Frailes. Yo soy de Frailes, otros son de
Alcalá la Real, Castillo de Locubín, Nueva Delhi, Kenia o Pekín. Pero yo soy de
Frailes. No pertenezco al PP, ni al PSOE, ni a ninguna ONG, ni estoy subscrito
a ninguna revista, ni club de fútbol, ni asociación de vecinos, ni cofradía
religiosa ni laica. Sólo soy frailero que no es cualquier cosa, o sea, que
pertenezco a una franja de terreno que hay al sur de la provincia de Jaén, de
poco más o menos de 42 kilómetros cuadrados y que se extiende a todo el mundo,
irradia su presencia al universo y tiene como esencia la “frailestud”. Es decir
que ser de Frailes lo puede ser cualquiera, no hay que cumplir ninguna
condición para serlo, ni hay que tener ningún carnet que acredite su identidad.
De Frailes voy y vengo, huyo y desaparezco,
como su río, como su Nacimiento. Estudié para ser frailero, me hice aprendiz de
historiador para investigar su pasado, su presente y su futuro y conseguí ser
aprendiz de periodista para escribir de Frailes. Creo que lo que se me da mejor
es decir cosas de Frailes, y no es que lo haga bien, o mal, o regular; es que
creo que no sé hacer otra cosa. Lo he intentado muchas veces, me fui a estudiar
a Alcalá la Real, a Granada, estuve en Madrid buscando trabajo, pero me
ahogaba, no veía las estrellas ni el sol de Frailes.
Me fui a Alcalá la Real -como digo- , compré
un piso allí y me instalé pero todos los días abría las puertas del coche y me
plantaba en Frailes. Iba por una calle, subía a la Martina, miraba el Cepero,
bebía agua en la fuente del Nacimiento, visitaba a Manolo el Sereno, comía
“casa” mi hermana Maripi, veía de refilón al Bubi, la Pajarica, me topaba con
Silvia, Joel o Richard, a la vez que Luis Raya me alzaba la mano al estilo
franquista, El Pollo me hacía señas con las luces del coche cuando nos
encontrábamos, Rafael de Caridad me miraba de soslayo mientras me hacía un
signo anarquista y voceaba a Durruti. Entraba por el Nogueral y mi cuerpo era
otro, enfilaba la Vega y veía a los que sacaban espárragos y, sin apenas
tiempo, ya estaba en Los Baños viendo entrar a los trabajadores de Maderas
Gallego. También me topaba con el balneario, el pub el Corcel, la casa de Paco
Comino y el Choto. Miraba las bolsas de pan colgadas en el portón de la casa de
Juanito, el coche de Pajote siempre en el patio y el bar lady Diana, que
parecía un esperpento de algo inglés con sueños turísticos.
Algunos
no me saludaban ni me decían nada, pero eso forma parte de mi forma de
vida. Yo creo que conseguí el trabajo en el Ayuntamiento porque estaba
predestinado para ello. Para instalarme en el meollo de la cuestión, para
impregnarme de Frailes, vivir por y para Frailes y -a pesar de que muchos digan
que tengo un carácter hosco y tímido-, puede ser verdad, pero no lo hago con intención
ya que, si a alguien no atiendo bien, después lo pienso y lo repienso y me como
el coco reflexionando sobre esa acción. En el Ayuntamiento cuento a los
fraileros, los que vienen, los que se van, los que nacen, los que mueren, los
que se casan, los que se divorcian, los que compran una casa, los que edifican,
los que quieren hacer un carril, los que quieren hacer un viaje o un concurso,
los que se apuntan al paro o los que quieren montar una empresa.
