Los fraileros han sido muy ahorradores, tal
vez eso explique el que -antes de 1960- ya funcionaba una sucursal de la Caja
de Ahorros y Monte de Piedad de Granada, situada en un local de la Plaza del
Rector Mudarra, propiedad de doña Amadora, junto a la casa de Maravilla. El
primer director fue Miguel, el hijo del estanquero de la calle Almoguer. Este
hombre le compró la casa que había enfrente de su oficina al secretario, don
Sebastian. Miguel era un hombre serio que en aquel pequeño lugar comenzó a
juntar los ahorros de los fraileros. Éstos se abrían una cuenta con una primera
imposición y así comenzaban su andadura bancaria. Mi madre fue una de las
pioneras. Los dineros guardados en un calcetín o en una troz para el grano
pasaron a aquella entidad. También había gente que prestaba dinero, a un
interés mucho más elevado que en la Caja de Ahorros, pero también arriesgaban
su dinero, pues como la acción era ilegal, había peligro de que no lo
devolvieran y eso ocurría de vez en cuando.
Después la función bancaria aumentó con
Fidecaya, otra entidad que se instaló en un local de la calle Cuevas, propiedad
de Manuel el Municipal. Su director fue Antonio Baeza que vivía en la calle
Rafael Abril, abría cada día su oficina y atendía a sus clientes. Estaba
impedido de un pie por lo que ayudaba con una muleta. Esta aventura financiera murió
cuando la quiebra de Fidecaya. La gente se arremolinó en la oficina formando
una cola que llegaba hasta la puerta. Lógicamente, la gente que quería
recuperar su dinero y -según parece- lo consiguieron. Así que el asunto terminó
bien.
Pero fue la Caja Rural quién puso el asunto
bancario y financiero en todo su apogeo. Se instaló en la calle Tejar, 5 y su
director fue Francisco Mudarra, con el apoyo de Rafael Frías. Allí llevaron sus
ahorros y pudieron pedir préstamos, sobre todo los agricultores de Frailes.
Formaba parte de la cooperativa de aceite San Rafael, que pudo ser remodelada y
ampliada con nuevas instalaciones. Una vez le pregunté a Rafael Frías cuánto
dinero había en aquella caja y me dijo que unos 3.500 millones de pesetas, lo
que dice mucho del carácter ahorrador de los fraileros. También se instaló en
Frailes, la Caja de Ahorros de Ronda, en el solar que fue salón de Manolín en
la calle Tejar.
Pero fue partir de 1960-1970 cuando
comenzaron a ahorrar, porque antes no había ni un duro en los hogares; sólo
miseria y pobreza. En los años 1960 y siguientes, los fraileros marcharon a
trabajar fuera. Muchos ya se habían atrevido a buscar su vida en los cortijos
de Torredonjimeno, en la época de la campaña de aceituna. Se iban en cuadrillas
de 50 o 60 personas al cortijo de Los Villares, a Cuernica, junto a
Villardompardo. Y pasaban allí una temporada de 60 días o más. Iban de Frailes
hasta cada cortijo en autobús o alquilaban un camión para llevar los
correspondientes bultos con utensilios y ropas.
Una vez en el cortijo, se instalaban en una
gran sala en donde colocaban sus colchones, dividiendo la estancia con cortinas
para ganar un poco de intimidad. Se levantaban temprano y, antes de irse al
campo a trabajar, se comían unas migas que elaboraban en una lumbre grande que
hacían en una especie de cocina. Yo estuve en uno de estos cortijos en el año
1967, trabajando en la temporada de aceituna de diciembre a abril. Allí
estuvimos mi hermana Juanita, mi hermano Antonio y su suegro Misián, que era el
manijero. También estaba Cañete y sus padres, la familia de Antonio Medina,
apodada Picatoste, la Morena con su marido, y muchos más. Aprendí lo duro que
era este trabajo y lo poco que se ganaba. Yo ahorré unas 5.000 pesetas en más
de 3 meses y venía más contento que unas pascuas a dárselas a mi madre. Otros,
como iba en familia, reunían un buen
dinerito para aguantar en Frailes unos meses o comprarse el ajuar para casarse.
Para vivir un poco mejor.
La jornada de trabajo comenzaba sobre las
ocho de la mañana, hasta las dos. Se
tomaba un bocado: pan con aceite y bacalao, tocino, chorizo, una naranja ...
