Aquellos tiempos fraileros, de inviernos
fuertes y duraderos, de pobres sin abrigos y con mucho frío, refugiados en las
lumbres y calentados con las pañetas de leña que traían de los campos, de
cualquier campo, de las Carboneras, del Cepero, de la Martina, jugándose muchas
veces el tipo por un puñado de palos. Tiempos viejos de sólo andar por aquellas
casas sin nada que llevarse a la boca. El hambre se distraía saliendo a la calle, a aquellas plazas por
donde pasaba el “tío del saco”, aquel que cambiaba cuatro hierros viejos por
algarrobas, más duras que los pies de un santo. O por unas tortas que se
deshacían en la boca y eran incomestibles. Pero nos las comíamos con ganas. Los
nenes nos peleábamos por los hierros viejos y los guardábamos en escondrijos hasta
que volvía otro día el “tío del saco”. Los más viejos nos decían que a veces el
“tío del saco” se llevaba a los niños malos que no se portaban bien con sus
padres. Teníamos miedo y nos entraba como un repelús con aquel “tío del saco”.
La calle Picachos era un hervidero de gente y
tenía mucha vida: albañiles, carpinteros, encaladores, panaderos, mujeres y
hombres de Frailes que trataban de salir de una vida de subsistencia y de
pobreza. Antonio Mudarra, le decían Pescuezogordo, tenía una pequeña taberna en
la cocina de su propia casa y también regentó el estanco de la calle Almoguer.
Yo entré aquella tienda varias veces y veía a los hombres bebiendo vino,
mientras las mujeres compraban algún producto. La familia de Adelín habitaba
por allí. Antonio, su hijo, fue uno de mis mejores amigos. Recuerdo a su abuela
Patrocinio que protegía todo lo que podía a sus nietos y velaba por ellos, por
Dominica, Antonio y Rafael. Con el segundo seguimos vidas unidas durante la
niñez y juventud. Antoñino pronto terminó el bachiller de cuatro años y se hizo
maestro de escuela, estudiando en un colegio de Granada. Con dieciocho años ya
era un joven maestro que pronto empezó a buscar trabajo. Y lo encontró en un
colegio en la provincia de Málaga, concretamente en Fuengirola, en donde
desarrolló su vida laboral. Fue uno de los primeros de mi generación que obtuvo
trabajo. Cuando venía a Frailes en vacaciones, nos paseaba con su coche por los
sitios de moda que había en Alcalá, sobre todo por la discoteca ‘Belle Epoque’.
Una vez tuvo un SEAT 127 y se le fue el coche en la curva que hay pasado el Baño, y por poco
nos vamos a la cuneta.
Con su hermana Dominica tuve bastante
contacto, porque hacíamos guateques en su casa y nos juntábamos algunas veces.
Hacíamos comidas, bailábamos y nos divertimos mucho a finales de los años 1970.
Rafael Aceituno Vela se marchó pronto de Frailes. Creo que se hizo guardia
civil y se casó en Andujar, pero después no se le ha visto mucho por el pueblo.
Otro de mis amigos que vivía en esta misma calle era Rafael el de Caridad, es
decir, Rafael Romero Molina, que también sufrió el accidente de coche en la
sierra de la Martina. Éste estudió algunos cursos de bachillerato en los
Escolapios de Granada y se casó muy pronto con Toñi Nieto. Se hizo policía nacional,
pero cuando éramos niños y jóvenes estuvimos mucho tiempo juntos. Me gustaba ir
a la casa de sus padres y su tía Caridad, la matriarca de la familia. La casa
era muy grande y tenía un estanque, cuadras para los animales, varias
dependencias y un molino para moler uvas y hacer vino.
Los agricultores llevaban allí las uvas y por
medio de una presa se estrujaban hasta que los cuescos daban de sí todo lo que
tenían. Rafael vestía bien, yo le envidiaba unas cazadoras que le compraron en
Granada y que eran modernas. Teníamos una complicidad grande, jugábamos a los
gángsteres porque veíamos la serie de Los Intocables. Él hacía de Al Capone y
yo era su lugarteniente Frank Nitti: Francesco Raffaele Nitto (Palermo,
Sicilia,
Italia,
27 de enero de 1888 – Chicago,
19 de marzo de 1943, más conocido como Frank Nitti o Frank "The
enforcer" Nitti (traducido al español Frank "El ejecutor"
Nitti), apodo que recibía por obligar con violencia a obedecer sus órdenes a la
gente. Gánster
italoestadounidense,
fue uno de los principales secuaces de Al Capone y
más tarde el nuevo jefe de la organización
creada por Capone, la organización de Chicago.
Éramos unos gángster de pacotilla, que
traíamos bebidas a Frailes durante la promulgación de “la ley seca”, pero ya
todos nuestros amigos nos conocían por estos apodos. Después a Rafael le gustó
el boxeo, y como sabía todos los nombres de los boxeadores de aquellos momentos
y el que más le gustaba era Cassius Clay, pues dejó a Al Capone y se transformó
en el boxeador de moda. Veíamos los combates por la televisión y emulábamos los
ganchos y crochet que se daban en el cuadrilátero. Nos juntábamos en los bailes
del salón de arriba, de Manolín, y mirábamos a las niñas que nos gustaban,
aunque no nos atrevíamos a “sacarlas” a bailar porque éramos los dos tímidos.