No soy especial ni fuera de lo normal. Soy un
frailero cualquiera, como Antonio Cabildo o Luis Gamazo, como don Antonio, don
Fermín, Pepe el de las Gaseosas, Antonio el Maestro, Luis el de Echeverría,
Fran Cano, María la Betuna, la Mariquilla, Pepito el de la Cueva, Paquitín,
Michael Jacobs, Alberto Jaime Martínez Pulido, Chica, el Bubi, Fany, Pepe
Juanaco, Los Pireos, Miguel Tello, Paco Belmontes, Caridad Castillo, Antonio
Manuel Cano García, José Manuel Garrido, Lucía, José Luis Martín, Christian
Magherut y Alipio Efraín. O como María la de Bocarrieta, la Feli, Silvia,
Matilde, Marina, Fuensanta la Monitora, don César el médico, Mangote, Encarnita
Maravilla, el cura don Francisco, Pepito el del Estanco, la Cipriana, Mil
Hombres, doña Margarita, Rafa el Tano, Paco Martillo, Indale el Encalaor, Los
Muriana, la gente de Los Rosales, los de la Dehesilla o los de Puerto Blanco.
Como los fraileros que viven en Granada, Roma o Madrid.
Ser de Frailes es un privilegio que está al
alcance de cualquiera, no expedimos carnet de autenticidad, ni de sangre, ni de
identidad. Frailero fue y es el Guarda Negro, sus hijos y nietos, Manolo el de
los Tostaos, Pepillo Merino, el Nono, Antoñino el de Adelín, Sofía, Pancanto y
sus hijos, Luis Alba, Camilo Mudarra Díaz, Abelardo Nieto, Bolivares, la
Hilaria, Pepe y sus hijos los Pajaricos, Dondín, Sinforiano y la Paca,
Valentín, el Deán Mudarra, el marqués de Campoameno, la cronista oficial Maite
Murcía, Encarni la concejala del PP, su marido Jordi y su hija. Mercedes
Machuca, su hermana Paqui y su padre Valeriano. Además de Antoñito el Mecánico,
Custodio el constructor, Sevilla, Juanaco, Montemolín, don Francisco el
Practicante y sus hijos, Ernesto del Moral, Paco el Charro, Rafalín Pajote,
Antonio Mingorance y sus hijos Pedro y Miguel, la tía Delia que se fue a
Francia y me hablaba de Felipe González, Matasuegras, Bolilla, Juan Castro y
sus hijos, que tenía una casa en la calle Ancha, adonde Chipilín le llevaba
helados en aquellos tiempos del cuplé de Sarita Montiel.
Fraileros son y serán Moisés el de los Quesos
y su madre Manuela y su padre Juan el Rubio, Manolillo el del Casinillo,
Guerrito, Espirita y Luisa, Misián y su nieto el Toni, que se fue a un camping
de los Pirineos y se hizo letrado por la UNED. Y Fiscalillo, Antonio el
Policía, Matías Pareja, David Tello, Mariceli Molero, Miguel Bragueta, que era panadero y vendió -y vende- productos
fraileros con su Suzuki grande (antes tenía una furgoneta Citroen). Recuerdo
especialmente a su madre, que hacia unos dulces de rechupete, y a su padre
-Miguel Moya Arias- que se emborrachaba con el mío.
Doña Inmaculada Campos Torres, farmacéutica e
impulsora de nuestro folclore, Cañete el albañil, Medina el del Barrihondillo,
junto a Amadeo; José el Barbero, el padre de la Anita, que montó una gasolinera
y una peluquería. Cazaleno y su cuesta, Matías Regalo y su Encarnilla, el Escandaloso,
David el carnicero que se hizo fotógrafo y marchó a Mallorca, el Blanco Nieves,
mi tío Lopera que me cantaba coplas de Navidad mientras mi tía Regina rezaba el
rosario. Ezequiel y Fermín, los hijos de Amando que vivían en la Plaza de José
Antonio y que ahora se llama Miguel de Cervantes. Las Cotorras, que eran
costureras, y su padre Antonio el encalador, el albañil Antonio Chibiriche, que
se abrigaba en invierno abrochándose el último botón de la camisa. Tambor, el
de la tienda y la posada junto al cinema España. Frente a mi casa Amadora La
Rubia, con su hija Mercedes y su hijo Antonio,
practicante que fue en Los Villares. Mercedes montó una tienda de ropa
con su marido Manolo y después se marcharon a Alcalá y les fue bien la vida.
