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martes, 20 de octubre de 2015

SER DE FRAILES. CAPITULO CINCO

En aquel tiempo la calle Tejar se llamaba calle del Generalísimo, y llegaba hasta la calle Almoguer. Estaba en plena carretera, a un lado para Alcalá y al contrario para Valdepeñas. En la calle Mesones  estaba el Cinema España y, desde mi tienda, yo veía entrar a la gente que iba cada semana al cine. Al lado estaba la posada y la tienda de Vicente Romero (Tambor), casado con Francisca Gálvez; a la posada se entraba por un portón que había frente a la parte trasera de lo que hoy es la Posá. Era un portón pesado, con anillas, que al no cerrar bien se quedaba medio abierto. Yo entraba por allí: había casi siempre gente y un inconfundible olor a estiércol, debido a que allí se hospedaban los tratantes con sus bestias. Allí pude ver personajes muy peculiares, como el de un señor que limpiaba sombreros a sus clientes, con unos cepillos y un liquido que los abrillantaba. O a aquel que hacía fotografías con una cámara de tres pies largos, un trípode. El buen hombre se escondía en una especie de saco que salía de la máquina, le daba a un botón y salía un ‘pajarito’. Pasado un rato, y después de poner las fotos en unos líquidos, comenzaba a verse la imagen hecha. Era algo mágico y, a pesar de que era bastante caro, a la gente le gustaba. Por aquél portón de la posada entraba yo casi todos los días. En ella había algo especial que me atraía, tal vez porque la gente no era de Frailes. Llegaban allí para la feria, para la fiesta de San Pedro o para hacer algún trabajo de vez en cuando. Algunos ejercían oficios bastantes raros.
A la tienda de Vicente Tambor se entraba por la misma calle Mesones. Me acuerdo muy bien de un aparato que tenía en lo alto del mostrador para medir el aceite que vendía. Este aparato tenía una especie de cristal y por allí se veía el líquido verde subir y así se ajustaba a la medida que la gente quería comprar. Frasquita, la mujer de Vicente Tambor, estaba al frente de la tienda. La gente entraba, daba unos golpes en el mostrador y entonces salía Frasquita para ver lo que quería cada uno. El aceite era algo valioso, así que no todo el mundo tenía acceso a él. Se compraba en pequeñas dosis y quitaba muchas hambres, ya que los niños comíamos ‘hoyos de aceite’ que se hacían con un canto de pan, al se le hacía un hoyo con una navaja y se le echaba el aceite. La casa de Vicente Tambor tenía algo especial que a mí me daba un poco de miedo. Eran unos ojos que miraban casi siempre por aquella reja entreabierta que daba a la calle. Me imaginé mi tienda vigilada por las fuerzas del régimen que imperaba, pero eso lo pensé después. Vicente y Frasquita tenían dos hijos: Antonio y Vicente. El primero estudió con los curas en el seminario de Jaén y se hizo seminarista junto con Miguel Tello y Paco el del Practicante, aunque ninguno de los tres abrazó el sacerdocio, pero los veíamos en aquellos tiempos como niños especiales. Después se fueron saliendo uno a uno del Seminario. Gálvez, que así le llamábamos al hijo de Vicente y Frasquita, nos daba clases de Latín en un cuarto pequeño de la tienda y de la posada. Yo fui unos días de un verano, con Rafalillo el de la Coral o Paco el del Nacimiento. Gálvez no quiso seguir estudiando y su padre lo quiso ‘domar’, llevándolo a la aceituna y haciéndole trabajar en el campo, pero el padre no lo consiguió, hasta tal punto que un día le dijo al padre que le hiciera una foto de recuerdo en el tajo de la aceituna, porque ya no lo vería más en el campo. Y se marchó al Pirineo y allí se casó con una catalana. Una vez que fui a ver a mi hermano, que también trabajaba por allí, me lo encontré trabajando en un mesón  y, al poco tiempo, otro año que fui a ver a mi hermano de nuevo, el mesón se había transformado en un hotel. Allí comimos, en el restaurante del hotel, en donde Gálvez nos saludó y nos pagó el postre. También se llevó con él a su madre Frasquita. Un día vino a Frailes y derribó lo que quedaba de aquella vieja posada.- tienda que aún permanece sin edificar junto al Cinema España.
