Yo nací un 16 de octubre de 1950, mi madre me
dijo que mandó a mi padre y a mis hermanos fuera de la casa y se quedó sola
aquél día, lo preparó todo y no se si alguna vecina estuvo presente. Ella
calentó agua, dispuso todas las cosas y me tuvo con todas sus fuerzas en
aquella vieja casa de la calle Horno, donde había ventanas con rajas y huecos
por donde entraba el viento y el frío en aquellos largos y helados inviernos.
Después, cuando todo hubo terminado, me presentó a mi padre. Esto me lo contaba
mi madre en aquellas noches de invierno, cuando terminaba su trabajo en la tienda
que teníamos en la calle Tejar; entonces subía la amplia cuesta, por el
Barrihondillo, la calle Corral, con 3 ó 4 cajas vacías del pescado en sus manos
para ponerlas en el fuego y alegrar nuestras vidas antes de acostarnos.
Allí crecí, en aquella casa con ventanas de
madera y sin cristales, que chirriaban en los duros inviernos fraileros. Con
los abuelos de Miguel Montes, la Gregoria, la Parda, Virtudes, la Fea y sus
hijos, de vecinos, así como Margarita y Mil Hombres y la Dolores de Marianillo.
Era como un pequeño recoveco donde vivíamos cinco o seis familias. Después la
calle Horno se abría y allí estaba mi amigo Miguel Tello que tenía un palomar,
con una casa mejor que la mía; Pepe el de Virtudes; David el hermano de Miguel
Tello y en la plaza del Rector Mudarra me encontré un día con Paco Belmontes
que iba a comer a casa del secretario del Ayuntamiento, don Sebastián. Un poco
más abajo vivían mis abuelos maternos, Camilo y Carmen, que me acogían cuando
mi madre se iba a la tienda. Al principio mi hermana Maripi era la que me
cuidaba, me lavaba la cara, los pies, me peinaba y me dejaba listo para ir a la
escuela de la Pollica o a la Nacional de don Antonio, en la esquina de la calle
Huertos con el Barrihondillo. Pero mi Maripi se fue pronto a Francia, ya
que un día se la llevó su novio y allí acabó, en el sur de la France, de donde
tardó más de diez años en volver.
Mi padre tenía animales en el tinado de la
casa, un burro con el que traía el pescado desde Alcalá cada día y lo vendía en
la tienda; ovejas, cabras, conejos y algún cochino. La casa era tan
destartalada que no había un lugar que me gustara, excepto la cocina, que estaba bonica: cuadros de la
época, una mesa de madera con un cajón en donde guardábamos los papeles. Al
lado el dormitorio de mis padres, una pequeña estancia por la que se subía a
las cámaras por unas escaleras que se limpiaban y untaban con turbios del
aceite y siempre tenían un aspecto grasoso. Al subir había un pequeño cuarto
con un pequeño ventanuco y, a continuación, una cámara con una troz, una cama
de cordeles y un arca donde guardábamos la poca ropa que teníamos. Subías un
par de escaleras y te encontrabas con otra habitación en donde dormía mi
hermano Antonio.
A mí me gustaba bajar a la tienda que
teníamos alquilada a Manolín, en la calle Tejar; allí vendíamos de todo,
principalmente pescado, verduras y unas grandes panojas de plátanos que pendían
de una cuerda que yo aprovechaba para subirme a una caja y -en un suspiro-
tomar un plátano, mientras mi padre me regañaba porque eran muy caros.
Virtudes era la mayor de mis vecinas y tenía
un hijo con demencia. Ella era la mejor de mis vecinas, y me iba con ella a
calentarme en su mesa-camilla; estaba pendiente hasta que llegaba mi
madre. Era una mujer que estaba siempre al cuidado de sus hijos, aunque ya
estaban casados. Pero sobre todo cuidaba a su hijo Rafalillo que, a causa de su
mal, tenía que estar en una habitación cerrada para que no se escapara. Yo lo
veía por una rendija cuando se abría la puerta y lo recuerdo con la barba
fuerte y cerrada. Alguna semana venía Antonio Vallecillos a afeitarlo y
cortarle el pelo y se metía en aquella habitación, y yo pensaba que podía pasar
algo. Le tenía miedo a Rafalillo. Pero decían que lo mejor es que estuviera
encerrado, porque alguna vez se escapó y tardaron varios días en encontrarlo.
