En aquel tiempo la calle Tejar se llamaba
calle del Generalísimo, y llegaba hasta la calle Almoguer. Estaba en plena
carretera, a un lado para Alcalá y al contrario para Valdepeñas. En la calle
Mesones estaba el Cinema España y, desde
mi tienda, yo veía entrar a la gente que iba cada semana al cine. Al lado
estaba la posada y la tienda de Vicente Romero (Tambor), casado con Francisca
Gálvez; a la posada se entraba por un portón que había frente a la parte
trasera de lo que hoy es la Posá. Era
un portón pesado, con anillas, que al no cerrar bien se quedaba medio abierto.
Yo entraba por allí: había casi siempre gente y un inconfundible olor a
estiércol, debido a que allí se hospedaban los tratantes con sus bestias. Allí
pude ver personajes muy peculiares, como el de un señor que limpiaba sombreros
a sus clientes, con unos cepillos y un liquido que los abrillantaba. O a aquel
que hacía fotografías con una cámara de tres pies largos, un trípode. El buen
hombre se escondía en una especie de saco que salía de la máquina, le daba a un
botón y salía un ‘pajarito’. Pasado un rato, y después de poner las fotos en
unos líquidos, comenzaba a verse la imagen hecha. Era algo mágico y, a pesar de
que era bastante caro, a la gente le gustaba. Por aquél portón de la posada
entraba yo casi todos los días. En ella había algo especial que me atraía, tal
vez porque la gente no era de Frailes. Llegaban allí para la feria, para la
fiesta de San Pedro o para hacer algún trabajo de vez en cuando. Algunos
ejercían oficios bastantes raros.
A la tienda de Vicente Tambor se entraba por
la misma calle Mesones. Me acuerdo muy bien de un aparato que tenía en lo alto
del mostrador para medir el aceite que vendía. Este aparato tenía una especie
de cristal y por allí se veía el líquido verde subir y así se ajustaba a la
medida que la gente quería comprar. Frasquita, la mujer de Vicente Tambor,
estaba al frente de la tienda. La gente entraba, daba unos golpes en el
mostrador y entonces salía Frasquita para ver lo que quería cada uno. El aceite
era algo valioso, así que no todo el mundo tenía acceso a él. Se compraba en
pequeñas dosis y quitaba muchas hambres, ya que los niños comíamos ‘hoyos de
aceite’ que se hacían con un canto de pan, al se le hacía un hoyo con una
navaja y se le echaba el aceite. La casa de Vicente Tambor tenía algo especial
que a mí me daba un poco de miedo. Eran unos ojos que miraban casi siempre por
aquella reja entreabierta que daba a la calle. Me imaginé mi tienda vigilada
por las fuerzas del régimen que imperaba, pero eso lo pensé después. Vicente y
Frasquita tenían dos hijos: Antonio y Vicente. El primero estudió con los curas
en el seminario de Jaén y se hizo seminarista junto con Miguel Tello y Paco el
del Practicante, aunque ninguno de los tres abrazó el sacerdocio, pero los
veíamos en aquellos tiempos como niños especiales. Después se fueron saliendo
uno a uno del Seminario. Gálvez, que así le llamábamos al hijo de Vicente y
Frasquita, nos daba clases de Latín en un cuarto pequeño de la tienda y de la
posada. Yo fui unos días de un verano, con Rafalillo el de la Coral o Paco el del
Nacimiento. Gálvez no quiso seguir estudiando y su padre lo quiso ‘domar’,
llevándolo a la aceituna y haciéndole trabajar en el campo, pero el padre no lo
consiguió, hasta tal punto que un día le dijo al padre que le hiciera una foto
de recuerdo en el tajo de la aceituna, porque ya no lo vería más en el campo. Y
se marchó al Pirineo y allí se casó con una catalana. Una vez que fui a ver a
mi hermano, que también trabajaba por allí, me lo encontré trabajando en un
mesón y, al poco tiempo, otro año que fui
a ver a mi hermano de nuevo, el mesón se había transformado en un hotel. Allí
comimos, en el restaurante del hotel, en donde Gálvez nos saludó y nos pagó el
postre. También se llevó con él a su madre Frasquita. Un día vino a Frailes y
derribó lo que quedaba de aquella vieja posada.- tienda que aún permanece sin
edificar junto al Cinema España.
