Chumberry salió a esperarme al portón verde de la casa de Michael, con su andar
pausado y cansado se acercó a mí y lo acaricié. Él sabía que habíamos vivido
juntos un montón de situaciones, pero pronto se cansó y subió las escaleras y
buscó cobijo. Fui detrás de él para hacerle una foto, pero no encontraba el
momento adecuado, me miraba y parecía que se reía pero en el fondo añoraba
otras cosas. No obstante, persistí y logré alguna foto.
Chumberry nos miraba a los que estábamos allí y quizás se preguntaría quienes
éramos. Sí, volví a la casa de Michael Jacobs y lo recordé en aquella estancia,
con sus cosas y mis cosas. La terraza estaba casi igual y el sol alumbraba
nuestros cuerpos y una alegría nos invadió, compartiendo un potaje hecho a
fuego lento y por manos expertas que nuestro paladar agradeció. Allí estaba la
chimenea que encendimos por la tarde. También la foto de Michael con Manolo y
el burro; un cuadro antiguo y el sofá donde cantaba la tarantela.
Volvimos a aquella casa que hay bajo el Calvario y desde allí se divisa el
cementerio que parece más grande y seguía allí el lavadero, el viejo almendro y
la barbacoa, donde nos elaboró la última pizza. Volví a mirar aquella fachada,
con ventanas de madera desvencijadas, el yeso extendido por manos duras y
callosas, las puertas de madera raídas y descoloridas.
Dimos un paseo por la parte alta, miramos desde allí el Frailes nuevo, de
grandes casas, con vecinos jugando a la petanca y los sonidos de los niños al
salir de la escuela.
Volví a ver a Chumberry y la nostalgia me alegró el alma.
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