Frente a la posada de Tambor estaba la otra pensión, la de Amadora la Rubia, que era la principal vecina de mis padres por la cercanía de la casa. Allí vivía con su marido Rafalico y sus dos hijos: Mercedes y Antonio. La Rubia era una mujer seria, correcta, a la que yo veía pasar desde la posada hasta un corral que tenía en la calle Cuevas, lleno de gallinas. La veía salir al tranco de la casa, vestida de negro, con un moño como el de mi madre. Tenía sus propios clientes, algunos de los cuales eran viajantes que venían a ofrecer artículos a las escasas tiendas del pueblo. Llevaban grandes maletas en donde guardaban el género para enseñarlo a sus clientes. Otros, los manchegos,  venían a vender queso, con esa inconfundible especie de camisa larga a rayas negras, sin cuello, y llevaban al hombro algo así como una talega que daba a los dos lados del cuerpo en donde llevaban los quesos, junto a una romana pequeña a modo de báscula para poder pesarlos. Estos hombres venían todos los meses, recorrían las calles de Frailes y ofrecían sus quesos al personal, aunque también vendían azafrán en hebra para condimentar los guisos. Otro cliente de la Rubia hacía cuadros grandes de pequeñas fotos que la gente le daba y él los reproducía a mayor tamaño. Se llevaba las fotos de sus clientes y, al mes siguiente, les entregaba el cuadro en grande, previo pago de la cantidad pactada, la cual podía dividirse en fracciones para pagar a plazos.
Rafalico, el marido de la Rubia, se dedicaba al campo y tenía un mulo que guardaba en una cuadra del piso, bajo de la posada. A veces se sentaba en el tranco de la puerta a fumarse un cigarro y salía y entraba varias veces. En el tiempo de la vendimia yo solía verlo fregando los toneles que sacaba a la fuente de al lado. Acostumbraba a  hacer un mejunje con azufre que metía por el agujero del tonel valiéndose de una cadena. Cada año hacía la misma operación. Como sólo tenía un mulo, se juntaba con otro agricultor para formar una yunta para arar, principalmente. Un día iba a la propiedad de uno y a la semana siguiente al pedazo del otro. Eran conocidos como los aparceros y unían sus fuerzas para trabajar las propiedades que tenían. Así realizaban juntos todas las labores del campo, desde la recogida de aceituna, la vendimia, la tala, la siembra, las hortalizas, etc. La posada de la Rubia estaba entre los dos arroyos que pasaban por las Cuevas, el río Chorrillo y el de los Barrancos, por ello la casa estuvo sujeta a peligros en invierno, ya que las riadas que se formaban eran muy peligrosas, de ahí que en más de una ocasión la casa se viera inundada.
Yo entraba de vez en cuando a la posada, cuya puerta estaba tapada por una cortina. A mano derecha había una habitación que hacía las veces de recibido, en donde se sentaban los dueños y los clientes. La posada se completaba con otra habitación más, la cuadra, una cocina y las escaleras que conducían a las habitaciones y dormitorios.
Yo me situaba en el centro de la villa -o eso creo ahora- pues siendo pequeño tal vez no fuera demasiado consciente. Dominaba las calles principales por donde solía pasar la mayor parte de los vecinos. En esta encrucijada también podían verse lugares de ocio, como el Cinema España, del que probablemente se haya escrito mucho, pero fue sin duda algo que nos alegró la vida en aquel Frailes gris y oscuro. Solía verlo desde la tienda de mis padres, junto al mostrador, en donde destacaba la báscula. Desde allí  tenía una panorámica perfecta y podía controlar el tiempo que faltaba para que la proyección empezase. Veía la gente que había entrado, si habían pasado mis amigos o alguna niña que me gustase. Cuando miraba a mi madre, ella se hacía la desentendida, aunque sabía perfectamente que lo que yo quería era salir corriendo y entrar en aquél mundo de sueño e ilusión que -para mí-  era el Cinema España.
