El centro de la vida social de Frailes en los
años 1950 y siguientes lo conformaban las calles Tejar y Cuevas y unos tramos
de la de Mesones y el Barrihondillo, aunque había otros barrios que seguían
siendo emblemáticos, como el barrio de la Iglesia o la calle Picachos y Plaza
Rector Mudarra. En este espacio ocurrían muchas cosas y por eso los vecinos de
todas partes de Frailes pasaban por allí. Unos iban a las dos cooperativas de
aceite que había casi juntas. La primera tenía el nombre de San Rafael y la
segunda de San Antonio. En ambas, un grupo de agricultores se reunía para moler
sus aceitunas y defender el precio del aceite, celebraban reuniones y asambleas
y muchas veces no se ponían de acuerdo y tenían grandes disputas. Vender el
aceite cada año era uno de sus fines importantes y la junta directiva estaba formada
por las familias con más propiedades. Había una gran rivalidad entre ellas, por
lo que era necesario hacer alianzas para poder gobernarla. Lo que si es cierto
es que en la época de aceituna las puertas de las cooperativas de aceite
estaban abiertas, había unos grandes montones de aceitunas y de orujo y los
niños de la época las visitábamos a menudo. Era una de nuestras aventuras:
poder entrar a la fábrica, mirar a los cagarraches con las mangas de la camisa
subidas y su gorra inseparable y ver cómo -ligeros de manos y pies- ponían y
reponían capachos de esparto en una especie de prensa de hierro hasta
finalizarla por lo alto y todo era divertido. A algunos nos hacían tostadas y
el pan era echado a una pila llena de aceite y salía remozado del mismo. Otras
veces nos subíamos a lo alto de los montones de orujo que aún estaba caliente y
nos tumbábamos o nos tirábamos pedazos o cachos de aquél orujo negro y
grasiento que contenía trozos de hueso de aceituna. Había otro molino de moler
aceitunas, éste era particular, de Custodillo Valverde, y estaba al principio
de la calle Elvira,1. Custodillo compraba la aceituna, la molía y hacía su
negocio. También tenía un camión con el que llevaba el orujo a las fábricas de
Pinos Puente o traía vino de la Mancha, como el de “Sánchez Maroto’’, uno de
los que más se bebía. Los bebedores habituales sólo querían esta marca y había
que traérsela si querían que se consumiera en las diversas tabernas fraileras.
Muchos años después, el vino ‘Sánchez Maroto’ se sustituyó por el llamado
‘Ayuso’, también de la Mancha. Se vendía en grandes toneles de madera, se le
colocaba una pipa abajo y se sacaba en envases de medio litro, un litro o
garrafas de mayor contenido. En las Cuevas, el espacio ya descrito, había una
serie de casinos y tabernas. En la esquina de la calle Hondillo con la de
Cuevas, en donde estuvo mucho tiempo el supermercado, estaba el casino de
Domingo el de Gregorillo. Contaba con un salón mediano y una barra al fondo y
–dentro- había una pequeña cocina y un par de habitaciones más para reunirse a
beber vino y jugar a las cartas. Era un espacio un poco oscuro y a veces los
parroquianos se envolvían en alguna pelea. Sobre todo se hacían muchos tratos
en las ferias.
Otro de los bares de este espacio era La
Cueva, un lugar extraño y sorprendente, parte de él incrustado en la roca del
tajo. En la parte de arriba tenía una pequeña barra y un par de habitaciones en
donde se jugaba a los naipes y también al dinero. En el tiempo que ahora
recuerdo, la Cueva era de la mujer de Custodillo Valverde y era regentada por
el matrimonio Amador - Mercedes Tello y sus hijos David y Pepito, conocido por
sus amigos como Mortadelo. Mercedes tenía una gran habilidad para las tapas,
así que La Cueva se convirtió en un
lugar muy visitado por pobres, ricos y gente forastera. Allí se reunían los que
no trabajaban por la tarde, tomaban café y jugaban a las cartas. Especialmente
a la brisca, al tute y al quinientos, quedando la escalera para los más
‘intelectuales’.
