En aquella época Frailes estaba regido por
las fuerzas adictas al Régimen Franquista y, aunque nunca se hablaba de él,
siempre estaba presente en nuestros pensamientos. Casi nunca oí a mis padres
hablar de lo que ahora llamamos política, solo se que la calle Tejar cambió su
nombre por el de Avenida del Generalísimo, que en las escuelas había colocados
cuadros de Francisco Franco y de José Antonio Primo de Rivera y que el
Ayuntamiento era un lugar que daba repelús, pues de allí venían, a veces las
multas. La Guardia Civil imponía mucho respeto y miedo. La pareja se presentaba
en nuestras vidas en las ocasiones de peligro y yo me quedaba pasmado cuando la
veía pasar llevando a una persona esposada.
El Cuartel, en la calle Ancha, tenía una
puerta verde y algo así como un pasillo de ‘porla’ o cemento, ocupando sus
lados las oficinas y despachos. La Guardia Civil iba a pie con capas verdes y
con el cañón del fusil mirando al cielo. Más tarde, iban de servicio en sus
propias motos de poca cilindrada. Cuando era niño no me daba cuenta de estas
cuestiones pero –después- pensándolo bien todo encajaba. El cura, el cabo y el
alcalde formaban las fuerzas vivas, las que decidían lo que se hacía en el
pueblo. Por otro lado, la riqueza la tenían los propietarios, y el resto de la
sociedad frailera sólo conocía la miseria y el miedo, buscando consuelo en la
iglesia, en el cura y en la religión. Casi todo el mundo iba a misa ya que, si
no ibas, te señalaban con el dedo. Existía también el Sindicato, instalado
junto al Ayuntamiento, en la plaza de José Antonio. Sólo se componía de un par
de habitaciones, pertenecientes a la casa de los Amandos. Como mando sindical
estaba David Tello, manco, que vestía elegantemente con chaqueta y corbata y se
tomaba sus copitas en La Cueva y en la taberna de la misma plaza, regentada
primero por Cristóbal y luego por la Hilaria.
No se si será verdad pero en el pueblo se
decía que el Manco Tello había perdido la mano durante la guerra.. David era
una persona cultivada. al que le gustaba tanto la ópera como el brandy. Vivía
con su madre -doña Librada- en la calle San Antonio, junto a la tienda de
tejidos que regentaba su hermano Antonio Tello y Francisco Alcaide, que
alternaba su trabajo en el Ayuntamiento con el cobro de letras de un banco.
El médico, don Fermín, era una de las
personas más influyentes de aquella sociedad y de aquella época. Vivía en una
de las mejores casas de la villa, junto a la Iglesia y el Ayuntamiento, y llegó
a ser alcalde muchos años. Era una persona de cuerpo pequeño y siempre iba
vestido con traje. Estaba casado con una hija de doña Librada con la que tuvo
dos hijos: don Enrique, ingeniero, que llegó a ser director de la Fasa-Renault
en Sevilla, y David, estudiante de Medicina que murió muy joven. Don Fermín
atendía una consulta diaria en su casa de la calle Rafael Abril, una casa
grande con pista de tenis, piscina, muchos huertos y muchas habitaciones llenas
de todo. Los vecinos íbamos a aquella sala de espera, con mucha luz, cristales
de colores, a la que se entraba por una escalinata y, a la derecha, la habitación que hacía de consulta con su
característico olor a alcohol. Era un hombre de muchos posibles y se podía permitir tener mozas y niñeras en
la casa.
Visitaba a sus pacientes a través de una
especie de Iguala, que era una cantidad anual en especie o en dinero, o le
pagaban a tanto la consulta. La casa estaba llena de muebles y. cuando se
cosechaba en verano, las cámaras se llenaban de trigo y de cebada y los mulos
llegaban cargados con sacos de grano. Eso se quedó en mi cabeza para los restos
de mi vida. Al igual que aquella imagen de los corrales, con gallos y pavos
hermosos que, tras las alambradas, se pavoneaban y cantaban al viento su
quiquiriquí. Igual ha quedado en mi mente la estampa de sus nietos, jugando en
el jardín de la casa, con grandes y buenos juguetes, como bicicletas, balones,
pelotas, etc. Y una fila de niños pobres mirando desde arriba, junto a la
iglesia, pegados a la alambrada que estaba llena de hiedra verde. A los niños
los cuidaba mi amigo Paco el del Potro. Después, al pasar los años, don Fermín
jugó conmigo a la escalera en La Cueva y recuerdo el sonido que hacía con su
nariz, sus dedos llenos de nicotina de los perennes cigarrillos en sus manos y
su impaciencia por terminar la jugada. Recuerdo muchas más cosas de este
hombre, como que siempre había alguien que le dejaba su sitio para que jugara
la partida, cómo salía la familia de la casa grande a la misa de los domingos,
todos impecablemente vestidos y cómo iban los niños acompañados de sus mozas y
niñeras. Yo me quedaba mirándolos como algo inalcanzable, mientras hablaban entre
ellos y todos los que esperaban en la puerta de la iglesia les sonreían.