Bien cuidado por su madre, encerrado estaba mejor.
Tenía mi pequeño mundo en el barrio, que se
adentraba en la calle Corral, en la plaza del Rector Mudarra, por el Nacimiento
y por las Huertas hasta la iglesia. Por abajo llegaba hasta la calle Cuevas,
donde estaba el centro del pueblo.
La plaza del Rector Mudarra estaba formada
por casas de más categoría, ya que sus vecinos representaban las fuerzas vivas
del pueblo, es decir, los ricos, los vencedores. Allí estaba don Sebastián,
secretario del Ayuntamiento, que salía a la calle siempre acompañado de su
sobrina Emilia y se dirigían a la Casa Consistorial por la mañana. Su mujer era
para todos doña Pepa. A él lo recuerdo con su gabardina gris … y siempre serio.
Creo que pocas veces entré a la casa. Enfrente estaba la casa de doña Amadora,
con su hija Merceditas y su yerno Saturno que también trabajaba en el
Ayuntamiento. A veces pude visitar el cuarto de estar de aquella mujer en donde
se sentía el confort, con una mesa-camilla que desprendía calor y alrededor de
la cual se sentaban las mujeres. Doña Amadora, cuando iba a su casa me
preguntaba de quién era, y yo le contestaba que de María la Betuna. Yo iba
buscando a Miguelín Tello, su sobrino, al que le tenía un apego especial. Él
era mi ídolo y yo me consideraba su lugarteniente e intentaba hacer alardes de
valentía para que me estimara. Él era bueno en casi todo, vestía bien, jugaba
al fútbol, era valiente y -además- tenía éxito con las niñas. En un extremo de
la plaza vivía Tiburcio, el encargado de hacer el escrutinio del servicio de
correos que luego repartía su yerno Pepe, junto con su hermano Paco.
Pepe tenía una tienda en la que vendía
artículos de muchas clases, ferretería, y sobre todo el estanco, surtido de
todo tipo de cigarros, negros, rubios y puros. En el otro extremo vivía
Maravilla que tenía dos hijas. Una de ellas, Encarnita, fue la primera
alcaldesa en la etapa democrática. A su padre fue a la primera persona muerta
que vi. Yo era un niño y aquél día me metí entre la gente y no paré hasta que
llegué a donde estaba el difunto. Su cara se me quedó grabada hasta tal punto
que estuve soñando varios días con aquella cara, de tal manera que lo pasé mal.
También fui al cementerio y alguno en broma decía que le iban a poner unas
arrobas de vino en la tumba para que se las bebiera.
También vivía en la plaza un tal Sánchez,
hombre que se dedicaba a ser tratante de ganado. Allí vivía con sus dos hijas,
en una casa con un buen huerto. Aún lo recuerdo con su gancha yendo al casino
después de comer. La casa que había justo donde empieza la calle Nacimiento era
de Vallecillos, a quien recuerdo con una pelliza y -a veces- con una escopeta y
un pájaro de perdiz para ir a la caza de reclamo. Tenía un hijo que se llamaba
Miguel y una hija María. Miguel era de gran estatura y casi siempre estaba
sentado en las escalerillas que subían a su casa. Junto al estanco vivía
Merceditas, viuda, y su hija Gabriela, que llegó a ser maestra de escuela.
Algunos de los habitantes de la plaza era
gente “de posibles”, con buenas casas, propietarios de fincas, y muchos tenían
una o un par de mozas y gente que trabajaba con ellos, al menos en épocas
determinadas como en la recolección de aceituna. En medio de la plaza estaba la
fuente, con un gran caño y una pila hecha de cemento. Era el centro de Frailes,
allí llenábamos los grandes cántaros de agua y los llevábamos hasta las casas,
los depositábamos en las cantareras y así nos abastecíamos para todo: lavarnos,
guisar, para los animales y para limpiar. Por eso los paseos hasta la fuente
eran frecuentes, sobre todo las mujeres. que iban mucho a por agua y de paso
hablaban con el novio o con la persona que le gustaba. La fuente era un lugar
de contacto y reunión, los niños jugábamos en ella y junto a ella, nos
echábamos guerras de agua y acostumbrábamos a meternos dentro, hasta tal punto
que yo caí a la pila un montón de veces y fui llorando a mi casa, chorreando
pero, sobre todo, con miedo a lo que me pudiera decir mi madre. Éramos despiadados
entre nosotros pues, cuando la tomábamos con alguno, no parábamos hasta que lo
dejábamos bien empapado.