La brisca era un juego bastante fácil: se
repartían las cartas entre los jugadores, tres para cada uno, y podían jugar
varios de ellos, ganando la persona que hacía más tantos. El tute se jugaba
entre dos, con una baraja española de 40 cartas, (casa Heraclio Fournier)
distribuidas en 4 palos: oros, copas, espadas y bastos. Se repartían ocho
cartas a cada uno de los jugadores y se podían cantar las 20 si se juntaba un
caballo y un rey del mismo palo, o las 40 si la combinación era del palo de la
muestra. El subastado también llamado quinientos o mil, según los tantos a los
que se quería llegar, podía ser jugado por cuatro jugadores, repartiendo 12
cartas entre ellos. Cada jugador podía pujar en tantos a partir de 50, y según
la suerte obtenida, seguían pujando hasta completar el ciclo de 160 tantos, que
era el total de la baraja. En casi todos los juegos se jugaba la “convidá”, una
invitación a un vaso de vino, una caña, una cerveza, un café, un cuba libre o
una copa de licor. Había una gran rivalidad entre los jugadores, sobre todo en
el tute, y nada más pisar el bar se retaban a jugar. Unos eran más habilidosos
y controlaban muy bien el juego, contaban las cartas que habían salido, los
triunfos y los cantes. Había que memorizar las cartas que habían salido durante
el juego, por eso, casi siempre ganaban los más listos, los de siempre, aunque
la suerte también influía.
El juego más interesante era la escalera,
porque era más complicado y había que llevar una buena contabilidad y saber con
quién se jugaba. Las cartas se formaban con dos barajas americanas que formaban
un gran bulto. Se jugaba con compañeros de a dos y se repartían quince cartas;
el juego era complicado y se terminaba cuando una de las parejas alcanzaba 5000
puntos, por lo que podían tirarse toda la tarde jugando y pasando el rato.
Había toda una camarilla de jugadores de la escalera, como Antonio Peñilla,
Antonio Pajarico, Pepe Malabrigo, Antonio Medina, Antonio el Practicante,
Manolo el Sereno, don Fermín el Médico, don Antonio Alba, Demetrio Garrido,
Cañete, Antonio Menuza, Antonio el de Lenteja, Antonio el Curica, Dondín, El
Egito, Antonio y Pepe Mudarra, Pepe el Sacristán, Pepe el del Baño, El Grillo,
y otros más jóvenes que se incorporaron después, como Alejandro Caño y la única
mujer, Merce García. Uno de los momentos culminantes de este juego ocurrió en
un verano en el que hubo un derrumbamiento de tierra del tajo y había en la
parte de arriba varias personas jugando. El estruendo fue enorme y los clientes
se asustaron porque creían que aquello se desplomaba. Algunos de los más
viejos, ni cortos ni perezosos, se subieron a la barandilla de hierro y
saltaron hasta la carretera sin importarle nada su integridad física. Lo que ellos querían era salvar el
pellejo.
Pero cuando La Cueva adquirió más importancia
fue cuando se convirtió en un espacio para el juego con dinero. Los asiduos al
mismo se subían a la parte de arriba y se encerraban en una habitación, aunque
estaba vigilada por si llegaba la Guardia Civil. A través de una señal, los
jugadores hacían desaparecer el dinero, se lo metían en sus bolsillos y
continuaban realizando otro juego de cartas permitido. En aquellas partidas se
jugaba mucho dinero, llegando algunos a perder un cortijo, la casa, un pedazo
de tierra o incluso la mujer. Pero jugaban tanto los ricos como los pobres, ya
que podía considerarse como un vicio del que no podían salir. Pedían préstamos
a los mismos compañeros y otras veces al mismo Amador Álvarez. Las deudas en la
mayoría de los casos aumentaban y formaban una ‘bola’ difícil de quitársela de
encima y, claro, todo esto acarreaba malos momentos, peleas, malestar en las
familias y desgracias. Aquello de jugar al dinero en La Cueva o en otras
tabernas o casinos era algo secreto que todos sabían, que estaba mal visto pero
se consentía, aunque a veces la Benemérita hizo alguna redada. Había mucha
gente que le gustaba como el propio médico don Fermín Medina, pero este hombre
se lo podía permitir. Incluso tenía un chófer propio que se llamaba Zacarías y,
cuando no había partida en Frailes, tomaba su chófer y su coche y se iba al
casino de Alcalá. Algunos se arruinaron, otros sacaron alguna ganancia, pero la
estela que dejó el juego de cartas por dinero fue de algunas penas y mucho
desasosiego para las familias que tuvieron que responder a las deudas.