Antes había unos 3.000 vecinos en el padrón
de habitantes, ahora estamos unos 1.700, pero eso da igual. Fraileros hay
muchos desperdigados por el mundo. Yo, que viajo poco, fui una vez a Roma y
nada más bajarme del avión, en el mismo aeropuerto, me tocó una persona el
hombro y era una frailera que había ido a ver al Papa. Nos saludamos y seguimos
nuestro viaje. Como digo, Frailes no se acota en los 42 kilómetros cuadrados de
su superficie. Frailes se puede ver en Sevilla, sobre todo en aquella tanda de vecinos, de los años 60 del pasado
siglo, cuando se marcharon a trabajar en FASA-RENAULT cientos de fraileros que
echaron allí raíces y prolongaron el nombre de la villa de Frailes. En la
Algaba dices que eres de Frailes y de momento te rodea una pléyade de fraileros
que te ofrecen su casa y todo lo que tienen. Allí marcharon algunos de los
Pulios, Antonio -el barbero del Barrihondillo- al que sus amigos le decían
Hereodos. Y los hermanos Pareja, los Tellos, los Mingorances, Rafael el hijo de
Misián, Dionisio el zapatero, que vivía junto a mi hermana Emilia, el que un
día en su casa sevillana no sabía dónde ponerme y me sacó lo mejor que tenía.
Los hijos de Zacarias, el chófer del médico don Fermín Medina, y el hijo de
éste, el director de la fábrica antes mencionada. Los de Chapalete, Luis y
Rafael, quien, ya jubilado, volvió a Frailes para disfrutar de su vejez entre
nosotros. Él viene todos los días al Ayuntamiento a por el periódico, lo lleva
al Centro Social y se ha hecho un experto en hortalizas y en buscar setas. Y
Cadete, que tenía otra barbería frente al Cinema España, y Gabriel Cano Peña,
que también se fue a Sevilla, cuyo padre tenía un par de burros y llevaba arena
del río para las obras. Lo recuerdo frente al puente de las Cuevas con una
azada, trasegando arena con unas botas de goma y llenando los serones de sus
burros para llevarla a quién se la compraba. Yo me decía para mí: “este hombre
tiene que ser rico, porque con tanta arena como hay en el río, puede tener
siempre trabajo y hacer muchas edificaciones’’.
Pertenecer a la villa de Frailes no se hace,
sólo, por haber nacido dentro de ella. Es un trabajo continuo de aproximación
en el espacio y en el tiempo. Frailes es la vida mía que nunca se podrá acabar,
porque es un ente imborrable.
Después de tantos años de mi traslado a
Alcalá la Real, el sentimiento de sentirme frailero no desaparece, sino que va
en aumento. Pensar, imaginar, pasear, ver, mirar, contactar, todo eso lo hago
como un frailero. Como una persona que cada día vuelve a Frailes y -cuando
estoy en la carretera- hay algo que se va moviendo en mi interior.
Esta sensación de sentirme de Frailes la he
experimentado en múltiples ocasiones y mucho más cuando más lejos estoy.
Después, al volver, el gozo y el pinchazo en el estómago son más grandes.
Frailes es volver a mi niñez, cuando
correteaba con Miguel Tello, Miguel Montes, Pepe el de los Álvarez, Paco
Belmontes, Paco el del Potro y muchos otros. Corríamos por las huertas de
Merceditas, donde hoy es el centro del pueblo y asaltábamos los cerezos de
Liborio; en otoño juntábamos las hojas de las nogueras, hacíamos un gran montón
con ellas y dentro nos metíamos uno de nosotros y la gracia era saltar de
dentro del montón para cuando pasaran las mujeres que iban o venían de misa,
dándoles un susto de miedo, sobre todo al anochecer. Las huertas eran nuestro
paraíso y allí pasábamos la mayor parte del día. Había agua, fruta, juego … y
éramos felices.