Pero hasta el último minuto mi madre no me daba su permiso y, cuando esto ocurría, yo ya estaba preparado, me había llenado los bolsillos de pipas de un saco a granel que teníamos en la tienda y había cogido un par de pesetas de una maceta que teníamos bajo el mostrador llena de monedas. En fin, que estaba listo para salir corriendo y auparme a aquél pedazo de ladrillo veteado que había en la taquilla, mientras Carmelita, la hermana de Ferminillo, me daba la entrada que me abría las puertas de aquel cielo. Le daba la entrada a Teófilo, portero y acomodador a la vez, y subía como una bala las escaleras hacía ‘el gallinero’. A oscuras buscaba el rincón en donde estaban mis amigos o donde me sentía mejor. Sentado en aquellas tablas de madera con la cabeza que casi rozaba el techo de vigas. Comenzaba así aquél idilio cinematográfico. Miraba a todo mí alrededor para saber quienes eran los que tenía más cerca y así hasta que llegaba el descanso. Éste era importante porque podía bajar al ambigú, mirar desde el anfiteatro la gente que había en las butacas y -sobre todo- para escuchar aquella música que Ferminillo ponía como, por ejemplo, ‘Ansiedad’, canción que años después supe que era de Nat King Cole. Aquella musiquilla de ‘ansiedad de tenerte en mis brazos musitando palabras de amor’…, me transportaba a mis sueños irrealizables, como una especie de deseo inexplicable. Había otras canciones que me despertaban parecidas sensaciones, como la de aquel ‘el bodeguero bailando va… toma chocolate, paga lo que debes’, o las muy famosas y conocidas de Antonio Molina, el genial cantor que se quedaba traspuesto y que yo me atrevía a imitar mentalmente.
El cine suponía una definición social del Frailes de aquella época. La distribución era claramente clasista. Abajo, en las butacas, estaban los más ricos y las fuerzas vivas; en el anfiteatro la clase media y -en el gallinero- la clase baja y menos considerada … y los nenes, que éramos los más ‘exentos’. También se aprovechaba el descanso para ir al retrete, que estaba en el patio, una vez bajado el ambigú. Era un buen mirador para mí.
También me gustaba curiosear en la sala de proyección, dominada generalmente por Ferminillo, aunque a veces era mi amigo Miguel Montes el maestro de ceremonias. Yo pasaba a verlo y a empaparme de lo que por allí había. Era Miguel un afanoso trabajador del cine: comenzó repartiendo unas pizarras publicitarias que se colocaban en (en la puerta de la iglesia, junto a la Cuesta de Cazaleno y en el Nacimiento o en los Picachos); después aprovechaba los descansos para vender, en una especie de bandeja atada al cuello, todo tipo chucherías, como pipas, caramelos, chocolatinas o un regaliz  negro que picaba más de la cuenta, para terminar finalmente como el empleado de la proyección.
El padre de Ferminillo se llamaba Fermín. Era carpintero, músico y un hombre bastante innovador para su época. Recuerdo su figura, montado en un coche que había diseñado al que llamábamos ‘la cajilla de mixtos’. También lo veía pasar por la carretera en aquel trasto y subía a Sotorredondo, en donde tenía una huerta. Su otro hijo, Antonio, era viajante, es decir, lo que se conoce hoy como agente comercial. Por eso siempre iba bien vestido y olía muy bien, cosa que yo notaba cuando pasaba por mi lado. Me acuerdo perfectamente de su boda, que se celebró en el patio de butacas del Cinema España. Una “boda de comida” que se hacía por la mañana, según decían para diferenciarlas de las “de refresco”, que se hacían por la tarde.
Las “bodas de refresco” eran muy sencillas, limitándose a repartir dulces y copas de licor, sobre todo aguardiente y garbanzos tostados. Pero en la boda de Antonio Murcia y Dolores Cano hubo pavo trufado, comida que yo no sabía siquiera lo que era, pero los camareros nos lo dijeron y allí estábamos en la puerta del cine, desde las doce de la mañana, esperando que se acabara la boda para que nos repartieran los restos que hubieran quedado. Yo tenía ilusión de probar el pavo trufado porque pensaba que era algo especial. Los nenes de aquella época nos apostábamos a las puertas de donde se hacían las bodas y, cuando salía alguno de los invitados, le pedíamos algo de comida, aunque no siempre teníamos éxito: unos nos daban y otros no. Y no es que yo tuviera hambre -que quizás tenía- pero en las bodas de comida había atún con musa, salchichón del bueno y algo de queso. De vez en cuando salía algún que otro invitado y hacía una obra de caridad repartiendo algo. La espera también se justificaba porque, después de la boda, nos dejaban entrar en tromba, ocasión que aprovechábamos para limpiar las mesas y llevarnos todo lo comestible. Eran tiempos de hambre y necesidades y no estábamos bien alimentados, así que mucha gente buscaba como podía la forma de meter algo en el estómago
Una vez retirados los artilugios de la boda, se formaba un baile, generalmente con la ‘Orquesta Trébol’, del mismo Frailes. Sus componentes eran Antoñico el Correor o el Cojo Canelo a la batería; Miguel el Zapatero al saxofón; Teófilo, también zapatero, al clarinete y Vicente Merino, el carpintero, a los platillos. Se bailaban pasodobles o foxtrox y algunos ritmos más moderno: valses, chachachá y no sé que más.
