo mejor es que estuviera encerrado, porque alguna vez se escapó y tardaron varios días en encontrarlo. Bien cuidado por su madre, encerrado estaba mejor.
Tenía mi pequeño mundo en el barrio, que se adentraba en la calle Corral, en la plaza del Rector Mudarra, por el Nacimiento y por las Huertas hasta la iglesia. Por abajo llegaba hasta la calle Cuevas, donde estaba el centro del pueblo.
La plaza del Rector Mudarra estaba formada por casas de más categoría, ya que sus vecinos representaban las fuerzas vivas del pueblo, es decir, los ricos, los vencedores. Allí estaba don Sebastián, secretario del Ayuntamiento, que salía a la calle siempre acompañado de su sobrina Emilia y se dirigían a la Casa Consistorial por la mañana. Su mujer era para todos doña Pepa. A él lo recuerdo con su gabardina gris … y siempre serio. Creo que pocas veces entré a la casa. Enfrente estaba la casa de doña Amadora, con su hija Merceditas y su yerno Saturno que también trabajaba en el Ayuntamiento. A veces pude visitar el cuarto de estar de aquella mujer en donde se sentía el confort, con una mesa-camilla que desprendía calor y alrededor de la cual se sentaban las mujeres. Doña Amadora, cuando iba a su casa me preguntaba de quién era, y yo le contestaba que de María la Betuna. Yo iba buscando a Miguelín Tello, su sobrino, al que le tenía un apego especial. Él era mi ídolo y yo me consideraba su lugarteniente e intentaba hacer alardes de valentía para que me estimara. Él era bueno en casi todo, vestía bien, jugaba al fútbol, era valiente y -además- tenía éxito con las niñas. En un extremo de la plaza vivía Tiburcio, el encargado de hacer el escrutinio del servicio de correos que luego repartía su yerno Pepe, junto con su hermano Paco.
Pepe tenía una tienda en la que vendía artículos de muchas clases, ferretería, y sobre todo el estanco, surtido de todo tipo de cigarros, negros, rubios y puros. En el otro extremo vivía Maravilla que tenía dos hijas. Una de ellas, Encarnita, fue la primera alcaldesa en la etapa democrática. A su padre fue a la primera persona muerta que vi. Yo era un niño y aquél día me metí entre la gente y no paré hasta que llegué a donde estaba el difunto. Su cara se me quedó grabada hasta tal punto que estuve soñando varios días con aquella cara, de tal manera que lo pasé mal. También fui al cementerio y alguno en broma decía que le iban a poner unas arrobas de vino en la tumba para que se las bebiera.
También vivía en la plaza un tal Sánchez, hombre que se dedicaba a ser tratante de ganado. Allí vivía con sus dos hijas, en una casa con un buen huerto. Aún lo recuerdo con su gancha yendo al casino después de comer. La casa que había justo donde empieza la calle Nacimiento era de Vallecillos, a quien recuerdo con una pelliza y -a veces- con una escopeta y un pájaro de perdiz para ir a la caza de reclamo. Tenía un hijo que se llamaba Miguel y una hija María. Miguel era de gran estatura y casi siempre estaba sentado en las escalerillas que subían a su casa. Junto al estanco vivía Merceditas, viuda, y su hija Gabriela, que llegó a ser maestra de escuela.
Algunos de los habitantes de la plaza era gente “de posibles”, con buenas casas, propietarios de fincas, y muchos tenían una o un par de mozas y gente que trabajaba con ellos, al menos en épocas determinadas como en la recolección de aceituna. En medio de la plaza estaba la fuente, con un gran caño y una pila hecha de cemento. Era el centro de Frailes, allí llenábamos los grandes cántaros de agua y los llevábamos hasta las casas, los depositábamos en las cantareras y así nos abastecíamos para todo: lavarnos, guisar, para los animales y para limpiar. Por eso los paseos hasta la fuente eran frecuentes, sobre todo las mujeres. que iban mucho a por agua y de paso hablaban con el novio o con la persona que le gustaba. La fuente era un lugar de contacto y reunión, los niños jugábamos en ella y junto a ella, nos echábamos guerras de agua y acostumbrábamos a meternos dentro, hasta tal punto que yo caí a la pila un montón de veces y fui llorando a mi casa, chorreando pero, sobre todo, con miedo a lo que me pudiera decir mi madre. Éramos despiadados entre nosotros pues, cuando la tomábamos con alguno, no parábamos hasta que lo dejábamos bien empapado. 