Frente a la posada de Tambor estaba la otra
pensión, la de Amadora la Rubia,
que era la principal vecina de mis padres por la cercanía de la casa. Allí
vivía con su marido Rafalico y sus dos hijos: Mercedes y Antonio. La Rubia era una mujer seria,
correcta, a la que yo veía pasar desde la posada hasta un corral que tenía en
la calle Cuevas, lleno de gallinas. La veía salir al tranco de la casa, vestida
de negro, con un moño como el de mi madre. Tenía sus propios clientes, algunos
de los cuales eran viajantes que venían a ofrecer artículos a las escasas
tiendas del pueblo. Llevaban grandes maletas en donde guardaban el género para
enseñarlo a sus clientes. Otros, los manchegos,
venían a vender queso, con esa inconfundible especie de camisa larga a
rayas negras, sin cuello, y llevaban al hombro algo así como una talega que
daba a los dos lados del cuerpo en donde llevaban los quesos, junto a una
romana pequeña a modo de báscula para poder pesarlos. Estos hombres venían
todos los meses, recorrían las calles de Frailes y ofrecían sus quesos al
personal, aunque también vendían azafrán en hebra para condimentar los guisos.
Otro cliente de la Rubia
hacía cuadros grandes de pequeñas fotos que la gente le daba y él los
reproducía a mayor tamaño. Se llevaba las fotos de sus clientes y, al mes
siguiente, les entregaba el cuadro en grande, previo pago de la cantidad
pactada, la cual podía dividirse en fracciones para pagar a plazos.
Rafalico, el marido de la Rubia, se dedicaba al campo
y tenía un mulo que guardaba en una cuadra del piso, bajo de la posada. A veces
se sentaba en el tranco de la puerta a fumarse un cigarro y salía y entraba
varias veces. En el tiempo de la vendimia yo solía verlo fregando los toneles
que sacaba a la fuente de al lado. Acostumbraba a hacer un mejunje con azufre que metía por el
agujero del tonel valiéndose de una cadena. Cada año hacía la misma operación.
Como sólo tenía un mulo, se juntaba con otro agricultor para formar una yunta
para arar, principalmente. Un día iba a la propiedad de uno y a la semana
siguiente al pedazo del otro. Eran conocidos como los aparceros y unían sus
fuerzas para trabajar las propiedades que tenían. Así realizaban juntos todas
las labores del campo, desde la recogida de aceituna, la vendimia, la tala, la
siembra, las hortalizas, etc. La posada de la Rubia estaba entre los dos arroyos que pasaban
por las Cuevas, el río Chorrillo y el de los Barrancos, por ello la casa estuvo
sujeta a peligros en invierno, ya que las riadas que se formaban eran muy
peligrosas, de ahí que en más de una ocasión la casa se viera inundada.
Yo entraba de vez en cuando a la posada, cuya
puerta estaba tapada por una cortina. A mano derecha había una habitación que
hacía las veces de recibido, en donde se sentaban los dueños y los clientes. La
posada se completaba con otra habitación más, la cuadra, una cocina y las
escaleras que conducían a las habitaciones y dormitorios.
Yo me situaba en el centro de la villa -o eso
creo ahora- pues siendo pequeño tal vez no fuera demasiado consciente. Dominaba
las calles principales por donde solía pasar la mayor parte de los vecinos. En
esta encrucijada también podían verse lugares de ocio, como el Cinema España, del
que probablemente se haya escrito mucho, pero fue sin duda algo que nos alegró
la vida en aquel Frailes gris y oscuro. Solía verlo desde la tienda de mis
padres, junto al mostrador, en donde destacaba la báscula. Desde allí tenía una panorámica perfecta y podía
controlar el tiempo que faltaba para que la proyección empezase. Veía la gente
que había entrado, si habían pasado mis amigos o alguna niña que me gustase.
Cuando miraba a mi madre, ella se hacía la desentendida, aunque sabía
perfectamente que lo que yo quería era salir corriendo y entrar en aquél mundo
de sueño e ilusión que -para mí- era el
Cinema España.