El Salón de Manolín era otro lugar de diversión. Situado en la calle Tejar, 4, junto a la tienda de mis padres, del que era propietario Manuel Serrano, dueño asimismo de la tienda de mis padres. Manolín, como se le conocía por todo Frailes, era una persona interesante, con un halo como de conspirador, que se sentaba en un tronco de madera que tenía frente a su casa de la calle Cuevas, junto al bar La Cueva, y allí  sentaba a todo hijo de vecino que pasaba y, tras confesarlo, mantenía conversaciones largas y alargadas. Era un hombre austero que miraba por lo que tenía y que siempre buscaba a personas sencillas para que le hicieran diversos trabajos. Uno de ellos fue Luis Gamazo, que vivió con él durante mucho tiempo e incluso se quedó en la casa de Manolín, al morir éste y su esposa. Manolín manejaba muchos hilos, hacía tratos y obras y contrataba gente para trabajar. Tenía tierras, un tejar de ladrillos, tejas y cal. Daba trabajo a algunas personas, a tiempo parcial y no muy bien remunerado, algo parecido como los contratos basura de ahora o peor, pero era lo que había. Tenía a su servicio a un mulero y a algunas mozas de labores en casa y –en la época de la aceituna-  había un trajín de gente bastante considerable.
La casa de Manolín tenía un portón grande de madera, por donde entraban los mulos y el par de yuntas que tenía. También tenía un carro que era tirado por una piara de vacas feas y secas a las que un vaquero sacaba a pastar casi siempre a una finca que tenía en las Carboneras. Los paseos diarios por medio de la carretera eran seguidos por los niños. Aquel carro  grande y destartalado, con dos grandes ruedas, unos palos de madera y una estela de hierro a todo alrededor, hacía un ruido infernal siempre que pasaba por la carretera.
Pero como más fama adquirió Manolín fue con su salón de baile, una construcción en un inmueble de la calle Tejar, concretamente donde están ahora Unicaja y la casa de mi hermano Antonio. En principio el salón estaba en el piso de arriba y se accedía a él por medio de unas escaleras. En medio de la puerta se colocaba Luis Gamazo, como portero implacable que no dejaba pasar a nadie. Era como un ‘perro de presa’, fiel a su ‘amo’ que seguía con constancia y voluntad todas sus órdenes.