Lo que más me gustaba era corretear por las huertas con mis amigos: Miguelín Tello, Pepe Álvarez, Paco Belmontes, Paco el del Potro y algún otro. La huerta de Merceditas, la de Liborio, la de don Antonio estaban allí, eran nuestras, no había más que subirse a una pared y acceder a las decenas de manzanos, perales, cerezos, campos de trigo, hortalizas, que podíamos coger y llevarlas a nuestras bocas. El agua corría por aquellas acequias. También había una gran noguera -enorme-  en una esquina, en donde decían que se había ahorcado el Señorico, y señalaban la rama donde había sido, donde hoy está la casa de Plácido junto al bar el Charro. Paco Belmontes la dominaba, se pasaba de una rama a otra con una habilidad asombrosa, no tenía miedo, era la persona más valiente que conocí en aquella etapa infantil. No recuerdo bien cuando fue, pero lo más verosímil sería cuando iba a comer a casa de don Sebastián el Secretario, que para hacer una obra de caridad le daba de comer a un niño pobre. Eligió a Paco Belmontes porque formaba una familia especialmente necesitada: una madre viuda y sola, con varios hijos pequeños.
Paco Belmontes llegó a formar parte de mi vida, al principio vivía en una pequeña casa de lo que ahora es la calle Carboneras. Los de la calle Cuevas y los fraileros le decían Triana, porque allí vivían la mayoría de los gitanos del pueblo. La casa tenía dos habitaciones, una arriba y otra abajo. Carmela, la madre de Belmontes, vivía allí con sus cuatro hijos. Carmela era una buena persona, sus manos estaban casi blancas de tanto lavar ropa a unos y a otros. Era una que se ganaba el pan trabajando en casa de los señoricos y así trataba de sacar a su familia adelante, porque a su marido lo medio mataron de las palizas que le dieron. Es cierto que le daban palizas a cada instante, pero nunca se supieron las causas ni los porqués.
Paco era despierto, trabajador, valiente, intrépido. Era capaz de ir a cualquier sitio. De noche se apostaba con cualquiera ir al cementerio y andar por sus paredes, mientras yo me moría de susto nada más pensarlo. Belmontes comenzó pronto a trabajar, primero guardando ganado en un cortijo que estaba una vez pasado Cerezo Gordo. Allí esparcieron sus cenizas cuando falleció, por donde ahora están los llamados ‘Bulanicos’, en plena Sierra del Trigo. Un niño tan pequeño guardando cabras todo el día, buscando el ganado que se le perdía. Era lo que se conocía como ‘los mantenidos’, un contrato de palabra por el que niños pequeños se comprometían a guardar cabras  hasta que cumplían catorce o quince años. O se guardaban cochinos u ovejas a cambio de la comida y el cobijo que le daba el dueño, generalmente en el pajar.