Entraban en el templo y tenían reclinatorios especiales, mientras el cura salía
de la sacristía y empezaba la Santa Misa. También recuerdo que su nieto Fermín,
cuando fue mayor y también médico, salía conmigo a Alcalá y nos divertíamos
juntos.
Yo me sabía el ‘Cara al Sol’ y a veces lo
cantábamos en la escuela. Manolo el Sereno formaba parte de aquella sociedad y
era hombre de confianza de los alcaldes de aquella época. Les asesoraba en las
obras, mediaba en conflictos con vecinos y trataba de hacernos la vida más
agradable. Manolo era de Falange y lo vi vistiendo camisas azules con el yugo y
las flechas junto al bolsillo. El fue quien me inscribió en la OJE,
Organización Juvenil Española, y me dieron el carnet, con mi nombre y
apellidos, y una pequeña foto. Lo llevaba en mi bolsillo como algo importante.
Después, cuando fui al instituto de Alcalá, había un profesor al que le decían
el Piripi que nos daba Formación del Espíritu Nacional y había que tener aquél
carnet que me había gestionado Manolo. También en aquella época llegó a Frailes
la Sección Femenina, un pequeño ejército de mujeres, vestidas de uniforme azul
-y un gorro- que querían enseñarnos a ser mejores españoles. Ellas nos daban
clases, nos repartían pequeños libros y nos instruían en las cuestiones del
Movimiento.
Casi todo el mundo era franquista o al menos
en apariencia. Tan solo había un hombre que la gente decía que era comunista y
había estado en la cárcel, era Pepe el de los Telares, un hombre que tenía una
tienda de tejidos en la calle Rosario, junto con su hermano Amador. Decían que
Pepe oía la emisora de la Pirenaica, aquella que lanzaba cada noche consignas
comunistas. Pepe no tenía ni rabo ni cuernos, solo unas gafas de culo de vaso.
Vendía telas en un gran mostrador de aquella tienda que olía a borra y a
algodón, como a un telar en funcionamiento. Tenía un par de hijos, aunque no
vivía con su mujer. Hacía quinielas y bajaba algunos días por la calle Mesones
a tomar café a La Cueva. Habría más comunistas, pero probablemente estarían
escondidos o asustados. Una vez, cuando se inició la democracia y el Partido
Comunista fue legalizado, llegó un auto por la carretera, con altavoz en la
baca, emitiendo consignas y una mujer, Aurelia, la mujer de Florentino (calle
Cuevas,1), alzó su brazo con su puño cerrado y dio un grito. Aquello me llegó
al alma y -a ella- que durante tanto tiempo había sido mi vecina, la miré desde
mi casa y pensé para mí: ‘Bendito sea Dios’. Aquél día salieron algunos
comunistas a la calle y hablaron con los que había metidos en aquél coche, pero
durante la época franquista todo esto estuvo muy callado. Estaba
terminantemente prohibido hablar de ello y, aunque no había carteles ni ninguna
publicidad que lo prohibiera, en la mente de los fraileros estaba bastante
claro. No hacía falta.