Pero hasta el último minuto mi madre no me
daba su permiso y, cuando esto ocurría, yo ya estaba preparado, me había
llenado los bolsillos de pipas de un saco a granel que teníamos en la tienda y
había cogido un par de pesetas de una maceta que teníamos bajo el mostrador
llena de monedas. En fin, que estaba listo para salir corriendo y auparme a
aquél pedazo de ladrillo veteado que había en la taquilla, mientras Carmelita,
la hermana de Ferminillo, me daba la entrada que me abría las puertas de aquel
cielo. Le daba la entrada a Teófilo, portero y acomodador a la vez, y subía
como una bala las escaleras hacía ‘el gallinero’. A oscuras buscaba el rincón
en donde estaban mis amigos o donde me sentía mejor. Sentado en aquellas tablas
de madera con la cabeza que casi rozaba el techo de vigas. Comenzaba así aquél
idilio cinematográfico. Miraba a todo mí alrededor para saber quienes eran los
que tenía más cerca y así hasta que llegaba el descanso. Éste era importante
porque podía bajar al ambigú, mirar desde el anfiteatro la gente que había en
las butacas y -sobre todo- para escuchar aquella música que Ferminillo ponía
como, por ejemplo, ‘Ansiedad’, canción que años después supe que era de Nat
King Cole. Aquella musiquilla de ‘ansiedad de tenerte en mis brazos musitando
palabras de amor’…, me transportaba a mis sueños irrealizables, como una
especie de deseo inexplicable. Había otras canciones que me despertaban
parecidas sensaciones, como la de aquel ‘el bodeguero bailando va… toma
chocolate, paga lo que debes’, o las muy famosas y conocidas de Antonio Molina,
el genial cantor que se quedaba traspuesto y que yo me atrevía a imitar
mentalmente.
El cine suponía una definición social del
Frailes de aquella época. La distribución era claramente clasista. Abajo, en
las butacas, estaban los más ricos y las fuerzas vivas; en el anfiteatro la
clase media y -en el gallinero- la clase baja y menos considerada … y los
nenes, que éramos los más ‘exentos’. También se aprovechaba el descanso para ir
al retrete, que estaba en el patio, una vez bajado el ambigú. Era un buen
mirador para mí.
También me gustaba curiosear en la sala de
proyección, dominada generalmente por Ferminillo, aunque a veces era mi amigo
Miguel Montes el maestro de ceremonias. Yo pasaba a verlo y a empaparme de lo
que por allí había. Era Miguel un afanoso trabajador del cine: comenzó
repartiendo unas pizarras publicitarias que se colocaban en (en la puerta de la
iglesia, junto a la Cuesta
de Cazaleno y en el Nacimiento o en los Picachos); después aprovechaba los
descansos para vender, en una especie de bandeja atada al cuello, todo tipo
chucherías, como pipas, caramelos, chocolatinas o un regaliz negro que picaba más de la cuenta, para
terminar finalmente como el empleado de la proyección.
El padre de Ferminillo se llamaba Fermín. Era
carpintero, músico y un hombre bastante innovador para su época. Recuerdo su
figura, montado en un coche que había diseñado al que llamábamos ‘la cajilla de
mixtos’. También lo veía pasar por la carretera en aquel trasto y subía a
Sotorredondo, en donde tenía una huerta. Su otro hijo, Antonio, era viajante,
es decir, lo que se conoce hoy como agente comercial. Por eso siempre iba bien
vestido y olía muy bien, cosa que yo notaba cuando pasaba por mi lado. Me
acuerdo perfectamente de su boda, que se celebró en el patio de butacas del
Cinema España. Una “boda de comida” que se hacía por la mañana, según decían
para diferenciarlas de las “de refresco”, que se hacían por la tarde.
Las “bodas de refresco” eran muy sencillas,
limitándose a repartir dulces y copas de licor, sobre todo aguardiente y
garbanzos tostados. Pero en la boda de Antonio Murcia y Dolores Cano hubo pavo
trufado, comida que yo no sabía siquiera lo que era, pero los camareros nos lo
dijeron y allí estábamos en la puerta del cine, desde las doce de la mañana,
esperando que se acabara la boda para que nos repartieran los restos que
hubieran quedado. Yo tenía ilusión de probar el pavo trufado porque pensaba que
era algo especial. Los nenes de aquella época nos apostábamos a las puertas de
donde se hacían las bodas y, cuando salía alguno de los invitados, le pedíamos
algo de comida, aunque no siempre teníamos éxito: unos nos daban y otros no. Y
no es que yo tuviera hambre -que quizás tenía- pero en las bodas de comida
había atún con musa, salchichón del bueno y algo de queso. De vez en cuando
salía algún que otro invitado y hacía una obra de caridad repartiendo algo. La
espera también se justificaba porque, después de la boda, nos dejaban entrar en
tromba, ocasión que aprovechábamos para limpiar las mesas y llevarnos todo lo
comestible. Eran tiempos de hambre y necesidades y no estábamos bien
alimentados, así que mucha gente buscaba como podía la forma de meter algo en
el estómago
Una vez retirados los artilugios de la boda,
se formaba un baile, generalmente con la ‘Orquesta Trébol’, del mismo Frailes.