El Peque vivía en lo alto de los Picachos,
era albañil y tenía dos hijos. A uno de ellos, unos dos años mayor que yo, le
decían Ejito, no se porqué; sería tal vez una derivación de mi hijito. José
jugaba con todos nosotros al fútbol en las Eras del Mecedero, también se hizo albañil
y junto con su hermano mayor formaban una pareja de albañiles.
El Guarda Rural, Antonio Pareja, era otro
picachero. Era un hombre alto y fuerte con una carabina siempre al hombro, una
especie de escopeta. Velaba porque se cumpliese la ley en los campos, y yo lo
veía normalmente en el Sindicato, hablando con David Tello y Mangote, que eran
los que trabajaban allí. Ponía multas y recorría los campos, yendo de un sitio
a otro. Los propietarios de las fincas denunciaban a los cabreros porque sus
animales invadían los sembrados y el Guarda Rural tomaba cuenta de ello,
visitaba al juez de paz para que dirimiera si tal o cual había cometido daño, y
se celebraban juicios por ello. Los juicios de este tipo han sido muy
frecuentes en todos estos años ya que había muchas rencillas al no estar las
lindes de las fincas muy bien delimitadas. Cada uno movía los mojones de
delimitación a su antojo.
Los cabreros se buscaban la vida como podían.
Las cabras y las ovejas, cuando veían algo verde, se tiraban hacía él; no
discernían si estaba prohibido o no. El guarda rural tenía varios hijos y -de
entre ellos- los que más conocí en aquella época eran Antonio y David; el
primero era grande y fuerte, “el dios Grande’, mientras David se quedó con el
nombre del Rucho. Ambos venían a jugar al fútbol a las Eras del Mecedero y eran
buenos defensas, debido a su fortaleza, y había que sortearlos bien para meter
un gol. Los dos formaron parte de la pleyade de fraileros que llegaron a
Sevilla y formaron parte de la plantilla de la FASA-RENAULT.
Entre los Picacheros y los Cueveros hubo
claras diferencias que se dirimieron en el campo de batalla, a pedradas,
interviniendo también los del barrio de la Iglesia, como el Tite, que se
colocaba un pañuelo en la cabeza para luchar contra sus enemigos. Los nenes
juntábamos piedras para tirárnoslas los unos a los otros, como una guerrilla en
toda regla, con vencedores y vencidos, con heridos y partes de guerra. Era una
feroz lucha y había fronteras y trincheras. Era difícil invadir o ir a otro barrio,
porque los tiros de piedras nos esperaban en cualquier esquina. En aquellos
niños había ‘mala leche’ como lo demostraban las frentes de más de uno con las
huellas de aquellos días. Teníamos sitios estratégicos para escondernos, así
como nuestros oteadores, vanguardia y retaguardia, pero las pedradas podían
llegar de cualquier sitio y era muy normal ver a los nenes chorreando sangre, y
entonces se buscaba al médico o al practicante para que pusiera remedio a
aquellos males. Muchos teníamos un tirador, que hacíamos con una horquilla de
olivo, un par de gomas iguales, una badana que nos hacía el zapatero y los
bolsillos llenos de chinas, “borondas” y
limpias, buscadas en el río. Los tiradores nos servían, también, para
buscar nidos en la época veraniega. Parecíamos auténticos pistoleros con
aquellos tirachinas que nos metíamos entre los pantalones, en aquellos calzones
-ni cortos ni largos- que parecíamos fantoches o bandoleros de pacotilla.
Destrozábamos todos los nidos que encontrábamos en el campo y la verdad es que
éramos crueles con aquellos animalillos sin plumas y con boqueras amarillas. No
le teníamos ninguna piedad y, uno tras otro, era pasto de nuestras chinas. Casi
todos teníamos un gorrión atado con una guita al que le hacíamos sufrir. Menos mal
que poco a poco desapareció aquella costumbre y nos volvimos más formales y
respetuosos con el medio ambiente.
También matábamos palomos en el tajo de las
Cuevas. Nos colocábamos en la baranda frente al bar la Cueva y no dejábamos descansar a aquellas bandadas de
palomos que iban y venían del campo a aquel tajo. Lopecillos era otro habitante
de la calle Picachos, trabajaba en el Ayuntamiento, hacía de pregonero, también
de enterrador y cuidaba el cementerio. Se conocía cada rincón del camposanto y
sabía dónde se encontraban todas las tumbas, velaba por los muertos y limpiaba
… y el Día de los Difuntos se le veía por allí, ayudando a unos y otros.
También ponía multas de vez en cuando.
Junto a los Picachos y frente a la panadería
estaba el callejón de la Bomba, llamado así quizás porque habría caído un obús
en la guerra civil. Allí vivía el Tío de la Luz, Trujillo, que era un hombre
peculiar, cuya casa visité alguna vez, auqnue la recuerdo vagamente. Trujillo
velaba por la electricidad y era de la Compañía Sevillana, iba cobrando cada
mes el recibo de la luz, tocando de puerta en puerta y recogiendo la
recaudación que la recibía en mano. En aquél tiempo no había contadores que
midieran el consumo y sólo había energía por la tarde a partir de una hora determinada.