Por allí vivían don Antonio y don Florencio -que eran hermanos- y
también maestros, el primero de la Escuela Nacional y el segundo nos daba
clases particulares. A mí me enseñaron los dos. El primero en aquella escuela
entre la calle Huertos y el Barrihondillo, que fue hogar del jubilado y ahora
la han transformado en vivienda para los jóvenes. Allí era un niño de la era
Franquista, en una clase de suelo de madera que resonaba al pisarlo, con bancas
de dos asientos y pupitres unidos que tenían dos agujeros para colocar los
tinteros, donde mojábamos las plumas. Muchas veces los derramábamos y nos
poníamos tupidos de tinta; con aquellos calzones de pana fuerte, sujetados con
un cinturón que iba de un ojal que había a la espalda, a otro que estaba al
frente. No usaba calzoncillos y mi situación de ropa interior era precaria. En
la pared había un retrato de Franco y otro de José Antonio Primo de Rivera que
yo no sabía por qué siempre estaban juntos en todas las paredes de todas las
escuelas que fui viendo en aquella época. Había un cuaderno de honor donde
escribíamos casi todos, algunos no podían escribir porque hacían muchos
borrones y ensuciaban aquel cuaderno que don Antonio tenía en gran estima.
Subíamos aquellas escaleras estrechas haciendo sonar nuestras sandalias de
goma, porque allí había pocos niños que llevaran zapatos, sólo algunos de los
más pudientes del pueblo. Frente a nuestra clase estaba la de las niñas que
regentaba doña Concha y abajo estaba la clase de don José, su marido. En
aquella escuela desvencijada nos daban aquél desayuno del Plan Marshall,
consistente en leche que le llamábamos ‘del Cura’ porque venía de la parroquia,
olía a medicina y era una especie de leche en polvo, que se le hacían unos
grumos a veces imposibles de tragar.
Era un regalo de los United States of América para el pueblo español de
la posguerra, y venía en unos grandes bidones de cartón reforzados con
cinturones metálicos. Muchos hicieron ‘trasperlo’ y la vendían a los pobres,
trapicheaban para ganar algo, vendiendo kilos o medios kilos de aquella leche
americana. Por la tarde nos daban una merienda, consistente en pan y queso, un
queso amarillento, con un olor indescifrable pero al que me acostumbré cada
jornada antes de las cinco de la tarde.
A lo largo de mi formación infantil pasé por varias escuelas
particulares, una de ellas fue la de la Pollica, también llamada “Escuela de la
Miga”. La Pollica era una mujer anciana que ejercía en la escuela con su hija y
las dos nos formaban en las primeras letras, con una cartilla en la que
aprendíamos las vocales y el abecedario, así como las primeras frases: “mi mama
me ama, yo amo a mi mama”. Había un cuarto oscuro, donde nos metían cuando la
madre y la hija creían que nos portábamos mal, con un agujero en la puerta por
donde mirábamos a los que estaban en la habitación principal. En invierno llevábamos
unas latas grandes y vacías de conserva de atún con un alambre de lado a lado,
a las que les echábamos unas pocas ascuas para poder calentarnos del frío
reinante, aunque el calor duraba poco y las ascuas se consumían pronto.