Sus componentes eran Antoñico el Correor o el Cojo Canelo a la batería; Miguel
el Zapatero al saxofón; Teófilo, también zapatero, al clarinete y Vicente
Merino, el carpintero, a los platillos. Se bailaban pasodobles o foxtrox y
algunos ritmos más moderno: valses, chachachá y no sé que más.
El Salón de Manolín era otro lugar de
diversión. Situado en la calle Tejar, 4, junto a la tienda de mis padres, del
que era propietario Manuel Serrano, dueño asimismo de la tienda de mis padres.
Manolín, como se le conocía por todo Frailes, era una persona interesante, con
un halo como de conspirador, que se sentaba en un tronco de madera que tenía
frente a su casa de la calle Cuevas, junto al bar La Cueva, y allí sentaba a todo hijo de vecino que pasaba y,
tras confesarlo, mantenía conversaciones largas y alargadas. Era un hombre
austero que miraba por lo que tenía y que siempre buscaba a personas sencillas
para que le hicieran diversos trabajos. Uno de ellos fue Luis Gamazo, que vivió
con él durante mucho tiempo e incluso se quedó en la casa de Manolín, al morir
éste y su esposa. Manolín manejaba muchos hilos, hacía tratos y obras y
contrataba gente para trabajar. Tenía tierras, un tejar de ladrillos, tejas y
cal. Daba trabajo a algunas personas, a tiempo parcial y no muy bien
remunerado, algo parecido como los contratos basura de ahora o peor, pero era
lo que había. Tenía a su servicio a un mulero y a algunas mozas de labores en
casa y –en la época de la aceituna-
había un trajín de gente bastante considerable.
La casa de Manolín tenía un portón grande de
madera, por donde entraban los mulos y el par de yuntas que tenía. También
tenía un carro que era tirado por una piara de vacas feas y secas a las que un
vaquero sacaba a pastar casi siempre a una finca que tenía en las Carboneras.
Los paseos diarios por medio de la carretera eran seguidos por los niños. Aquel carro grande y destartalado, con dos grandes
ruedas, unos palos de madera y una estela de hierro a todo alrededor, hacía un
ruido infernal siempre que pasaba por la carretera.
Pero como más fama adquirió Manolín fue con
su salón de baile, una construcción en un inmueble de la calle Tejar,
concretamente donde están ahora Unicaja y la casa de mi hermano Antonio. En
principio el salón estaba en el piso de arriba y se accedía a él por medio de
unas escaleras. En medio de la puerta se colocaba Luis Gamazo, como portero
implacable que no dejaba pasar a nadie. Era como un ‘perro de presa’, fiel a su
‘amo’ que seguía con constancia y voluntad todas sus órdenes.
Luis Gamazo era un hombre pequeño metido en
una ropa que le quedaba bastante grande. Se ataba el pantalón con un cinturón
ancho y con muchos agujeros y accesorios, sobre el que colgaban llaves y
llaveros de distintos tipos. Un día llegué a contarle catorce relojes en las
manos. Como una gran llavero andante, siempre con un cigarro casi consumido en
la boca y, en la cabeza, la misma gorra
de propaganda que se la traían de
Sevilla los hijos de Manolín. Como digo, por la puerta del salón de baile no
pasaban más que los que compraban la entrada en una pequeña taquilla que había
al lado, pegada concretamente a las paredes de mí tienda, aunque muchos jóvenes
lo sobornaban con lo que más le gustaba a Luis, los llaveros. Era un rito ver
cómo se lo camelaban, le enseñaban el llavero en cuestión y a Luis se le iban
los ojos detrás de él. Entonces esperaba que la bulla de entradas amainara para
después hacer el trato correspondiente. A mí, generalmente, me dejaban entrar
de balde al baile, porque Manolín se llevaba bien con mi madre y salía y
entraba apenas sin dificultad. Sólo cuando Manolín contrataba a una gran
orquesta y el precio era caro, entonces pagaba hasta el gato. Una vez salvado
el escollo del portero, se subían las escaleras y allí estaba, primero la barra
del bar y separado por una barandilla la sala de baile, con una especie de escenario
al fondo. Alrededor de la pista de baile había una serie de butacas de madera
en donde se sentaban las madres que llevaban a sus hijas al baile. Casi todas
las orquestas eran de fuera, como los Crisant o el vocalista Nito Santana.
