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miércoles, 5 de junio de 2013

EL CICLO QUE VIENE

JOSE LUIS PARDO. FILOSOFO, hoy en El País.
Desde hace algún tiempo, se ha convertido en un tópico el hablar, a propósito de las consecuencias de la crisis económica y de la situación actual en general, de fin de ciclo: habríamos llegado al agotamiento de las estructuras sociales y políticas creadas durante la Transición a la democracia, si hablamos de España, o bien de las creadas al final de la II Guerra Mundial, si hablamos de Europa y de Estados Unidos. En ambos casos, esta hipótesis del “fin de ciclo” tiene un componente psicológicamente tranquilizador comparada con su alternativa más socorrida, la del célebre mantra “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Esta última, que tiene fama de “conservadora”, hace de nosotros, los sujetos pacientes de las consecuencias de la crisis, también agentes culpables de la misma; la primera, que por tanto aparece como más “progresista”, presenta estas consecuencias como algo objetivo (la obsolescencia de un mecanismo que ha llegado a su término), tan independiente de nosotros como las catástrofes naturales o tan fortuito como los accidentes aéreos. Pero, sin intentar minimizar las diferencias, lo cierto es que las dos suposiciones vienen a diluir en la niebla (en la niebla de la culpa colectiva la una, y en la del fatalismo histórico-generacional la otra) la evidencia de que cosas tales como las que hoy nos pasan, a diferencia de las inundaciones o los fallos técnicos, son el resultado de ciertas acciones de ciertos hombres cuya silueta se difumina en el anonimato, dando así pábulo a la creciente sensación paranoide —siempre tan del gusto del público— de un “Gobierno mundial en la sombra”. Exactamente como sucede con la no menos cacareada “crisis del Estado-nación” (que forma parte del paquete cuyo ciclo estaría tocando a su fin), cabe preguntarse, como no hace mucho hacía un columnista de este periódico, si lo que quiere presentarse como un “hecho histórico” ineludible no será más bien un programa deliberado y cargado de intenciones.
Sea como fuere, y dado que en la práctica no hay grandes diferencias entre si somos culpables o víctimas de la historia, ni entre si la historia misma está regida por el destino o por una agenda oculta, pues en todo caso no parece que vayamos a poder librarnos ya de la nueva coyuntura, abandonemos la nostalgia, como nos pide la urgencia de nuestro tiempo, y centrémonos no en el ciclo que se acaba, del que tenemos suficiente experiencia acumulada para hacer melancólicas descripciones exhaustivas, sino en el ciclo que comienza. Hagamos por fin caso a quienes nos reprochan estar todo el día recordando el pasado y miremos de cara al futuro que se nos abre en el periodo que habría ya comenzado incipientemente a correr bajo las ruinas y entre los cascotes del que se ha derrumbado. Quienes nos invitan constantemente a este ejercicio prospectivo nos ofrecen, siempre bajo el signo de la palabra mágica (globalización) sobre todo dos modelos para pensar la novedad de nuestro presente: uno es predominantemente mercantil, y dibuja el mapa mundial de las interdependencias económicas que, ahora, habrían hecho estallar todas las viejas “fronteras” que antaño nos protegían de esta influencia ilimitada o nos impedían de hecho situarnos en un marco mundial de competitividad. El segundo (que a menudo se presenta como una fuente de alternativas para “resistir” a las consecuencias negativas del primero) es tecnológico, y se concreta en la red ilimitada de la comunicación informática, que nos abre un abanico de infinitas posibilidades de circulación de la información y del “conocimiento” que superan de lejos a la vez que minan los viejos y burocratizados marcos “locales” de producción, distribución y consumo del mismo.