Pero el bar La Cueva era también un centro de
ocio y alegría, adonde la gente iba a divertirse, a tomar sus ricos vinos,
cervezas o los vermuts que elaboraba Amador y las buenas tapas de Mercedes
como, por ejemplo, los boquerones adobados, las chuletas a la plancha y la
ensaladilla, aunque muchos no nos lo podíamos costear. Pero nos cobijábamos
allí. Sobre todo para ver la televisión, ya que, junto con Dominga, fue uno de
los primeros lugares en donde se pudo disfrutar de esta maravilla. Yo era capaz
de salirme de mi casa, con doce o trece años, sobre las diez de la noche, sin
que se enterasen mis padres para ver ‘El Virginiano’, ‘Bonanza’, o cualquier
partido de fútbol. Me levantaba cautelosamente, abría la puerta, la mantenía
medio abierta para cuando volviera poder entrar, aunque yo creo que mi madre se
daba cuenta de todo y estaba ojo avizor hasta que volvía. La Cueva se llenaba y
Amador, Pepito o David nos apremiaban para que tomáramos algo, porque según
ellos aquél aparato que nos tenía a todo Frailes chiflado, había que pagarlo.
El local reventaba de gente cuando había una corrida de toros de Manuel Benítez
‘El Cordobés’, entonces aquello era el ‘acabóse’. Había gente por todas partes,
incluso colocaban sillas en la puerta y allí nos apiñábamos como podíamos. Sin duda,
era una locura, todos alzando las cabezas para ver el salto de la rana de aquél
torero que conquistó España y que era el sueño de muchos, porque alguien tan
pobre había triunfado y le podía comprar una gran casa a su hermana. Aquellos
programas televisivos de la noche de los sábados, donde podíamos ver a nuestros
ídolos cantando: Los Brincos, Los Pequeniques, Karina, Torrebruno, Luis Aguilé,
Los Tres Sudaméricanos, Nat King Cole, Gigliola Cinquetti, José Luis y su
guitarra, Manolo Escobar, Charles Aznavour, Jhonny Holiday, etc. Los veíamos en
La Cueva, en donde colocaban sillas por filas y nos juntábamos 20 ó 30
personas. La Cueva acogía también a los jóvenes más avanzados, aquellos que
estudiaban una carrera en Granada o en Jaén, o no salieron del Bachillerato:
Paco Tello ‘Paquitín’; Pedro Alcaide ‘El Codos’; David Tello ‘Zanahoria’,
Miguel Tello, Antoñita Alcaide, Pepe El de Lito, su hermano Rafael, Paco el del
Practicante, Eduardo el sobrino del cura don Antonio, Antonio Gálvez, los
hermanos Ezequiel y Fermín Mudarra López y algún otro que formaban una pandilla
muy particular. Bebían vermuts en el balcón, vestían bien y eran algo así como
la vanguardia estudiantil o juvenil. También protagonizaron los primeros bailes
o guateques y yo los miraba desde la barandilla del puente o del río y soñaba
con ser estudiante. La Cueva era un mundo en sí misma. Abajo en el sótano
tenían un futbolín que nos disputábamos los niños y los jóvenes. Era como un
cuadrado de color rojo, con futbolistas de hierro -con colores del Real Madrid
y del Barcelona- y por una ranura se echaba una peseta y salían unas seis bolas
blancas, listas para comenzar el juego. Por allí pasaba lo más granado de la
sociedad frailera. Había mesas con manteles y con brasero para los más pudientes
y vino peleón para los de poca monta.
Destacaban unas grandes tinajas pintadas de
un intenso color naranja que alguna vez estuvieron llenas de vino y un
televisor en el centro que animó nuestros días durante varios años. Aquel corro
de gente de toda condición y pelaje: ricos, pobres, normales, mal vestidos,
bien vestidos, borrachos que no había quien los controlara, cuerdos de buenas y
malas familias, allí estábamos todos, con ilusiones, con alegrías, con penas.
Éramos los fraileros de 1950, de 1960, de 1970…La Cueva siguió abierta durante
mucho tiempo, tuvo muchos inquilinos como Manolo el de la Cueva, Membrillo,
Pepín, José Aguila, y otros más jóvenes, pero todos fueron cerrando antes o
después. Así se fue perdiendo aquél glamour antiguo que tanto gustaba a Michael
Jacobs, quien la convirtió en algo importante en su vida. Allí traía a sus
amigos para que vieran un lugar diferente y peculiar, un lugar de recreo, con
personajes genuinos. Allí comía y bebía y allí celebró algunos eventos, tomaba
café y vivía ese ambiente pueblerino, con gentes de toda clase y condición. La
Cueva ha sido y es un monumento a nuestras vidas y, sin lugar a dudas, forma
parte del ser de Frailes, como Cabildo, como Gamazo, como don Fermín, como
Peñilla, como Rafalillo Juanaco. Todos hemos pasado por La Cueva y todos hemos
disfrutado en ella. Yo he bebido, llorado, bailado, me he reunido, me he
emocionado, he jugado, he ligado, me he peleado, he subido, he bajado. He
vivido momentos inolvidables. Creo que La Cueva debería declararse Bien Cultural de la villa de Frailes. Un
monumento al ocio generacional que así ha sido entendido por mucha gente.