Alguna vez actuó la orquesta Trébol de Frailes, pero la mayoría eran conjuntos
músico-vocales que contrataba Manolín en Granada. Estaban formados por un
vocalista o cantante, un saxofonista o dos, a veces con guitarras eléctricas y
una animadora, un pianista y el batería que dominaba el centro. Generalmente,
el baile empezaba sobre el anochecer, los músicos tocaban, al principio, una
tanda de canciones para animar a que entraran los que había fuera, en la calle.
Los hombres pagaban una buena cantidad, que oscilaba entre quince o veinte
duros, y a veces más, un precio muy caro para la época, pues el sueldo de un
maestro, por ejemplo, era de unas 3.000 pesetas al mes. Las mujeres entraban
gratis y servían como cebo para que los hombres entraran. Ellas iban vestidas
con sus mejores ropas, se agrupaban en corrillos y bailaban juntas entre ellas,
cogidas de la mano, hasta que se acercaba una pareja de hombres. Comenzaba así
la hora de la seducción.
-
¿Queréis bailar?
La chicas se miraban entre ella antes de dar
el sí o el no.
-
Esta pieza no.
Al terminar se soltaban y así sucesivamente
con la misma cantinela. Pero si se gustaban el sí estaba hecho y –entonces- la
pareja se quedaba de pie en medio del salón esperando que la orquesta o el
conjunto musical comenzara otra canción. Los hombres que no tenían novia, en
principio se quedaban en la barra del ambigú, desde donde podían tener una
visión completa de todo lo que estaba pasando. Bebían cerveza, vino y el
combinado de ginebra con coca cola (cuba libre) que era ya conocido por
entonces. También el vodka con naranja y el brandy con chocolate. No así las
mujeres, que generalmente bebían refrescos como gaseosas, Mirindas, Citranias,
Pepsicola, Kas, etc.
En
aquella época había muchos jóvenes emparejados, ya que buscar novia se llevaba
mucho, sobre todo cuando se cumplían los 18 años. El hombre era quien solía
llevar la iniciativa. Si le gustaba alguna mujer, buscaba la ocasión de
decírselo, ya fuera en los bailes, al salir a comprar algo a la tienda, cuando
iba a por agua a la fuente y en otras ocasiones hasta por carta. Si se ponían
de acuerdo o se gustaban, comenzaban un idilio de forma oficial, con
consentimiento de ambas familia, y mantenían un noviazgo de varios años antes
de pedir la mano de la novia, siempre al padre de la chica. Poco después … boda
a la vista.
También era muy frecuente “llevarse a la
novia”, una especie de ‘secuestro’ consentido por ambos; como una aventura en
la huida del hombre y de la mujer, quienes abandonaban la casa familiar y
estaban fuera unos días. Esta acción -ya digo- era frecuente, aunque estaba mal
vista en aquel tiempo, si bien solucionaba muchos problemas. Era una manera de
ahorrarse el gasto de la boda que muchas familias no se podía permitir.
‘Llevarse a la novia’ no era una solución adecuada, por supuesto, ya que sólo
se solucionaba el problema de que la pareja podía vivir juntos pero luego, al
no tener dónde vivir, lo tenían que hacer en casa de los padres y de los
suegros. Otros decidían marcharse fuera a trabajar y así poder ahorrar para
volver y comprarse una casa, asunto que no estaba al alcance de muchos
bolsillos. No obstante se había avanzado algo en estas cuestiones del amor: los
novios podían salir a pasear a la carretera, ir juntos a misa o al baile o
hablar un rato. También había noviazgos
y bodas por conveniencia de las familias. Como decía el refrán ‘Dios los cría y
ellos se juntan’.