Lo que más me gustaba era corretear por las
huertas con mis amigos: Miguelín Tello, Pepe Álvarez, Paco Belmontes, Paco el
del Potro y algún otro. La huerta de Merceditas, la de Liborio, la de don
Antonio estaban allí, eran nuestras, no había más que subirse a una pared y
acceder a las decenas de manzanos, perales, cerezos, campos de trigo,
hortalizas, que podíamos coger y llevarlas a nuestras bocas. El agua corría por
aquellas acequias. También había una gran noguera -enorme- en una esquina, en donde decían que se había
ahorcado el Señorico, y señalaban la rama donde había sido, donde hoy está la
casa de Plácido junto al bar el Charro. Paco Belmontes la dominaba, se pasaba
de una rama a otra con una habilidad asombrosa, no tenía miedo, era la persona
más valiente que conocí en aquella etapa infantil. No recuerdo bien cuando fue,
pero lo más verosímil sería cuando iba a comer a casa de don Sebastián el
Secretario, que para hacer una obra de caridad le daba de comer a un niño
pobre. Eligió a Paco Belmontes porque formaba una familia especialmente necesitada:
una madre viuda y sola, con varios hijos pequeños.
Paco Belmontes llegó a formar parte de mi
vida, al principio vivía en una pequeña casa de lo que ahora es la calle
Carboneras. Los de la calle Cuevas y los fraileros le decían Triana, porque
allí vivían la mayoría de los gitanos del pueblo. La casa tenía dos
habitaciones, una arriba y otra abajo. Carmela, la madre de Belmontes, vivía
allí con sus cuatro hijos. Carmela era una buena persona, sus manos estaban
casi blancas de tanto lavar ropa a unos y a otros. Era una que se ganaba el pan
trabajando en casa de los señoricos y así trataba de sacar a su familia
adelante, porque a su marido lo medio mataron de las palizas que le dieron. Es
cierto que le daban palizas a cada instante, pero nunca se supieron las causas
ni los porqués.
Paco era despierto, trabajador, valiente,
intrépido. Era capaz de ir a cualquier sitio. De noche se apostaba con
cualquiera ir al cementerio y andar por sus paredes, mientras yo me moría de
susto nada más pensarlo. Belmontes comenzó pronto a trabajar, primero guardando
ganado en un cortijo que estaba una vez pasado Cerezo Gordo. Allí esparcieron
sus cenizas cuando falleció, por donde ahora están los llamados ‘Bulanicos’, en
plena Sierra del Trigo. Un niño tan pequeño guardando cabras todo el día,
buscando el ganado que se le perdía. Era lo que se conocía como ‘los mantenidos’,
un contrato de palabra por el que niños pequeños se comprometían a guardar
cabras hasta que cumplían catorce o
quince años. O se guardaban cochinos u ovejas a cambio de la comida y el cobijo
que le daba el dueño, generalmente en el pajar.