Allí nos sentábamos en la clara del olivar, nos comíamos nuestra merienda y en
menos de media hora, el manijero se levantaba y decía: “vamos al trabajo”. Recién
comidos seguíamos trabajando hasta las cinco de la tarde. Yo conocía más o
menos como era el trabajo de la aceituna, porque mi padre tenía un pequeño
pedazo de tierra en el Cerro el Endrino, poca cosa, unos 24 olivos en todo lo
alto de aquella sierra que dominaba una gran explanada: Los Barrancos,
Sotorredondo, Los Rosales. Allí íbamos casi toda la familia: los hombres vareaban,
las mujeres recogían y yo hacía el salteo. Después, por la tarde, cargábamos el
burro con dos o tres sacos de aceituna y las llevábamos a la cooperativa. Al
morir mi padre, mi madre se asociaba con alguien para recoger aquella pequeña
cosecha; uno de ellos era Retaco que vivía en la calle Tejar y después Macareno
que también vivía en dicha calle. Ellos nos ayudaban con su trabajo y llevando
sus bestias, y mi madre les pagaba por ello.
Pero en la Campiña de Torredonjimeno el
trabajo era diferente. Había que ganarse el jornal ya que, si no se rendía lo
que estimara el manijero, quizás el año siguiente no habría aviso para volver a
trabajar. La recogida de aceituna era trabajosa, sobre todo cuando por la
mañana hacía frío y las manos se encogían por la escarcha en aquellos campos
llenos de olivos, por la escarcha. No obstante era un trabajo llevadero. Y
había alguna diversión que otra. Por la tarde, los más jóvenes jugábamos al
fútbol en una era grande que había allí, o bien íbamos a comprar algo a la
Venta de Pan y Melón, en la que vendían bebidas y algunos comestibles. Pero la
recogida de aceituna durante más de tres meses no me gustó tanto como para
seguir haciéndola año tras año. No como tantos y tantos fraileros que la siguen
haciendo. Y me propuse no volver al cortijo ni coger aceitunas en mi vida. Ya he dicho que también nos
divertíamos en aquél cortijo grande, ya que había gente para todo. Preparábamos
bailes, visitábamos otros lugares, como la Casa de Piedra en Porcuna, y nos
calentábamos en aquellas grandes lumbres que se preparaban en la chimenea del
cortijo, rodeada de ollas que olían a guiso, es decir, a cenar algo caliente
por la noche. Por supuesto que no había agua corriente ni aseos, así que
teníamos que ir a un pozo cercano a por cántaros de agua. No hace falta decir
que nuestras necesidades básicas las hacíamos en el campo y, aunque nos
lavábamos las manos y la cara nos duchábamos todas las semanas con el agua que
calentábamos, los hábitos de limpieza eran precarios como todas nuestras vidas. Quiero decir que había mierda por todos
lados.
Además, de trabajar en la aceituna, a partir
de 1960, los fraileros buscaron otros modos de vida. Frailes no daba para más.
Por ejemplo, en la época de la vendimia partían a la Mancha y comenzaron a
viajar a Francia, porque el país vecino ofrecía más ventajas, tales como unos
mejores salarios, viaje pagado de ida y vuelta y un lugar para dormir. En poco
más de un mes de trabajo, las familias podían ahorrar una cantidad de dinero
suficiente como para pasar varios meses en Frailes. Había una persona que
contactaba con los propietarios franceses y ésta contrataba a una cuadrilla
formada por unos doce o quince vecinos. Tras firmar un contrato, se dirigían a
Francia en autobús, cargados de todo tipo de comida para no tener que comprar
nada allí. Dejaban a los niños pequeños aquí, con los abuelos, para que fuesen
a la escuela y no perdieran el tiempo. Ya empezaba a haber conciencia de que
aprender era algo muy importante.
Además, de trabajar en la temporada de
aceituna y en la vendimia, los fraileros aprendimos a ir a otros lugares.
Algunos se atrevieron a marchar a Francia, otros a Alemania, algunos a Suiza.
Mi hermana Maripi estuvo unos diez años en el sur de Francia y, aunque al
principio pasó muchas fatigas, después se le fueron arreglando las cosas. Su
marido Manolo se colocó en una fábrica metalúrgica y comenzaron a tener una
vida mejor. Maripi cuidaba a una familia con niños. Allí nacieron sus dos
primeros hijos, el Lolo y la Rosi. Y cuando venían en vacaciones hablaban
francés igual que los franceses; viajaban en un automóvil Renault (Gordini),
que tenía el motor atrás y era bastante peligroso conducirlo. Casi todos los
años venían a vernos. Una vez me hizo un regalo francés que supuso un gran
alivio para mí: una radio transistor a pilas.
Con él comencé a escuchar la música del
momento. Y además me lo podía llevar conmigo a cualquier parte, a la carretera,
cuando iba a pasear con mis amigos, al campo o a cualquier sitio. Con la radio
me enteré de la muerte de Marilyn Monroe a la que yo había visto en películas en el Cinema España.