Luis Gamazo era un hombre pequeño metido en una ropa que le quedaba bastante grande. Se ataba el pantalón con un cinturón ancho y con muchos agujeros y accesorios, sobre el que colgaban llaves y llaveros de distintos tipos. Un día llegué a contarle catorce relojes en las manos. Como una gran llavero andante, siempre con un cigarro casi consumido en la boca y, en la cabeza,  la misma gorra de propaganda  que se la traían de Sevilla los hijos de Manolín. Como digo, por la puerta del salón de baile no pasaban más que los que compraban la entrada en una pequeña taquilla que había al lado, pegada concretamente a las paredes de mí tienda, aunque muchos jóvenes lo sobornaban con lo que más le gustaba a Luis, los llaveros. Era un rito ver cómo se lo camelaban, le enseñaban el llavero en cuestión y a Luis se le iban los ojos detrás de él. Entonces esperaba que la bulla de entradas amainara para después hacer el trato correspondiente. A mí, generalmente, me dejaban entrar de balde al baile, porque Manolín se llevaba bien con mi madre y salía y entraba apenas sin dificultad. Sólo cuando Manolín contrataba a una gran orquesta y el precio era caro, entonces pagaba hasta el gato. Una vez salvado el escollo del portero, se subían las escaleras y allí estaba, primero la barra del bar y separado por una barandilla la sala de baile, con una especie de escenario al fondo. Alrededor de la pista de baile había una serie de butacas de madera en donde se sentaban las madres que llevaban a sus hijas al baile. Casi todas las orquestas eran de fuera, como los Crisant o el vocalista Nito Santana. Alguna vez actuó la orquesta Trébol de Frailes, pero la mayoría eran conjuntos músico-vocales que contrataba Manolín en Granada. Estaban formados por un vocalista o cantante, un saxofonista o dos, a veces con guitarras eléctricas y una animadora, un pianista y el batería que dominaba el centro. Generalmente, el baile empezaba sobre el anochecer, los músicos tocaban, al principio, una tanda de canciones para animar a que entraran los que había fuera, en la calle. Los hombres pagaban una buena cantidad, que oscilaba entre quince o veinte duros, y a veces más, un precio muy caro para la época, pues el sueldo de un maestro, por ejemplo, era de unas 3.000 pesetas al mes. Las mujeres entraban gratis y servían como cebo para que los hombres entraran. Ellas iban vestidas con sus mejores ropas, se agrupaban en corrillos y bailaban juntas entre ellas, cogidas de la mano, hasta que se acercaba una pareja de hombres. Comenzaba así la hora de la seducción.
-          ¿Queréis bailar?
La chicas se miraban entre ella antes de dar el sí o el no.
-          Esta pieza no.
Al terminar se soltaban y así sucesivamente con la misma cantinela. Pero si se gustaban el sí estaba hecho y –entonces- la pareja se quedaba de pie en medio del salón esperando que la orquesta o el conjunto musical comenzara otra canción. Los hombres que no tenían novia, en principio se quedaban en la barra del ambigú, desde donde podían tener una visión completa de todo lo que estaba pasando. Bebían cerveza, vino y el combinado de ginebra con coca cola (cuba libre) que era ya conocido por entonces. También el vodka con naranja y el brandy con chocolate. No así las mujeres, que generalmente bebían refrescos como gaseosas, Mirindas, Citranias, Pepsicola, Kas, etc.
 En aquella época había muchos jóvenes emparejados, ya que buscar novia se llevaba mucho, sobre todo cuando se cumplían los 18 años. El hombre era quien solía llevar la iniciativa. Si le gustaba alguna mujer, buscaba la ocasión de decírselo, ya fuera en los bailes, al salir a comprar algo a la tienda, cuando iba a por agua a la fuente y en otras ocasiones hasta por carta. Si se ponían de acuerdo o se gustaban, comenzaban un idilio de forma oficial, con consentimiento de ambas familia, y mantenían un noviazgo de varios años antes de pedir la mano de la novia, siempre al padre de la chica. Poco después … boda a la vista.
También era muy frecuente “llevarse a la novia”, una especie de ‘secuestro’ consentido por ambos; como una aventura en la huida del hombre y de la mujer, quienes abandonaban la casa familiar y estaban fuera unos días. Esta acción -ya digo- era frecuente, aunque estaba mal vista en aquel tiempo, si bien solucionaba muchos problemas. Era una manera de ahorrarse el gasto de la boda que muchas familias no se podía permitir. ‘Llevarse a la novia’ no era una solución adecuada, por supuesto, ya que sólo se solucionaba el problema de que la pareja podía vivir juntos pero luego, al no tener dónde vivir, lo tenían que hacer en casa de los padres y de los suegros. Otros decidían marcharse fuera a trabajar y así poder ahorrar para volver y comprarse una casa, asunto que no estaba al alcance de muchos bolsillos. No obstante se había avanzado algo en estas cuestiones del amor: los novios podían salir a pasear a la carretera, ir juntos a misa o al baile o hablar un rato.  También había noviazgos y bodas por conveniencia de las familias. Como decía el refrán ‘Dios los cría y ellos se juntan’.