Generalmente, los alumnos mayores cuidaban a los más pequeños y al terminar la
clase nos llevaban a nuestras casas. Pero la escuela más importante y de mayor
abolengo intelectual era la de ‘Emilio’, un hombre inválido, rechoncho y con
una verruga en la cara aunque no recuerdo en que parte. Tenía la escuela en su
propia casa, en un callejón al final de la calle San Antonio, en donde se
inicia la calle Picachos. Allí vivían también los padres de Liborio y Antonio
Romero, cuyo abuelo tenía una tienda; le llamaban Antoñico el Loco. Al maestro
le decían Emilio el de Pantomino y se sentaba en un sillón de madera con
asiento de anea y -como no podía moverse- desde su asiento nos vigilaba, aunque
siempre contaba con alguno de los más grandes para acercarnos a él, si nos
tenía que decir algo y, sobre todo, cuando nos castigaba con una gran palmeta
de madera que, al dejarla caer por su propio peso, iba a parar a nuestros
nudillos desnudos. Entonces la exclamación y los quejidos eran unánimes.
Yo odiaba aquella escuela, que era como una cárcel para mí. Sabíamos
que entrábamos por la mañana, pero la hora de salida era incierta. El maestro
nos dejaba salir al recreo por aquellas calles, como la Almoguer, hasta la
fuente de la Mujer, por la taberna del padre de Manolo el del Casinillo, que
tenía un mostrador alto al que no alcanzábamos ninguno de nosotros. Después,
esta misma taberna la regentaron Chipilin y su mujer Dolores, que era de la
misma edad que mi hermano Antonio. Ambos tenían una bicicleta y muchas veces
vendían helado por las calles, en una gran garrafa llena de hielo y sal para
que se conservara el rico helado. Manolo, el hijo del dueño del Casino, que se hizo maestro y dio clases en el
colegio Alonso Alcalá, me dijo que el casino se fundó en 1931, y que tenía una
columna en el centro por donde algunos subían gateando. Manolo me cuenta que
allí tenía su sede los militantes de la CEDA, un partido de la derecha que tuvo
importancia en los años 1930 y siguientes.
En la escuela de Emilio había alumnos de día y de noche. Los nocturnos
eran los que estaban trabajando en el campo y se formaban tras dar su jornada
laboral; sólo recibían unos conocimientos elementales: las cuatro reglas
(sumar, restar, multiplicar y dividir), el dictado para combatir las faltas de
ortografía y algunos se preparaban para las oposiciones de la Guardia Civil o
la Policía Nacional. También escribíamos cantidades y cifras.
En aquella escuela de Emilio conocí a muchos de mis amigos y conocidos,
a los hijos del Tío de la Luz: Pepe, Isidro y Paquito que también eran buenos
para el fútbol, cuando íbamos a jugar a las Eras del Mecedero. El más
‘figurita’ era Isidro, alto y seco, que le gustaba driblar y tirar la pelota
desde el extremo al centro. Los tres salieron de Frailes para estudiar fuera
una carrera de perito industrial y, más tarde, marcharon a Valencia. Los tres
eran muy ingeniosos y fundaron un club en una casa que tenían en lo alto de la
calle Picachos. Le llamábamos ‘El Rey de Copas’, y era una especie de garito,
en donde nos juntábamos de noche, los domingos y otros días señalados. Allí
hacíamos guateques, aunque no siempre me dejaban entrar por no sé que criterios
que ahora no recuerdo. El caso es que muchas veces no podíamos entrar a aquél
club que tenía cierto encanto. Parece que prosperaron en sus profesiones y
triunfaron en sus oficios, porque Paco Trujillo estuvo en Frailes hace poco y
contó que se había comprado una casa en un pueblo de Teruel, con muy pocos
habitantes, una edificación importante con cientos de metros cuadrados. También
contó que sus hijos se habían formado muy bien y tenían profesiones importantes
como las de ingeniero, viajando asiduamente al extranjero, por lo que ya no
venía a Frailes, ya que sólo le interesaba ver a su suegro, que iba perdiendo
la memoria, y a su hermana Carmen, que vive en la calle Nacimiento.