También escuchaba las canciones de Juan y Junior, Los Brincos, Peret, Domenico
Modugno, y muchos más. Mi hermana Maripi volvió a Frailes y con el ahorro de su
trabajo y el de su marido compraron el bar Nuevo, en la calle Cuevas … y allí
se jubilaron, después de ganarse bien la vida y tener muy buena clientela. Se recuerda de ella las
tapas de lomo que hacía, riquísimas, y muy solicitadas por la gente que,
incluso venían de Alcalá a saborearlas.
Hubo muchos hombres que se fueron a trabajar
a Alemania, ya que esta nación ofrecía contratos de trabajo en origen Y allá
que se marcharon muchos fraileros, como Emilio el de los Juanacos, Antonio
Romero, el yerno de Dominga, Rafael Cano, Francisco Valverde y muchos más. Eran
trabajos duros los que hacían estos hombres. Algunos contaban que trabajaban en
la fundición a muchos grados de temperatura y que el sudor les acompañaba toda
la jornada. Pero cuando volvían a España parecían nuevos ricos; vestían bien,
salían a las tabernas y a los bares y disfrutaban en sus vacaciones.
Recuerdo a Emilio Atienza cuando venía de
Alemania y visitaba la tienda de mi madre, vistiendo como un señorico, con
corbata, pantalones y una chaqueta con brillo. Invitaba a todos los que
estábamos allí y compraba a su mujer y a sus hijos todo lo que ellos querían,
como si fuera un nuevo rico. También Rafael Cano estuvo en Alemania mucho
tiempo y allí se jubiló. Él decía que
trabajaba en la Poste, el correo alemán. Cuando venía de vacaciones iba todos
los días a la Cueva a jugar a las cartas y siempre presumía con sus cigarrillos
y puros alemanes de papel negro. Nos sentábamos alrededor de él y nos contaba
sus historias, como el frío tan grande que hacía en Alemania y las ropas tan
buenas que había para combatirlo. Llamaba a los alemanes los “cabezas cuadrás”,
y contaba que alguna vez iba al fútbol en Stuttgart. También nos decía que al
principio vivía en un barrancón con más trabajadores de otros países y que para
ayudarle en los trámites burocráticos había trabajadoras sociales que resolvían
sus problemas. Hubo algunos que duraron poco en Alemania, como Luis Cano
Martín, el Escandaloso que estuvo nueve meses trabajando de jardinero. Otros,
sin embargo, trabajaron varios años, y hasta hubo alguno que pasó parte de su
vida allí. Casi todos obtuvieron una
buena paga del gobierno alemán cuando se jubilaron. En resumen, trabajaron
mucho y aprendieron. Con el dinero que ahorraron, algunos montaron un negocio,
construyeron su propia casa o compraron una finca. En fin, que salieron de la
rutina frailera y vieron otros mundos y otras formas de vivir y de sentir.
También, los fraileros marcharon a Cataluña,
al País Vasco o a los hoteles de las Baleares, entre otros lugares. Algunos de
mis amigos, como Antonio Cañete o Antonio Medina, marcharon a Mallorca, ciudad
que demandaba mucha mano de obra para atender al turismo emergente. Allí
trabajaron de pinches de cocina y de ayudantes de camareros, mientras sus
mujeres lo hacían de camareras de habitaciones, de limpiadoras o en las cocinas
…de todo lo que hiciera falta. El trabajo era de temporada, generalmente de
abril a octubre. Venían bien vestidos, bien comidos y contando lo bien que lo
habían pasado. Algunos hasta habían ligado con aquellas mujeres rubias, de
piernas fuertes que venían a tomar el sol y a ponerse morenas. Yo también
estuve en un hotel trabajando una temporada, con una compañía holandesa, la
KLM. Me fui con mi hermana Emilia y el Rubio de la Mariquilla. Ellos llegaron
antes y allanaron el camino. Fue en Cataluña, en Segur de Calafell, y venía
conmigo mi primo Miguel Pareja. Trabajábamos en un gran bloque de apartamentos
y, cada quince días, llegaban ochenta o noventa holandeses, con sus cuerpos
blancos, ávidos de sol, cerveza y combinados y, sobre todo, de playa. Mi primo
Miguel trabajó en la cocina con el Rubio de la Mariquilla, que era el cocinero
principal, mientras yo trabajaba de camarero, sin apenas experiencia. Agarraba
la bandeja con las dos manos e iba inseguro y tambaleante. Un día le derramé a
una familia un plato de comida con tomate, los puse ‘tupíos’ y les tuve que
lavar toda su ropa. No me acuerdo ahora de lo que ganaba, pero estaría por unas
5.000 pesetas al mes, después de echar catorce horas diarias, aunque también
recibía algunas propinas de vez en cuando. Una vez me dieron 800 pesetas, así
de golpe, y parecía que había visto a Dios. Me entró una alegría inmensa y no
sabía qué decir, pues era una cantidad equivalente a todo un día de trabajo.