Cada dos semanas o cada mes, bajaban al
pueblo a cambiarse de ropa. Paco Belmontes me lo contó en una carta que me
mandó de Madrid y después lo escribió en su blog pero no lo pudo terminar
porque le llegó la muerte inesperada. Me decía que para que no lo viera la gente,
de lo sucio que se sentía, llegaba a su casa de noche, tocaba a la puerta y
entraba corriendo para lavarse, porque era muy limpio y no quería que lo viera
nadie sucio. Se ponía otra ropa y, a la mañana temprano, de nuevo subía andando
al cortijo. No sé los años que estuvo haciendo eso, pero salió de aquello y se
volvió a Frailes y comenzó a trabajar con los albañiles, cargando sacos de
cemento y haciendo mezcla. Tenía una
fuerza bestial y trabajaba como un negro, siempre pensando en ayudar a su madre
y a sus hermanas. Era un gran futbolista, el mejor de los porteros que tuvimos
en varios años, cuando jugábamos en las Eras del Mecedero. Se tiraba a la
pelota como fuera, lloviendo, con barro, con piedras. Después, hizo un curso de
electricista en Jaén, a través de un organismo que se llamaba ‘Escuelas
Aceleradas’. Unos estudios de formación en los que le ayudó Manolo el Sereno y
él los aprovechó y sacó su título que le sirvió para encontrar trabajo. En un
principio marchó a Bilbao a una empresa pero –posteriormente- ‘Dragados y
Construcciones’ lo contrató y se convirtió en un especialista de mantenimiento
de grúas y otras máquinas. Viajó con su empresa por muchos países como Argelia,
Venezuela, Irán, y por toda España. Se convirtió en una persona imprescindible
que era requerido por los técnicos importantes para realizar cualquier obra en
cualquier parte del mundo. Antes de todo esto, fue al servicio militar y
resultó un paracaidista guapo con su uniforme y con su gorra ‘paraca’. Era lo
que le iba a él, tirarse una y otra vez de un avión en marcha, hacer más de 80
saltos y conseguir ser importante.
Él consiguió llevarse a su madre y hermanas
de Frailes y se instalaron en Madrid, pero volvía a Frailes en cuanto podía, ya
que su ser frailero estaba siempre presente. Unas veces venía solo y otras con
su mujer Encarna. Quería comprarse una casa en Frailes y pasar aquí una
temporada al año pero, cuando se iba a jubilar, una enfermedad cruel se lo
llevó para siempre.
Pasé con él mucho tiempo. Era un hombre
generoso y bueno, que ayudaba a los demás y compartía con los demás todo lo que
tenía. En los últimos años de su vida, conectó con un grupo de fraileros que le
dieron su amistad cuando volvió a Frailes con ellos para disfrutar de su gente
y de su tiempo. Yo lo considero un frailero de pro, un hombre importante, un
señor con todas las de ley, persona entrañable y digna de ser celebrada por los
fraileros y que su nombre figure en nuestro callejero o en nuestras mentes. En
la mía seguirá presente en aquél piso que tenía en la Avenida de Extremadura de
Madrid o en aquella casa grande que se compró por la carretera de Valencia, en
las Rozas, en donde Encarna le hacía un buen asado, al tiempo que seguía
acordándose de Frailes, de los fraileros, de las cabras que guardaba y de
aquellas paradas que les hacía a los delanteros de los equipos de fútbol de
toda la comarca.
Esto es lo que escribí en mi blog el día en
que falleció, 18.05.2012: ‘Querido Paco no me quería enterar de tu enfermedad,
no quería saber que estabas enfermo para seguir recordándote como siempre te he
visto. Ahora memorizo nuestras vidas y siempre he estado unido a ti. Ahora
recorro el río de las Cuevas y paso a tu casa de Triana, aquella casilla que
con tanto amor, tu madre y tus hermanas conservaban. Y veo aquellos partidos de
fútbol en las eras del Mecedero, en los que me sentía tan seguro porque siempre
eras un gran cancerbero. Memorizo otro partido en Charilla, junto a una empresa
de yeso y ladrillos y tú te tirabas a por todos los balones en un terreno lleno
de piedras para, después, tener que curarte tus heridas.
Ahora te imagino como cuando venias de
guardar las ovejas y las cabras y no querías que nadie te viera hasta que te
lavaras porque -eso sí- presumido sí que eras … y lo sigues siendo. Yo entraba
en tu casa cuando me enteraba que estabas allí y me contabas todo lo que te
había pasado, después me sentía orgulloso de tener un amigo tan valiente y que
me defendía de mis miedos. Ahora te miro, elegante, con aquella chaqueta azul
que te compraste para ir a buscar tu primera novia, a Alcalá la Real, pero
aquel idilio no resultó muy bien. Tú que eres todo amor, que siempre diste lo
que tenías.