Pero siguiendo con el tema de los bailes en
el salón de Manolín, como decía antes, la mayoría de jóvenes y hombres se
colocaban en la barra para ver bien el panorama que se les presentaba. Allí
podían sacar todo tipo de conclusiones: qué mujeres habían ido al baile, por
quién iban acompañadas, las que se pegaban más, las que eran más “ligerillas”,
etc. Después de tomarse unas copillas llegaba la hora de “tirarse al ruedo”,
aquél rectángulo que era el dominio reservado a las mujeres: las madres con sus
hijas, las amigas y vecinas, y toda una parafernalia social que había que
digerir. En definitiva ‘echarse palante’ y pedirle que bailara contigo la mujer
que te gustaba. No todos conseguían su propósito. Algunas tenían desaires y casi nunca bailaban con nadie, a
no ser que llegara la persona que le gustaba a ella. También había un lenguaje
de signos entre hombres y mujeres, y las madres o ‘carabinas’ estaban atentas a
todo lo que pasaba.
Yo era y sigo siendo tímido. Esa forma de ser
me impedía dirigirme a la joven que me gustaba y -¿para qué lo voy a negar?- a
mí no me hacía caso casi ninguna nena de
mi edad. Por eso me iba con las más mayores que yo, porque las veía allí
sentadas y aburridas, con ganas de bailar pero que nadie se lo proponía. Era la
ocasión para.-casi sin hablar- me sentaba al lado de alguna y, la verdad, no sé
si le pedía que bailara o qué es lo que salía de mi boca. El caso es que, de
pronto, me veía rodeado por sus brazos y
mis manos envolvían su espalda igualmente. Así pasaba mis días de baile,
claro que era muy joven, casi un niño. Pero me gustaba mucho la música y
aquellas canciones que por aquellos años sonaban, como ‘La hoja verde’,
‘Solamente una vez’ y ‘Tres cosas hay en la vida’, además de los grupos,
intérpretes y conjuntos, de los que especialmente guardo buen recuerdo: ‘Los cinco latinos’,
Torrebruno, Paul Anka, José Luis y su guitarra, el Dúo Dinámico, Elvis Presley
y algunos más.
En el baile había varios descansos, decididos
por el dueño del salón con una señal que
hacía a los músicos para que pararan de tocar y así la gente, ya en la barra, podía consumir y gastarse el
dinero en invitar a sus novias y familia. Había varios descansos, pues el baile
duraba hasta la madrugada. Los novios formales, los que ya tenían unas
relaciones aceptadas por sus familias, salían a pasear por la carretera y
aprovechaban el lugar y el momento para “toquetearse”. Los que eran simples
ligues se iban hacia lo más oscuro para que nadie los viera y otros se
desparramaban por alguna taberna y tomaban algo sólido.
A veces, de pronto, y una vez que el alcohol
había hecho ya su efecto y los ánimos estaban más a flor de piel, se armaba una
pelea. Un día vi a Fermín Mudarra tumbado en el suelo, dando vueltas, mientras
un grupo de jóvenes se abalanzaba contra él. Fermín no paraba de recibir
empellones, porque eran muchos y no
podía quitárselos de encima. Sus botas altas -camperas- relucían en el salón de
Manolín. Pronto acudió su hermano
Ezequiel, Pepito el de la Cueva,
Pepe Moya y otros amigos para tratar de mediar y que el asunto no fuese a
mayores. Pero sí, la gente se peleaba, algunos los jaleaban, hacían un círculo
y les dejaban que se dieran mandoblos. Por eso, siempre en los bailes había una
pareja de la Guardia
Civil que con sus tricornios intimidaban al personal. La
fiesta seguía y seguía hasta las cuatro o las cinco de la mañana, después todo
se acababa y los ‘machos peludos’ iban buscando cualquier taberna o bar que
hubiera abierto para seguir emborrachándose. En estas reuniones se contaban lo
que les había pasado e incluso se atrevían a ir de serenatas, dando el tostón a
cualquier mujer de Frailes, aunque algunos salían trasquilados. Un cubo de agua
fría salía del balcón o de la ventana y ponía en polvorosa a músicos y
cantantes.
En el salón de Manolín también se celebraban
bodas, siendo las más frecuentes las que hizo Antonio Peñalver, el Trompero.