Cada dos semanas o cada mes, bajaban al pueblo a cambiarse de ropa. Paco Belmontes me lo contó en una carta que me mandó de Madrid y después lo escribió en su blog pero no lo pudo terminar porque le llegó la muerte inesperada. Me decía que para que no lo viera la gente, de lo sucio que se sentía, llegaba a su casa de noche, tocaba a la puerta y entraba corriendo para lavarse, porque era muy limpio y no quería que lo viera nadie sucio. Se ponía otra ropa y, a la mañana temprano, de nuevo subía andando al cortijo. No sé los años que estuvo haciendo eso, pero salió de aquello y se volvió a Frailes y comenzó a trabajar con los albañiles, cargando sacos de cemento y  haciendo mezcla. Tenía una fuerza bestial y trabajaba como un negro, siempre pensando en ayudar a su madre y a sus hermanas. Era un gran futbolista, el mejor de los porteros que tuvimos en varios años, cuando jugábamos en las Eras del Mecedero. Se tiraba a la pelota como fuera, lloviendo, con barro, con piedras. Después, hizo un curso de electricista en Jaén, a través de un organismo que se llamaba ‘Escuelas Aceleradas’. Unos estudios de formación en los que le ayudó Manolo el Sereno y él los aprovechó y sacó su título que le sirvió para encontrar trabajo. En un principio marchó a Bilbao a una empresa pero –posteriormente- ‘Dragados y Construcciones’ lo contrató y se convirtió en un especialista de mantenimiento de grúas y otras máquinas. Viajó con su empresa por muchos países como Argelia, Venezuela, Irán, y por toda España. Se convirtió en una persona imprescindible que era requerido por los técnicos importantes para realizar cualquier obra en cualquier parte del mundo. Antes de todo esto, fue al servicio militar y resultó un paracaidista guapo con su uniforme y con su gorra ‘paraca’. Era lo que le iba a él, tirarse una y otra vez de un avión en marcha, hacer más de 80 saltos y conseguir ser importante.
Él consiguió llevarse a su madre y hermanas de Frailes y se instalaron en Madrid, pero volvía a Frailes en cuanto podía, ya que su ser frailero estaba siempre presente. Unas veces venía solo y otras con su mujer Encarna. Quería comprarse una casa en Frailes y pasar aquí una temporada al año pero, cuando se iba a jubilar, una enfermedad cruel se lo llevó para siempre.
Pasé con él mucho tiempo. Era un hombre generoso y bueno, que ayudaba a los demás y compartía con los demás todo lo que tenía. En los últimos años de su vida, conectó con un grupo de fraileros que le dieron su amistad cuando volvió a Frailes con ellos para disfrutar de su gente y de su tiempo. Yo lo considero un frailero de pro, un hombre importante, un señor con todas las de ley, persona entrañable y digna de ser celebrada por los fraileros y que su nombre figure en nuestro callejero o en nuestras mentes. En la mía seguirá presente en aquél piso que tenía en la Avenida de Extremadura de Madrid o en aquella casa grande que se compró por la carretera de Valencia, en las Rozas, en donde Encarna le hacía un buen asado, al tiempo que seguía acordándose de Frailes, de los fraileros, de las cabras que guardaba y de aquellas paradas que les hacía a los delanteros de los equipos de fútbol de toda la comarca.
Esto es lo que escribí en mi blog el día en que falleció, 18.05.2012: ‘Querido Paco no me quería enterar de tu enfermedad, no quería saber que estabas enfermo para seguir recordándote como siempre te he visto. Ahora memorizo nuestras vidas y siempre he estado unido a ti. Ahora recorro el río de las Cuevas y paso a tu casa de Triana, aquella casilla que con tanto amor, tu madre y tus hermanas conservaban. Y veo aquellos partidos de fútbol en las eras del Mecedero, en los que me sentía tan seguro porque siempre eras un gran cancerbero. Memorizo otro partido en Charilla, junto a una empresa de yeso y ladrillos y tú te tirabas a por todos los balones en un terreno lleno de piedras para, después, tener que curarte tus heridas.
Ahora te imagino como cuando venias de guardar las ovejas y las cabras y no querías que nadie te viera hasta que te lavaras porque -eso sí- presumido sí que eras … y lo sigues siendo. Yo entraba en tu casa cuando me enteraba que estabas allí y me contabas todo lo que te había pasado, después me sentía orgulloso de tener un amigo tan valiente y que me defendía de mis miedos. Ahora te miro, elegante, con aquella chaqueta azul que te compraste para ir a buscar tu primera novia, a Alcalá la Real, pero aquel idilio no resultó muy bien. Tú que eres todo amor, que siempre diste lo que tenías.