No hace falta un gran poder de prognosis para descubrir cuál es el denominador común de la globalización de los mercados como paradigma del nuevo ciclo: la deslegitimación (fíjense bien que no digo “desaparición”) de los poderes públicos. No es necesario insistir mucho en este aspecto, ya que a estas alturas creo que es para todos evidente que la actual oleada de destrucción concertada de instituciones públicas y el consiguiente fenómeno de privatización de las mismas (que no siempre se identifica con el cambio de titularidad jurídica) tiene la misma raíz que el llamado “descrédito” de los partidos políticos: no habría sido en absoluto posible de no haber venido precedido por la constatación colectiva de que semejantes instituciones son un gasto inútil porque “no sirven para nada”, ya que carecen de poder efectivo (no garantizan nuestras pensiones, ni nuestros puestos de trabajo, ni nuestro poder adquisitivo, ni la propiedad de nuestras viviendas, ni siquiera nuestros ahorros bancarios). La única alternativa disponible a los “poderes públicos” son, sin duda, los poderes privados, pues ellos no tienen ni siquiera que disimular la lógica de su funcionamiento (la obtención de beneficios), que es la impuesta por la globalización de los mercados y que, por tanto, va en la “buena dirección”, la dirección que se ha llevado históricamente el gato al agua. También hemos constatado que esto supone una ventaja efectiva, en el terreno político, de los populismos de izquierdas y de derechas con respecto a los partidos políticos hoy llamados “tradicionales” (¡como si los hubiera de otra clase!). Pero esto no indica ninguna “alternativa”: el neoliberalismo (o, mejor dicho, el neoconservadurismo) nos presenta a los partidos políticos en particular y a las instituciones públicas en general como asociaciones de malhechores en lucha por la apropiación del erario público; el neopopulismo significa la aceptación de esa imagen y, consecuentemente, la elevación al poder de nuestros gánsteres (bandidos generosos amigos del pueblo) en detrimento de los malvados capos de las élites antes dominantes. Este es el horizonte “político” del ciclo que comienza.
En cuanto a las virtualidades de las “nuevas tecnologías” para diseñar un futuro más prometedor, me conformaré con un ejemplo. Estos meses prolifera en los ordenadores nacionales el llamado “virus de los 100 euros”, que secuestra el sistema operativo de estas máquinas y amenaza con no devolverlo salvo que se pague esa cantidad a un supuesto “cuerpo de policía nacional” que habría sorprendido al usuario haciendo una descarga ilegal. Todos los internautas estamos acostumbrados a sufrir estafas o invasiones como estas casi a diario, en las que nuestro banco nos solicita datos de la cuenta corriente, un amigo desesperado de nuestra libreta de contactos nos pide dinero para poder salir de una sórdida cárcel asiática o una oronda dama del Kazajistán nos ofrece una fortuna a cambio de una ayuda económica para escapar de la policía política de su país; contra ellas no existe una “solución pública” sino solo remedios privados (antivirus más potentes o más actualizados). Si retenemos este cuadro de la “red” cibernética como un espacio alegal frecuentado por secuestradores y estafadores malvados, de los que solo nos libran esos cuerpos de seguridad privados que son los fabricantes de antivirus igualmente mercenarios, y que presenta un altísimo grado de impunidad con respecto a los poderes públicos cuya “omnisciencia” fue en otro tiempo tan temida, tendremos una buena perspectiva del ciclo que está comenzando. Por supuesto que no es lo mismo sufrir un secuestro informático en un espacio virtual “liberado” del control público que ser secuestrado en persona por grupos paramilitares en territorios reales que el Estado es incapaz de controlar, pero una vez más la lógica de lo uno y de lo otro es la misma: la impotencia comprobada de los poderes públicos nos arroja en manos de la protección privada de unos piratas “de confianza”.

Habrá que ver cómo sobreviven en este nuevo ciclo que ha comenzado los viejos poderes públicos hoy deslegitimados y vapuleados por la opinión, que intentan malamente sostener su triste figura sobre la esperanza de que alguna vez volveremos al viejo ciclo, al consenso de la Transición y a los acuerdos de Bretton Woods. Sobre todo porque lo que más corroe esa esperanza es que quieren hacernos creer en ella a fuerza de profundizar en los mecanismos que precisamente se la han llevado como el viento se llevó el porvenir de Scarlett O’Hara y Rhet Butler.

José Luis Pardo es filósofo.

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