Pero siguiendo con el tema de los bailes en el salón de Manolín, como decía antes, la mayoría de jóvenes y hombres se colocaban en la barra para ver bien el panorama que se les presentaba. Allí podían sacar todo tipo de conclusiones: qué mujeres habían ido al baile, por quién iban acompañadas, las que se pegaban más, las que eran más “ligerillas”, etc. Después de tomarse unas copillas llegaba la hora de “tirarse al ruedo”, aquél rectángulo que era el dominio reservado a las mujeres: las madres con sus hijas, las amigas y vecinas, y toda una parafernalia social que había que digerir. En definitiva ‘echarse palante’ y pedirle que bailara contigo la mujer que te gustaba. No todos conseguían su propósito. Algunas tenían  desaires y casi nunca bailaban con nadie, a no ser que llegara la persona que le gustaba a ella. También había un lenguaje de signos entre hombres y mujeres, y las madres o ‘carabinas’ estaban atentas a todo lo que pasaba.
Yo era y sigo siendo tímido. Esa forma de ser me impedía dirigirme a la joven que me gustaba y -¿para qué lo voy a negar?- a mí no me hacía caso casi ninguna nena  de mi edad. Por eso me iba con las más mayores que yo, porque las veía allí sentadas y aburridas, con ganas de bailar pero que nadie se lo proponía. Era la ocasión para.-casi sin hablar- me sentaba al lado de alguna y, la verdad, no sé si le pedía que bailara o qué es lo que salía de mi boca. El caso es que, de pronto, me veía rodeado por sus brazos y  mis manos envolvían su espalda igualmente. Así pasaba mis días de baile, claro que era muy joven, casi un niño. Pero me gustaba mucho la música y aquellas canciones que por aquellos años sonaban, como ‘La hoja verde’, ‘Solamente una vez’ y ‘Tres cosas hay en la vida’, además de los grupos, intérpretes y conjuntos, de los que especialmente guardo  buen recuerdo: ‘Los cinco latinos’, Torrebruno, Paul Anka, José Luis y su guitarra, el Dúo Dinámico, Elvis Presley y algunos más.
En el baile había varios descansos, decididos por el dueño del salón con una señal que  hacía a los músicos para que pararan de tocar y así la gente,  ya en la barra, podía consumir y gastarse el dinero en invitar a sus novias y familia. Había varios descansos, pues el baile duraba hasta la madrugada. Los novios formales, los que ya tenían unas relaciones aceptadas por sus familias, salían a pasear por la carretera y aprovechaban el lugar y el momento para “toquetearse”. Los que eran simples ligues se iban hacia lo más oscuro para que nadie los viera y otros se desparramaban por alguna taberna y tomaban algo sólido.
A veces, de pronto, y una vez que el alcohol había hecho ya su efecto y los ánimos estaban más a flor de piel, se armaba una pelea. Un día vi a Fermín Mudarra tumbado en el suelo, dando vueltas, mientras un grupo de jóvenes se abalanzaba contra él. Fermín no paraba de recibir empellones,  porque eran muchos y no podía quitárselos de encima. Sus botas altas -camperas- relucían en el salón de Manolín.  Pronto acudió su hermano Ezequiel, Pepito el de la Cueva, Pepe Moya y otros amigos para tratar de mediar y que el asunto no fuese a mayores. Pero sí, la gente se peleaba, algunos los jaleaban, hacían un círculo y les dejaban que se dieran mandoblos. Por eso, siempre en los bailes había una pareja de la Guardia Civil que con sus tricornios intimidaban al personal. La fiesta seguía y seguía hasta las cuatro o las cinco de la mañana, después todo se acababa y los ‘machos peludos’ iban buscando cualquier taberna o bar que hubiera abierto para seguir emborrachándose. En estas reuniones se contaban lo que les había pasado e incluso se atrevían a ir de serenatas, dando el tostón a cualquier mujer de Frailes, aunque algunos salían trasquilados. Un cubo de agua fría salía del balcón o de la ventana y ponía en polvorosa a músicos y cantantes.