Éste era un alcalaíno que tenía un
negocio de este tipo en el Juego Pelota. Era un hombre alegre y afable, con
buena visión comercial. Cada día que había boda organizada por el Trompero, era
una fiesta para mí. Desde casi al amanecer, comenzaba a llegar su equipo, un
grupo de camareros, entre los que se encontraba casi siempre Pepe el Cantarero,
persona que tuvo mucho que ver conmigo unos años después. Y digo que era una
fiesta porque el día cambiaba. Antonio era amigo de mi madre debido a ciertos
contactos comerciales y -por eso- entraba a mi tienda con toda libertad, si es
que le hacía falta cualquier cosa que mi madre tuviera. Él no tenía más que decirlo y hecho. A cambio
nos traía de todo lo que había en la boda, sobre todo aquel atún de tronco que
venía en latas grandes, con mucho aceite. Con un buen trozo
de pan era un magnífico regalo en aquellos tiempos. Y platos enteros de
jamón y queso, cerveza, refrescos, vino ... De todo nos traía Antonio. Su
equipo montaba las mesas, con unos
taburetes de madera o metálicos, colocaba los manteles ( al principio de tela,
después rollos de papel). Colocaban cubiertos, vasos, botellas de vino,
cerveza, platos de aceitunas, patatillas y almendras tostadas de vez en cuando.
A las doce de la mañana ya estaba casi
todo preparado para esperar a los novios.
Éstos celebraban la ceremonia religiosa en la
iglesia de Santa Lucía y, al terminar, hacían un recorrido a pie por la calle
Rafael Abril y por el cuartel de la Guardia Civil viejo, subían luego por la calle
Elvira y la calle Cuevas hasta llegar al salón en la calle Tejar, 4. Los novios
cogidos del brazo iban primero, después los padrinos y después los invitados.
Este cortejo era seguido por los vecinos,
que llenaban las calles y disfrutaban de lo lindo de un acontecimiento
tan principal, aderezado con toda clase de dimes y diretes que duraban varios
días. Una vez que entraban en el salón, se cerraban las puertas y Luis Gamazo
velaba para que nadie pasase sin estar invitado. En la puerta quedábamos un
gran grupo de chiquillos ‘esmayaos’, como los niños de los gitanos y de otras
familias pobres. Olíamos que allí había comida de la buena y que podíamos comer
de manera extraordinaria alguna tapa de jamón, queso o atún. A eso de las cinco
de la tarde se abrían las puertas, señal de que la boda estaba terminando. Eso
quería decir que los invitados habían comido y, sobre todo … habían regalado,
casi siempre dinero. En la mesa presidencia se colocaban los novios y los
padrinos, con bandejas de los mejores dulces, y otras de copas de licor. El
padrino se encargaba de repartir los
puros según llegaba la comitiva que, dinero en mano, soltaba los billetes de
100, 500 o 1.000 pesetas, según el grado de compromiso.
Algunos juntaban una verdadera fortuna, otros
algo menos, pero la boda era un seguro para comenzar una nueva vida de casados.
Cuando se abrían las puertas del salón, podíamos entrar los no invitados y
corríamos hacía las mesas buscando as “sobras” que habían dejado los invitados:
mendrugos de pan, culos de bebida, tapas de queso, restos de atún, algún resto
de la tarta y así saciábamos nuestras faltas y nuestras ganas. Porque en
aquella época eran muchos los que pasaban hambre, teniendo que pedir, tanto
payos como gitanos, de casa en casa para llevarse algo a la boca. En unas casas
lee daban mendrugos de pan, en otras restos de aceite y hasta algo de ropa. Así
funcionaba la caridad cristiana frailera frente al hambre, la miseria y los
piojos. Sí, los piojos, liendres incrustadas en nuestras cabezas que, cuando
hacía sol, algunas madres despiojaban, mientras los hombres miraban el agua del
río. Eran 1950 y 1960.
Decíamos que era Antonio el Trompero quien
ponía fin a la boda. Después venía a la tienda de mi madre, hablaba con
ella, y sus camareros le traían las
latas vacías del atún, papelones de queso, jamón o mortadela y alguna que otra
bebida. Aquel hombre de sonrisa amplia, de buenos modales, alegre, que parecía
feliz y contento con sus empleados, se marchaba para Alcalá, dejando una estela
de felicidad en mi cara y en la de mi madre. No era para menos, ya que nos
había dejado comida para una semana. Y así hasta que volvía a Frailes para una nueva boda. Yo, de niño, siempre que
iba Alcalá cuando a estudiar en el COPEM, me acordaba de este hombre, e incluso
me pasaba por su salón de bodas para verlo entrar o salir.
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