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lunes, 19 de diciembre de 2016

AQUELLAS NAVIDADES FRAILERAS


Aquél día había llovido y en la taberna de mi madre sólo estaba  Antonio Cabildo, apuraba un vaso de vino manchego de las bodegas Sánchez Maroto. María la Betuna estaba sentada en aquella mesa-camilla en la que un brasero de ascuas y picón calentaba un poco la habitación. Iba vestida como siempre con un vestido negro y un saquito que se lo había hecho ella misma con ovillos de lana que había comprado en una tienda de Alcalá la Real; la había peinado su hija Maripi, haciéndole un moño atrás y mojando su cabello con aceite de oliva. 

La puerta de la pequeña se abrió y entró Rafa el de Caridad, vestía una elegante cazadora azul que se había comprado en algún establecimiento de Granada, llevaba un cigarrillo rubio en su mano izquierda y saludó a Cabildo como siempre: ¿Qué haces Antonio? Éste le contestó también como siempre: tomando una copilla.
De nuevo, la puerta se abrió y entraron los hermanos Adelin: Antoñino y Rafa, el primero era maestro de escuela en Fuengirola y el segundo había llegado a ser Guardía Civil. 
Todos erámos jóvenes y estábamos en lo mejor de nuestras vidas, pensábamos en divertirnos y en pasarlo bien, que era ir a bailar a Alcalá la Real y bebernos cuatro o cinco cubalibres. 

De pronto, se volvió a abrir la puerta y apareció Luis Raya, bien peinado, con pantalón y chaqueta, los zapatos limpios y con una sonrisa ausente. Raya no se lo pensó y pidió un gin-tonic a María la Betuna, mi madre me conminó a que se lo sirviera yo. Escogí un vaso largo, lo llené de cubitos hasta el borde, como le gustaba a Luis, le puse ginebra Larios y su correspondiente tónica y un trozo de limón y Luis Raya comenzó la noche bebiendo.
Era el ritual que hacíamos todas las navidades, cuando aún erámos solteros. Todos sabíamos que la taberna de mi madre estaba abierta todo el díaa y no hacía falta ponerse de acuerdo para podernos ver. 
Se sintió un coche llegar y aparcó junto a la Caja Rural, al poco rota aparecieron Ezequiel y Fermín, los heermanos Amando. Fermín acababa de llegar de Inglaterra y estábamos deseosos de que nos contara sus andanzas. Era un buen hablador y leía continuamente o eso decía. Ezequiel era de otra forma, se le notaba su pasado, aunque siempre guardaba algo sorprendente, pero a la larga decepcionaba a aquellos muchchos que era ocho o diez años más jóvenes que él; intentaba seducirnos con sus vivencias pero lo teníamos calado. Pertenecía a otra generación pero se había agregado a nosotros en un intento de alargar la juventud. 
Aún faltaban algunos componentes de aquella pandilla. Abelardo llegó, embutido en su abrigo azul, que le llegaba por debajo de las rodillas, a mí se me iluminó la cara porque me entendía bien con él. Más tarde, llegó Manolo el del Baño, y en sus manos llevaba las llaves de su Simca 1200 amarillo. 
 Aquellas navidades, quizás fueron las últimas en las que nos juntamos todos, seguro que nos trasladamos a Alcalá la Real y nos metimos en la Belle Époque, seguro que nos hartamos de beber y que más de uno llegó borracho a su casa, mientras otros se levantaban para ir a recoger aceitunass. 
Mi madre a otro día se levantó a las siete de la mañana, bajó a aquella taberna y abrió la puerta una vez más, mientras yo seguía durmiendo en aquella casa de la calle Tejar, 2. 
María la Betuna barrió el suelo de la taberna, sobre todo la ceniza que había generado el brasero y antes de que terminara, entraban sus primeros clientes, venían a tomar aguardiente o una manzanilla caliente, hecha con un jarabe compacto y dulzón que lo traían de ciudad de Rute.

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