Y ahora, doy paseos por las huertas, por la
plaza adonde ibas a comer, casa del secretario del Ayuntamiento, miro las hojas
apiladas de aquella noguera y te asustándome al meterte entre todas aquellas
hojas. Y es que parecías un fantasma. Te sigo viendo en las paredes del
cementerio, diciendo que no tenías miedo de nada y yo salía corriendo, porque
no me atrevía a mirar al otro lado del camposanto.
Y aquellos días de la mili, que venías
orgulloso de ser paracaidista, cuando me contabas todas tus hazañas y yo me
vanagloriaba de tener un amigo como tú.
Siempre te he llevado en mi corazón y aún
guardo tus cartas desde Venezuela, cuando me decías que aquello era un paraíso;
o desde Irak cuando te hiciste amigo de los trabajadores y te respetaban,
aunque tú decías que era porque el color de ellos y el tuyo era parecido. Me
contabas tus recepciones en la embajada de España y te imaginaba vestido
de gala. Me acuerdo de tus viajes, de tu amor por Encarna, cuando fui a Madrid
a buscar trabajo y ella, incluso me limpió los zapatos, aquellos zapatos
que nadie me había limpiado nunca. Y
encima me regalaste un traje azul, precioso, para ir a la entrevista pero
–aunque no me gustó Madrid- siempre te recuerdo en aquellos días que pasé con
vosotros. Y conocí a Ana y a David, y también visité tu bonita casa en
Vacíamadrid, y dormí en aquella habitación con Dolores y mi hija, y visitamos
muchos lugares.
Y después, te sigo pensando desde Frailes,
imagino a Encarna, David y Ana muchos días, y pienso que has sido un hombre
cariñoso, importante, generoso, trabajador y todo lo que se pueda decir. Y
recuerdo a tu madre, a tus hermanas porque forman parte de mi vida, de aquellos
maravillosos años que pasamos en Frailes cuando tú volvías, y nos veíamos y
charlábamos, a pesar de que casi nunca querías venir a mi casa porque, además
de que siempre has sido un hombre independiente, no querías “molestar” a los demás.
Y te veo en la calle Cuevas, en la romería de la Hoya del Salogral, con el
brazo echado en el hombro de Encarna, esa mujer tan grande que te siguió
durante toda tu vida de pareja. Ahora, te mando un abrazo, y me fundo contigo y
con los tuyos, que somos muchos. Por eso nunca morirás para mi, ni para
Francis, Toñi, y todos los fraileros que te han conocido, porque eres
inmortal, porque nunca dejaré de verte y soñarte’.
Te escribí más cosas en mi blog. Por ejemplo
en el día que esparcimos tus cenizas en el Paredón: ‘Aquél día Paco Belmontes
voló, tomó su caballo y con el empuje de David tomó el camino de la verdad y la
vida y se quedó por estos ríos, como a él le gustaba, pero con ese caballo
puede ir de aquí a Madrid y viceversa y por el cielo ver el cortijo donde
trabajó de pequeño, ver a Carmela y comprobar cómo tenía aquellos dedos de
trabajar, visitar a Encarna cada noche y darle ánimos y vagar, vagar, vagar … y
dar rienda suelta a su imaginación.
Aquél día Paco Belmontes nos dejó un halo de
esperanza y de generosidad, como siempre, como un caballero de la vida que la
vivió intensamente, y buscó caminos de piedras, y caminó por ellos, y siempre
tendrá verdaderos amigos verdaderos….y su recuerdo estará presente en nosotros.
Aquél pequeño porquero y cabrero al que se le
perdían los animales y que vagaba y vagaba por la Sierra del Trigo, aquél
hombre que viajó a Turquía, Venezuela, Irán o Argelia, está presente en estos
días de verano y mi mente se va tras él y recuerdo su recuerdo e iré a buscarle
por esos caminos que transitaba, ya en los montes de Valdepeñas, de Noalejo o
de Frailes, y tomaremos un vaso de vino con algo rico, de eso que sabe hacer
Encarna’.
No hay comentarios:
Publicar un comentario