La verdad es que no me gustaba la escuela de Emilio, porque era algo
lúgubre y -como una obsesión continua- tenía miedo a ir cada día a aquella
casa. También temía los palmetazos que podía recibir en mis manos. Aquél hombre
no podía moverse pero yo le tenía miedo, aunque mucha gente le tenía aprecio, y
la gran mayoría de la gente aprendió las cosas básicas e incluso algunos
aprobaron unas oposiciones. A pesar de que no se podía mover, alzaba su mano
con aquella gran palmeta de madera afilada e iba a parar a los nudillos
inocentes de los escolares. Además de la tienda de Antoñico el Loco, que vendía
casi de todo, en aquél espacio cuadrado había otros negocios: la tienda o
taberna de Pescuezo Gordo estaba al principio de la calle Picachos. Era una
habitación de piedras en donde servían vino y en donde los hombres se juntaban
con botellas de medio y de litro. Por allí estaba también el estanco, en plena
calle Almoguer … y un poco más allá, la zapatería de Magdaleno, un primo de mi
madre. Estaba en una pequeña habitación con un pequeño cuadrado de madera, con
muchos apartados para colocar sus utensilios y con un montón de zapatos viejos
para arreglar. Le acompañaba su yerno, con una especie de delantal de cuero que
-según recuerdo- hacía los agujeros en el zapato con una lerna puntiaguda,
metía el cabo de guita y comenzaba a coser el zapato o la bota. También vendía
calzado procedente de Alcalá, adonde iba muchas semanas para comprar el
material necesario para atender a sus clientes.
Pero donde mejor lo pasé fue en la escuela de don Florencio Alba, situada
al principio de la calle Santa Lucía, en una casa medio señorial con una huerta
y un patio muy bonito, así como una puerta de hierro, que tenía unos raíles.
Habitaban la casa los dos hermanos: don Antonio y don Florencio. El primero
estaba casado y tenía dos hijos que se llamaban Juan y Luis. Éste último era de
mi edad y el primero unos años mayor que yo. Luis se hizo médico y ejerció su
profesión en Sevilla; Juan se quiso hacer perito industrial y después trabajó
en Sevilla, finalmente volvió a la casa familiar y la alterna con un
apartamento en la playa de Fuengirola. Y
ambos se encuentran en Frailes en algunas fechas del año.
Don Florencio era soltero, o al menos estaba solo. Lo cuidaba una
mujer, Elena. Y aunque era cojo, se manejaba muy bien con su muleta. Formó una
escuela mixta en su propia casa y allí nos juntábamos la flor y nata de los
niños y niñas fraileros que querrían estudiar el Bachillerato. Allí estaba
Molina, Toñi Nieto, Manolillo el del Baño, Antonio Aceituno, y los sobrinos del
maestro, Florencio y Paco Moya. Éstos lo
cuidaban y le hacían los mandados y recados. La formación se basaba en la
aritmética tradicional, resolver cuentas, problemas matemáticos y geometría,
aprender ortografía con dictados de frases, tomar las lecciones que había que
decirlas de memoria. También me pareció ver por allí a Paco y Antonio, los
hijos del otro electricista que tenia una casa por la calle Sin Salida. Los dos
se hicieron maestros, Paco vive en Alcalá la Real y Antonio decía que estaba en
Órgiva.