Otros, en cambio, la ven como un simple bar, pero siempre estará en nuestro
pasado, en nuestro presente y en nuestro futuro, como algo querido que nos
acerca a la vida.
En La Cueva vi a los americanos poner los
pies en la luna, aquél verano de 1969. Recuerdo que, para celebrarlo, cogí un
cohete de la tienda de mi madre, lo coloqué en un marmolillo de los que hay
frente al bar y lo prendí, con tan mala fortuna que fue a parar al cuarto de la
hija de Miguel Zafra, Mari Floren. Miguel se cabreó por ello, con razón, y
buscó al autor del hecho. Yo me escondí y me fui a mi casa porque el asunto se
puso feo, creó que me denunció y tuve que pagar una multa.
Le he escrito varios artículos a La Cueva, me
he despedido muchas veces de ella, he vuelto a entrar cuando han llegado nuevos
inquilinos, pero nadie supo llevar La Cueva como Amador Álvarez y su mujer
Mercedes. La convirtieron en un bar con solera, adonde iba mucha gente; un
centro de la vida social frailera, que tuvo continuación con otros como Manolo
o Antonio Membrillo. Éstos también dieron brillo y esplendor a la misma y
siguieron recibiendo clientes.
El bar La Cueva ahora permanece cerrado, pero
su silueta sigue viva. Incrustado en el tajo de las Cuevas, como algo pegado a
la gran roca, sigue ahí … vigilando la vida de Frailes. No sé si podrá volver a
abrir o no, si tendrá algunos cambios, pero aquél espíritu de aquellos años
creo que no volverá. Era un bar de vanguardia que acogía a pobres y a ricos, a
grandes y pequeños, con sus escaleras estrechas y difíciles, con su recoveco en
la última cueva, con su temperatura ideal para el verano, con su olor
característico, con sus luces y sombras y su pequeña hornacina. Cuando salíamos
de allí parecía que habíamos estado en un mundo de sueños, en algo distinto,
algo más oscuro que la realidad. Tenía un gran atractivo para todos. Ahora
-cerrada- parece un fantasma al que miro
a veces por la cortinilla y me parece ver a Amador, a Mercedes y al
viejo y pequeño don Fermín, verdadera institución en Frailes, a quien venían a
buscar los cortijeros para que ayudara a sus mujeres a dar a luz. Lo subían en
una mula y lo llevaban a Los Rosales, a la Hoya o a Cerezo Gordo. La Cueva me
hace soñar cuando paso por su lado y miro al cielo y veo en lo alto a Manolo el
Sereno y a Michael Jacobs, jugando a las cartas y tomando un Machaquito de 60º.
Existían por este barrio otras tabernas, como
la de José Miguel Gallego Zafra, en la calle Tejar, entre las dos cooperativas
de aceite, a cuya familia llamaban los
Gabinos. Unos vivían en esta calle y otros más abajo, en Los Baños, junto a lo
que fue el Balneario. José Miguel estaba casado con Isabel, una hija de
Florentino Zafra y Aurelia Álvarez. Era modista y hacía vestidos en su propia
casa. La veía pasar por mi tienda con un andar pausado cuando iba a visitar a
su familia. A esta taberna solía ir yo a llamar a mi padre y cómo él siempre me
daba un sorbo de cerveza de su vaso. Creo que fue la primera vez que bebí
cerveza y su sabor quedó en mi garganta como algo casi eterno que me ha ido
acompañando a lo largo de mi vida. Casi siempre que bebo cerveza me viene a la
memoria ese “flash”. Esta taberna la transformó José Miguel en una ferretería
que yo frecuentaba para comprar, porque estaba cerca de mi casa. Allí estaba
Florencia la hija de José Miguel e Isabel, algo menor que yo, puesto yo tenía
la misma edad de su hermano Manolo, que estudió conmigo Bachillerato y se hizo
químico en la Universidad de Granada. Murió joven, el pobre. En la misma calle,
y con su hermano Luis, José Miguel montó un negocio de materiales de
construcción con el nombre de ‘Materiales Santa Lucía’, en donde vendían
ladrillos, yeso, tejas, vigas, cemento … Después se unió a ellos Paco el de
Chinela y formaron una sociedad limitada…
pero eso ocurrió más tarde.
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