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domingo, 1 de octubre de 2017
AQUELLOS AÑOS DEL SANTO CUSTODIO
Entre la fe y la razón trato de dilucidar algunas cuestiones de creencias, pero es difícil discernir muchas veces. No obstante hago lo que me dicta mi conciencia.
En 1958, mi madre, María la Betuna, vendía en su pequeña tienda de la calle Avenida del Generalísimo, 2 (hoy calle Tejar, 2) medallas y estampas del santo Custodio; las tenía como clandestinas y escondidas en una lata cuadrada de un producto que se consumía mucho en aquella época, el llamado condimento amarillo de ‘Los Polluelos’ que servía para darle color a algunos guisos y camuflar la poca sustancia de aquellas comidas de la posguerra.
Aquellas medallas y estampas se las compraba a un par de buhoneros que venían todos los meses a Frailes, de la localidad cordobesa de Rute. Ellos ofrecían sus productos a los cortijeros de la zona, era como una especie de trueque con aquellas gentes que vivían en la Hoya del Salogral, Cañada de Alcalá, el cortijo de Los Rosales, las Nogueruelas o el Cerrillo del Ciego. Aquellas personas traían a sus espaldas paquetes con sus productos, como una serie de baratijas consistentes en agujas, hilo y las citadas estampas y medallas de los taumaturgos de la Sierra Sur, ellos intercambiaban sus artículos por huevos, aceite o un buen queso.
Por aquella pequeña tienda en la que se vendía casi de todo, pasaba una gran cantidad de gente y entre ella, había personas que se interesaban, buscaban y ansiaban el camino de la Hoya del Salogral, el lugar donde se encontraba la casa familiar de Custodio Pérez Aranda, una persona que decían que hacía milagros. Los visitantes buscaban aquellas medallas y estampas para tener una imagen, un recuerdo de aquel hombre y poder dirigirle una plegaria o una petición que les solventara sus problemas del cuerpo y del alma.
Los que llegaban a la tienda de María la Betuna, parecían personas asustadas pero sabían lo que querían, la mayoría habían hecho el viaje a través de las alsinas de Miguel Contreras, pero también llegaron montados en bestias, generalmente mulos y burros, donde subían a las personas enfermas que bien no andaban o sufrían algún problema grave en su cuerpo. Ellos trataban de buscar alivio a sus males y llevaban a cuestas sus interrogantes y trataban de solicitar un remedio para sus enfermedades.
La fe que tenían en aquel hombre que decía que curaba las enfermedades era grande. Para llegar a la Hoya del Salogral desde Frailes, tenían por delante más de diez kilómetros, subiendo por caminos dificultosos y con muchas curvas, pero los deseos por poder curarse, mantenían el cuerpo en alerta y el camino era recorrido pronto. Era como un vía crucis vivo y natural que desembocaba en aquellos parajes donde las cabras se movían en libertad y los olivos eran recogidos a fuerza del trabajo manual de hombres y mujeres.
La suerte era un factor importante para poder visitar y encontrar a Custodio; unas veces no estaba en su casa, otras no recibía y había que alinear a los astros para conseguir estar un pequeño rato con él, con el hombre que tenía contacto con el más allá. Cuando algunos conseguían verlo y tratarlo, eran momentos sublimes, fuera de lo normal, algo mágico que podía tener un final feliz.
Custodio imponía sus manos a aquellas personas enfermas, e incluso las invitaba a mover sus manos o sus piernas renqueantes y a veces aquellos cuerpos volvían a tener movilidad. Otras veces, Custodio solo les daba esperanzas y promesas de que pronto podían estar bien, si Dios lo quería.
El elixir para la sanación era el papel de fumar, aquellos papelitos blancos para líar cigarros, se convirtieron en algo mágico y especial que curaban los males de toda índole.
Aquellas personas volvían alegres por el mismo camino que habían llegado, y después de haber visto a Custodio, parecía que tenían un cheque en blanco para solucionar sus problemas de salud.
Por aquel tiempo, en cada casa de aquellos cortijos, o de los pueblos de Frailes, Valdepeñas de Jaén, Castillo de Locubín, Montillana, Noalejo, o Alcalá la Real y sus aldeas, había en las paredes colgados cuadros del santo Custodio, con aquella imagen de aquel hombre, con el pelo cortado como con un tazón, con un flequillo suis generis y peculiar que lo hacía único. Y sobre todo, reinaba en aquellas paredes de aquellas casas humildes pero limpias y blancas, aquel retrato estándar que habían traído los hombres buhoneros llegados del pueblo cordobés de Rute.
Aquel día, 15 de agosto de 1961, era el día de la Virgen de las Mercedes, patrona de Alcalá la Real y la mayor parte de la gente de todos aquellos parajes, estaba en la ciudad de la fortaleza de la Mota, viendo la procesión de aquella Virgen que reinaba y reinará en la iglesia de Consolación; la noticia se extendió como la pólvora, el santo Custodio había muerto y aquella fiesta alcalaína parece que se apagó y la atención se trasladó a la Hoya del Salogral y aquellos caminos hacía Sotorredondo, hacía el cortijo del Espinar, se fueron llenando de aquellas gentes que iban a velar al santo Custodio, a aquel hombre que había solucionado sus problemas del cuerpo y del alma y aquella fe se transformó en una cadena de miles de personas que querían decir adiós a santo de la Hoya y dicen y doy fe que aquel retrato que había en cada casa, que representaba el busto del santo Custodio, se vistió de una especie de luto, como un trazo negro en el pañuelo del bolsillo de la chaqueta. Y aquella muerte santa se transformó en una especie de peregrinación a aquel monte de la Mesa, donde se sigue venerando hoy y mañana al taumaturgo más famoso de la Sierra Sur.
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