Como ya he dicho en estas páginas, el centro
de Frailes era para mí el espacio comprendido alrededor de la tienda de mis
padres. Allí tenía mi mundo y por allí transcurrían mis días. Bajaba desde la
calle Horno, a través de la calle Corral, pasaba la esquina del Barriohondillo,
el puente de Las Cuevas y -zás- allí estaba aquella tienda en donde tenía mi
refugio. Alrededor del puente y junto al bar de Domingo el de Gregorillo, entre
lo que era el supermercado y la oficina de Fermín Mangote, el puente y la
baranda, la fuente y la cooperativa San Rafael. Por allí se juntaba mucha
gente, sobre todo en los días lluviosos, cuando no se salía al campo. Los
hombres se colocaban en la baranda, mirando pasar el agua, ya que a veces
venían grandes riadas. Entonces el agua bajaba muy turbia y acarreaba mucha
basura (vigas y grandes piedras) … y ruido. Sobre todo ruido. Nos quedábamos
mirando el nivel por si subía demasiado y anegaba la carretera. La gente se
divertía como podía. Algunos jugaban al ‘tito’, se colocaba un cartucho vacío
de los que se usan para las escopetas, se guardaba una distancia prudencial y
los jugadores trataban de tirarlo con una especie de piedras planas que buscábamos
en el río. Se podía jugar a los cartones, que sacábamos de las cajas de
cerillas, o al dinero, colocando monedas (perrillas y perra gordas) en lo alto
del cartucho. Si la piedra ‘aplanchetada’ que cada uno lanzaba quedaba más
cerca de los cartones o del dinero que allí había, se ganaba la partida. Otras
veces llegaban camiones llenos de naranjas y el conductor contrataba al
pregonero para pregonar su género. Yo recuerdo al pregonero López, que trabajó
en el Ayuntamiento. Iba por todas las calles, tocaba una trompeta metálica y
decía su pregón: el que quiera comprar naranjas muy buenas, ahora mismo hay un
camión en las Cuevas. Y la gente se desplazaba hasta allí. El camión se rodeaba
de una gran muchedumbre sobre todo niños que tratábamos de coger alguna
naranja. Otras veces, López pregonaba asuntos del Ayuntamiento y decía así: “de
parte del Sr. Alcalde, se hace saber que están al cobro los recibos de los
arbitrios”.
Una de las personas más esperadas en aquellos
largos inviernos de frío y grandes temporales era ‘Rogelio el de las Mantas’,
de la parte de Alicante, creo. Venía en un gran camión, con cabina y cajón
cubierto. Rogelio también solicitaba los servicios del pregonero y, cuando
alrededor del camión se juntaba un buen grupo de gente, comenzaba su actuación.
Se subía al borde del camión, se colocaba un micrófono conectado al altavoz en
lo alto del camión, e iniciaba su “show”. Rogelio era un charlatán que nos
dejaba a todos extasiados. Colocaba una manta a rayas en una caja y decía el
precio que quería, si la gente no respondía, se adentraba en el cajón del
camión y volvía con otra manta mejor y la colocaba encima de la primera, si la
gente seguía sin responder, sacaba pastillas de jabón que olían muy bien, algún
peine, y entonces los vecinos comenzaban a reaccionar. Él contraatacaba bajando
el precio del lote, diciendo: “no lo doy ni por 1.000, ni por 700 ni por 500,
este lote lo voy a dejar al precio de 450 pesetas”. Hasta que picaba alguien,
sacaba el dinero y compraba aquél lote. Y así un lote tras otro, y cada vez
sacaba mejores mantas y regalos, a cual más vistosas y de mejor colorido. Se
puede decir que casi todos los hogares fraileros tenían mantas de Rogelio, las
cuales, colocadas convenientemente en las camas, combatían los rigores de los
inviernos fraileros.
Venían todo tipo de vendedores. Unos traían
melones, sandías y frutas y otros vendían pescado. Se compraba de todo: desde
nueces o almendras hasta ganado, mulos, cabras y ovejas, burros … de todo. Y
todos pasaban por allí, por lo que bien puede decirse que aquel lugar era el
centro comercial de la villa de Frailes. También llegaban grandes camiones de
abono y fertilizantes que abastecían a las dos cooperativas, que tenían por
allí sus cocheras llenas de sacos por las paredes. Había algunos hombres que
descargaban estos grandes camiones con 10.000, 15.000 o 20.000 kilos de abono.
Uno de ellos era mi tío Camilo, o el gitano Valentín, Tallillos, Migueliche y
algún otro. Se colocaban en la cabeza un saco como capucha y así se cargaban
sacos de 50 kilos, uno tras otro. Acababan extenuados, pero los 30 o 40 duros
que recibían le venían de perlas. Después, sudorosos se hinchaban de vino
manchego… y aquí paz y después gloria.
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