Pasaron muchas cosas en aquella escuela. Don Florencio era un tipo
peculiar, y cada día le decía a Elena, la mujer que le ayudaba en los
menesteres domésticos, que le llevara la manzanilla del casino de Cristóbal,
junto al Ayuntamiento viejo. Bebía mucho té y manzanilla, pero un día uno de
nosotros fue a buscar esta bebida para llevársela y cual fue nuestra sorpresa,
la infusión se había convertido en vino y pronto todos nos enteramos de aquél
secreto. Don Florencio no se andaba con ‘chiquitas’. Cuando más alterábamos la
clase, lanzaba su muleta al aire y ésta impactaba con una de nuestras cabezas y
-así- el silencio y el orden volvían y quedaba la habitación en calma. Otras
veces venía el cura de turno para pedir un alumno para ayudar a celebrar la
misa o algún entierro. Nosotros nos peleábamos por ir, porque estábamos un rato
fuera del orden escolar, pero quién más veces iba era Molina, a quien le
gustaba darle el hisopo -él lo llamaba cubetilla- para que el cura lo bendijera
con agua bendita. Se hizo un experto en la materia, así que. Molina protagonizó
muchas de aquellas historias. Como la de aquella mañana que pidió a don
Florencio que le dejase ir a hacer de cuerpo, pero éste no le hacía caso. Un
par de horas después don Florencio le dio permiso para ir al excusado, pero
Molina, ni corto ni perezoso, le dijo a don Florencio: “ya ‘pá qué, ya me he
hecho”.
Algún sábado o domingo, don Florencio iba al cine, tenía que bajar de
su casa en la calle Santa Lucía, junto a la iglesia, hasta el Cinema España en
la calle Mesones. Era un trecho bastante grande para un hombre cojo, por lo que
llamaba a mi madre para que le acompañara. En aquellas ocasiones vestía muy
elegante, con chaqueta y pañuelo en el bolsillo. Después de ver la película,
tenía que volver con él hasta su casa o lo dejaba en el casino de Cristóbal y
-allí- se tomaba el último vermut. Don Florencio se juntaba con algunos que
eran buenas piezas, de lo más granado de Frailes, y cometía algunas fechorías.
Recuerdo aquella en que, en el huerto, aparecía una gallina muerta cada día.
Las gallinas eran de la mujer de su hermano,
al que le decía que no tirara la gallina porque él la aprovecharía. Se juntaba
con sus compinches y se daban un festín de gallina muerta, pero después nos
enteramos de que entre él y sus amigotes mataban la gallina, hincándole un
alfiler en una de sus tripas y así moría.
La escuela de don Florencio terminó un día de
septiembre de 1961, cuando algunos niños, acompañados de sus padres, fuimos a
Jaén para hacer el examen de ingreso de Bachillerato. El viaje fue por la
carretera de la Martina, una vía peligrosa donde las haya, con curvas y contra
curvas. Allí, en el coche de Manolo el Chófer nos introdujimos aquella mañana
aciaga. Éramos Faustino, Rafa el de Caridad, Rafa Maneque, José Luis y Enrique
Raya, don Florencio, Pepe Raya y algún otro. En una curva infernal, mirando ya
hacía Valdepeñas, el coche dio varias vueltas de campana y fue a pararse en una
chaparra destartalada que lo detuvo, mientras el padre de Faustino Atero que
iba delante en una moto, abriendo camino, nos veía desde otra curva y llegó a
pensar en que todos habríamos muerto. Pero no fue así … parece que fue un
milagro. Sólo falleció don Florencio al querer salir del automóvil. Al final,
sólo un reguero de polvo vi en aquél panorama desolador. Pepe Raya, el padre de
José Luis y Enrique, le dio un porrazo al parabrisas y pudimos salir de aquél
infierno. Yo solo vi oscuridad, nada tangible, un vendaval de tierra y miedo
que nos dejó sin aliento. Todos estábamos vivos menos don Florencio que dejó su
vida y su escuela en aquél lugar inhóspito del que nosotros queríamos salir,
agarrándonos a alguna retama y pudiendo subir poco a poco hasta la carretera,
donde nos juntamos de nuevo. Ninguno de nosotros quería subirse de nuevo e intentamos
correr hacía Valdepeñas de Jaén. La mala noticia corrió como la pólvora, en
Valdepeñas alguien nos metió en una casa y nos ayudó a superar aquel trance.