Dormíamos en una habitación unas seis personas, con un pequeño cuarto de baño.
A veces iba a la playa y quedaba con alguna
de las clientas de los apartamentos. Los turistas holandeses eran en su mayoría
jóvenes matrimonios. Los primeros días estaban eufóricos, gastaban mucho dinero
y bebían sin parar, pero después se moderaban un poco. Por la noche había baile
en el salón del restaurante y a mí me extrañaba mucho que las mujeres casadas
me sacaran a bailar, pues eso en mi mundo frailero era imposible. Más extraño
era que el marido estaba allí cerca bebiendo, y yo temblaba en los brazos de
aquella holandesa que me envolvía con sus manos y casi me moría de miedo. Su
marido podía levantarse, venir a por mí y darme un guantazo o eso creía. Pero
no ocurría nada de eso, eran gente permisiva que -a veces- hablaban conmigo y
me decían que nosotros, los españoles, estábamos en una dictadura y que ellos
estaban en democracia, o sea, que nosotros no éramos libres. Yo, en cambio, les
llevaba la contraria, les decía que vivíamos bien y no les hacía ni caso.
Allí, pasé buenos días, pero comencé a echar
de menos a Frailes. Empecé a sentir ese sentimiento que me ha ido acompañando a
lo largo de mi vida, a ser frailero, a soñar con Frailes, con el río, con mi
madre, con mis amigos, con el Cepero o con las Eras del Mecedero. Pero también
es cierto que en Segur de Calafell me valí por mí mismo y me dí cuenta de que
podía seguir adelante, además de poder comprarme ropa e ir a la moda. Hasta me
compré unos pantalones de campana y bailaba el Twist con los holandeses. Salía
con el director del hotel, aprendía holandés y chapurreaba algunas palabras
para entenderme con aquellas gentes del país de los tulipanes.
Y como yo, marcharon a Cataluña muchas
personas, como mi amigo Paco el Potro que se fue a Barcelona y ya se quedó allí
al hacerse cocinero y montar su propio restaurante. Me decía que estaba junto
al Camp Nou y que le fue bien. Luego se jubiló allí en Barcelona, y en abril de
2014 se casó con su mujer, después de muchos años de convivencia. Su hermano
Moisés también se fue a Barcelona y fue conductor de autobuses. también venían
a Frailes muchos veranos. Recuerdo a un hijo de Tallos que vivía en el Cerrillo
y se fue a Cataluña, también a trabajar, con una maleta atada con cordeles.
Volvió con unas gafas de vista modernas, con un paraguas y una maleta
nueva. Durante algunos años siguió viniendo
hasta que ya no lo vi más.
Yo despedía a casi todos los fraileros cuando
se iban, porque la parada de la alsina estaba allí, en la calle Tejar, frente a
mi tienda, y muchos se despedían de mi madre y de mí, compraban pipas o
caramelos y los veía animados, contentos, preocupados, contando a dónde iban.
Unos decían que les había salido un trabajo a través de un familiar, otros se
arriesgaban e iban a buscar por su cuenta y riesgo, a lo que saliera, y otros
muchos no volvieron. Todos buscaron la razón de sus vidas y la mayoría volvió
con autos, hijos y mujeres. Y así se fue haciendo Frailes, con la historia de
los que se fueron y la historia de los que nos quedamos. Y todo eso hizo un
vínculo de unión, algo que está ahí latente, algo que no se olvida, lo que
llamé al principio la Frailestud, que no es más que un
sentimiento, una armonía, un recuerdo, una acción, un paisaje, un padre, una
madre, un amor, una calle, un beso, una carta, un todo en conjunto. Y eso sigue
latente, porque lo he notado en los jóvenes de hoy, en Fran Cano, en el hijo de
Rafael Pajote, en el propio alcalde, en la asociación Los Pasos, en las Mujeres
Creativas, en otros como Michael Jacobs, en Manolo el Sereno, en el cura
Alberto Jaime, en muchos jóvenes que se llamaban ‘Fraileros por el Mundo’, en
la Antonia, la hija de Pancanto que vive en Getafe y que, cada día, por
Facebook, se acuerda de su barrio de Los Picachos, de su padre o de su hermano
Manolillo. Por eso Frailes se ha extendido por el mundo. Como el aceite de
oliva de la cooperativa San Rafael, son muchos los fraileros que hay fuera que
forman parte de este proyecto colectivo. Ahora, aquí hay gentes que han venido
de otros lugares, de países lejanos y forman parte de nosotros, como Alipio
Efrain, Silvia, Posedaru, Richard, Jackson Joel, Jeremy Joel y Jackie Rae. A
ellos les gusta esto, se han aclimatado a nuestro paisaje, a nuestra forma de
ver las cosas y afianzan nuestra Frailestud.
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