En el salón de Manolín también se celebraban bodas, siendo las más frecuentes las que hizo Antonio Peñalver, el Trompero. Éste era un alcalaíno  que tenía un negocio de este tipo en el Juego Pelota. Era un hombre alegre y afable, con buena visión comercial. Cada día que había boda organizada por el Trompero, era una fiesta para mí. Desde casi al amanecer, comenzaba a llegar su equipo, un grupo de camareros, entre los que se encontraba casi siempre Pepe el Cantarero, persona que tuvo mucho que ver conmigo unos años después. Y digo que era una fiesta porque el día cambiaba. Antonio era amigo de mi madre debido a ciertos contactos comerciales y -por eso- entraba a mi tienda con toda libertad, si es que le hacía falta cualquier cosa que mi madre tuviera. Él  no tenía más que decirlo y hecho. A cambio nos traía de todo lo que había en la boda, sobre todo aquel atún de tronco que venía en latas grandes, con mucho aceite. Con un buen  trozo  de pan era un magnífico regalo en aquellos tiempos. Y platos enteros de jamón y queso, cerveza, refrescos, vino ... De todo nos traía Antonio. Su equipo  montaba las mesas, con unos taburetes de madera o metálicos, colocaba los manteles ( al principio de tela, después rollos de papel). Colocaban cubiertos, vasos, botellas de vino, cerveza, platos de aceitunas, patatillas y almendras tostadas de vez en cuando. A las doce de la mañana ya  estaba casi todo preparado para esperar a los novios.
Éstos celebraban la ceremonia religiosa en la iglesia de Santa Lucía y, al terminar, hacían un recorrido a pie por la calle Rafael Abril y por el cuartel de la Guardia Civil viejo, subían luego por la calle Elvira y la calle Cuevas hasta llegar al salón en la calle Tejar, 4. Los novios cogidos del brazo iban primero, después los padrinos y después los invitados. Este cortejo era seguido por los vecinos,  que llenaban las calles y disfrutaban de lo lindo de un acontecimiento tan principal, aderezado con toda clase de dimes y diretes que duraban varios días. Una vez que entraban en el salón, se cerraban las puertas y Luis Gamazo velaba para que nadie pasase sin estar invitado. En la puerta quedábamos un gran grupo de chiquillos ‘esmayaos’, como los niños de los gitanos y de otras familias pobres. Olíamos que allí había comida de la buena y que podíamos comer de manera extraordinaria alguna tapa de jamón, queso o atún. A eso de las cinco de la tarde se abrían las puertas, señal de que la boda estaba terminando. Eso quería decir que los invitados habían comido y, sobre todo … habían regalado, casi siempre dinero. En la mesa presidencia se colocaban los novios y los padrinos, con bandejas de los mejores dulces, y otras de copas de licor. El padrino se  encargaba de repartir los puros según llegaba la comitiva que, dinero en mano, soltaba los billetes de 100, 500 o 1.000 pesetas, según el grado de compromiso.
Algunos juntaban una verdadera fortuna, otros algo menos, pero la boda era un seguro para comenzar una nueva vida de casados. Cuando se abrían las puertas del salón, podíamos entrar los no invitados y corríamos hacía las mesas buscando as “sobras” que habían dejado los invitados: mendrugos de pan, culos de bebida, tapas de queso, restos de atún, algún resto de la tarta y así saciábamos nuestras faltas y nuestras ganas. Porque en aquella época eran muchos los que pasaban hambre, teniendo que pedir, tanto payos como gitanos, de casa en casa para llevarse algo a la boca. En unas casas lee daban mendrugos de pan, en otras restos de aceite y hasta algo de ropa. Así funcionaba la caridad cristiana frailera frente al hambre, la miseria y los piojos. Sí, los piojos, liendres incrustadas en nuestras cabezas que, cuando hacía sol, algunas madres despiojaban, mientras los hombres miraban el agua del río. Eran 1950 y 1960.
Decíamos que era Antonio el Trompero quien ponía fin a la boda. Después venía a la tienda de mi madre, hablaba con ella,  y sus camareros le traían las latas vacías del atún, papelones de queso, jamón o mortadela y alguna que otra bebida. Aquel hombre de sonrisa amplia, de buenos modales, alegre, que parecía feliz y contento con sus empleados, se marchaba para Alcalá, dejando una estela de felicidad en mi cara y en la de mi madre. No era para menos, ya que nos había dejado comida para una semana. Y así hasta que volvía a Frailes  para una nueva boda. Yo, de niño, siempre que iba Alcalá cuando a estudiar en el COPEM, me acordaba de este hombre, e incluso me pasaba por su salón de bodas para verlo entrar o salir.

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