Sólo recuerdo que mi hermano Antonio vino a por mí en un carro moto que le
había comprado mi padre para traer los artículos de Alcalá la Real que
vendíamos en una pequeña tienda alquilada a Manolín en la calle Tejar. Mi
hermano no se lo pensó dos veces, me subió a su moto y me llevó a Frailes. La
gente nos paraba en las Eras del Mecedero para interesarse por lo que nos había
pasado, me llevaron a mi casa de la calle Horno y me desperté a otro día para
ir al entierro de don Florencio.
Parece que con la desaparición de don
Florencio mi vida sufrió un cambio, y así fue. Pero de aquél hombre guardo un
gran recuerdo que siempre me ha ido acompañando en mi vida. Algo me enseñó,
algo que siempre he tenido en mi pensamiento, al menos terminé mi etapa de
formación primaria y comencé una nueva ilusión.
Al filo de todo esto, aquellos años fueron
cuando menos interesantes. La escuela me dejó un legado especial, aquella
gente: don Antonio, don José, don Florencio, doña Concha, doña Gabriela, Emilio
de Pantomino, la Pollica y algún otro que ahora no recuerdo, como la Anita de
Pantomino, todos fueron mis verdaderos maestros. Con ellos aprendí a leer, a
escribir, a pensar y a conocer a algunos de mis amigos, como Antonio Cañete,
Antonio Medina, los hijos del Tío la Luz, Molina, Antonio de Amadeo, Antonio Aceituno
el de Adelín, los hermanos del Bubi, Juan, Manolo que iba siempre con sus
hermanos, Rafael Maneque, Faustino Atero, Manuel Gallego Zafra, Manuel Gallego
Mudarra y muchos otros.
Por casualidad he encontrado este relato, me ha emocionado mucho, soy hijo de Frailero, yo a mis 70 años recuerdo lo que mi padre me contaba de Frailes.
ResponderEliminarAlguno de los personajes de tú relato, que jugaron contigo, han sido compañeros de estudios en una Escuela de Formación Profesional en Andújar.
Seguiré leyendo tus relatos. Gracias.
Quién eres
Eliminar¡Hola Santiago!,
EliminarSoy Rogelio Márquez cano.
Disculpa que en mi comentario de 21-04-2020 no me identificara; cuando comento algo, suelo identificarme siempre (la verdad es que pocas veces intervengo en la red, pero este Blogg tuyo me llamó la atención y me decidí a intervenir).
Mi padre, Miguel Márquez Valverde, nació en Frailes, allá por 1914. Hijo de Francisco Márquez Moya y de María Josefa Valverde Muro. A mi abuelo le apodaban “Paco, el Navero” y por ello a mi padre sus coetáneos le conocían como “el Chato Navero” (lo de chato se lo ganó a pulso por un accidente que sufrió correteando de muy pequeño, quedando sin cartílago y con la nariz aplastada, para el resto de sus días).
La familia (fueron 6 los hijos), se trasladó pronto a la aldea de Santa Ana donde vivieron hasta poco antes de comenzar la guerra civil.
A mi padre le oí hablar mucho de Frailes, siempre con mucho cariño, se sentía muy “frailero”. En tu relato de 15-06-2015 haces referencia a algunos personajes que él conoció (Carmen del Moral, José Trujillo, padres de José, Isidro y Paco que dio la gran casualidad que coincidimos en Andújar en las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia (SAFA) y con los que me comunico de vez en cuando; también hacías referencia a aquel éxodo de fraileros que se fue a trabajar a Sevilla (FASA-RENAULT) por hablarlo en ocasiones con su amigo Jesús Berlanga que creo que también era de Frailes.
Bueno, de mi madre Aurora Cano López, decir que era de La Ribera Alta, hija de Antonio Cano Martínez y de Encarnación López Mudarra. Mi abuelo Antonio era hermano de Carlos, apodado en La Ribera como “Carlillos el lechonero”. La verdad es que de sus descendientes me gustaría tener noticias.
Bueno, Santiago, por el momento esto es todo, yo sigo leyendo tu Blogg.
Saludos cordiales
Rogelio Márquez