Y ahora, doy paseos por las huertas, por la plaza adonde ibas a comer, casa del secretario del Ayuntamiento, miro las hojas apiladas de aquella noguera y te asustándome al meterte entre todas aquellas hojas. Y es que parecías un fantasma. Te sigo viendo en las paredes del cementerio, diciendo que no tenías miedo de nada y yo salía corriendo, porque no me atrevía a mirar al otro lado del camposanto.
Y aquellos días de la mili, que venías orgulloso de ser paracaidista, cuando me contabas todas tus hazañas y yo me vanagloriaba de tener un amigo como tú.
Siempre te he llevado en mi corazón y aún guardo tus cartas desde Venezuela, cuando me decías que aquello era un paraíso; o desde Irak cuando te hiciste amigo de los trabajadores y te respetaban, aunque tú decías que era porque el color de ellos y el tuyo era parecido. Me contabas tus recepciones en la embajada de España y te imaginaba vestido de gala. Me acuerdo de tus viajes, de tu amor por Encarna, cuando fui a Madrid a buscar trabajo y ella, incluso me limpió los zapatos, aquellos zapatos que  nadie me había limpiado nunca. Y encima me regalaste un traje azul, precioso, para ir a la entrevista pero –aunque no me gustó Madrid- siempre te recuerdo en aquellos días que pasé con vosotros. Y conocí a Ana y a David, y también visité tu bonita casa en Vacíamadrid, y dormí en aquella habitación con Dolores y mi hija, y visitamos muchos lugares.
Y después, te sigo pensando desde Frailes, imagino a Encarna, David y Ana muchos días, y pienso que has sido un hombre cariñoso, importante, generoso, trabajador y todo lo que se pueda decir. Y recuerdo a tu madre, a tus hermanas porque forman parte de mi vida, de aquellos maravillosos años que pasamos en Frailes cuando tú volvías, y nos veíamos y charlábamos, a pesar de que casi nunca querías venir a mi casa porque, además de que siempre has sido un hombre independiente, no querías “molestar” a los demás. Y te veo en la calle Cuevas, en la romería de la Hoya del Salogral, con el brazo echado en el hombro de Encarna, esa mujer tan grande que te siguió durante toda tu vida de pareja. Ahora, te mando un abrazo, y me fundo contigo y con los tuyos, que somos muchos. Por eso nunca morirás para mi, ni para Francis, Toñi, y todos los fraileros que te  han conocido, porque eres inmortal, porque nunca dejaré de verte y soñarte’.
Te escribí más cosas en mi blog. Por ejemplo en el día que esparcimos tus cenizas en el Paredón: ‘Aquél día Paco Belmontes voló, tomó su caballo y con el empuje de David tomó el camino de la verdad y la vida y se quedó por estos ríos, como a él le gustaba, pero con ese caballo puede ir de aquí a Madrid y viceversa y por el cielo ver el cortijo donde trabajó de pequeño, ver a Carmela y comprobar cómo tenía aquellos dedos de trabajar, visitar a Encarna cada noche y darle ánimos y vagar, vagar, vagar … y dar rienda suelta a su imaginación.
Aquél día Paco Belmontes nos dejó un halo de esperanza y de generosidad, como siempre, como un caballero de la vida que la vivió intensamente, y buscó caminos de piedras, y caminó por ellos, y siempre tendrá verdaderos amigos verdaderos….y su recuerdo estará presente en nosotros.
Aquél pequeño porquero y cabrero al que se le perdían los animales y que vagaba y vagaba por la Sierra del Trigo, aquél hombre que viajó a Turquía, Venezuela, Irán o Argelia, está presente en estos días de verano y mi mente se va tras él y recuerdo su recuerdo e iré a buscarle por esos caminos que transitaba, ya en los montes de Valdepeñas, de Noalejo o de Frailes, y tomaremos un vaso de vino con algo rico, de eso que sabe hacer Encarna’.

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