Las idas y venidas de la corriente eléctrica eran una tormenta. Había muy poca
estabilidad, yla mayoría de las familias tenían una sola bombilla en la
habitación. Allí hacían, más o menos la vida. En las demás habitaciones no
había luz, hasta que se avanzó un poco y se instaló en toda la casa. Era un
cable trenzado como una tomiza exterior que recorría las paredes, había
enchufes muy rudimentarios. Aquellas llaves de luz blancas que se movían para
un lado eran las que daban y cortaban la luz.
La electricidad también, nos trajo la radio.
En mi casa teníamos una, colocada en una repisa de madera. Tenía unos mandos
grandes y era una especie de cuadrado rectangular con un dial redondo en el que
se podían ver una serie de ciudades, el volumen y un altavoz. Aquella radio me
dio mucha vida y me trasladó a mundos desconocidos. “Aquí radio
Intercontinental de Madrid”’, así nos hablaba aquella voz de mujer, y nos
hablaba de lo que pasaba en España y en el mundo. En aquellos años ya escuchaba
Carrusel Deportivo y toda la jornada de fútbol de los domingos. Sólo, en mi
casa de la calle Horno, con las puertas cerradas, vibraba con los goles que
hacía el Real Madrid. Me encerraba y me montaba un mundo de ilusión, paseándome
por todos los campos de fútbol, de la mano de aquellos locutores que dando
grandes voces y con unos buenos conocimientos, ambientaban los domingos
deportivos.
Las voces de Antonio Molina y otros artistas
salían al aire de Frailes y las penas se achicaban y las desgracias eran más
pequeñas. Alberto Oliveras y su programa ‘Ustedes son formidables’ irrumpía en
aquella habitación de mi casa, con una lumbre de tablas del pescado, algún
ceporro, una puerta con rajas que daba a la calle que no tenía llave y se
cerraba con una tranca, una alacena con varias filas de tablas, otra puerta que
daba al tinao y una pequeña ventana, por donde me salía a la calle algunas
veces. Alberto Oliveras resonaba y resolvía problemas en las catástrofes que
sucedían en España de 1960 a 1977 que duró dicho programa. Las mujeres oían las
novelas o seriales y se juntaban varias, mientras bordaban velos y compartían
las desgracias de la protagonista y comentaban después las incidencias de cada
día. Buscando emisoras en aquella radio grande que tenía una antena como un
alargado alambre, moviendo el dial que hacía un sonido característico, hasta
que encontraba una emisora adecuada.
En aquella fuente, en lo alto de la calle
Picachos, bebí agua muchas veces. Fue una de las últimas que hicieron en
aquellos años. La verdad es que no manaba mucha agua, sólo un hilillo constante
caía. Por allí vivía Misián, que llevaba aceituneros a la campiña en la época
de la aceituna. Era el manijero, reclutaba gente para ir a trabajar con
aquellos señoritos de Torredonjimeno, allí en el tajo distribuía el trabajo y
hacía todo lo necesario para que todo marchase bien y bajaba a la taberna de mi
madre algunos días. Su hija Dominica se casó con mi hermano Antonio y se fueron
a vivir a una casa alquilada en la calle Cruz y, después de algunas
vicisitudes, emigraron a los Pirineos de Lérida y trabajaron bastante en el
camping La Cerdanya, hasta que se jubilaron.
Orencio de los Álvarez también tenía una casa
en los Picachos, Era agricultor, un hombre enjuto y delgado que llevaba un mulo
en cabestrillo para hacer una yunta y poder arar sus tierras. Se juntaba con
otros aparceros y se daban tornas: un día labraban el campo de uno y otro día
el del otro. Pasaba por los Picachos y por la calle Mesones, hacia los Baños,
en donde creo que tenía un pedazo que dedicaba a cultivar hortalizas en verano.
Por los Picachos arriba, se subía a la Martina. Era un camino casi de cabras
hasta a Buena Vista. Desde un cortijo derribado podía verse hay una gran
panorámica de Frailes, la Mota al fondo y Santa Ana. Subiendo por la carretera
se llega a la Fuente del Raso, pasando antes los tajos de Pucherete, con unos
desfiladeros potentes.
En aquella fuente he bebido agua muchas
veces, pues mi padre tenía por allí una viña, en lo alto del monte, a la
derecha. Era difícil subir para recoger las uvas con el burro cargado con dos
enormes capachos, por una vereda muy estrecha, y haciendo equilibrios para no
caer. A finales de septiembre y en el mes de octubre se cortaban las uvas
-blancas y negras- e íbamos casi toda la familia con un pedazo de queso en
aceite y un pan grande. Pasábamos el día vendimiando y aquel pedazo de pan con
aceite nos sabía a gloria en aquella viña tan pendiente. Poco a poco llenábamos
los capachos de uvas y había que dar un viaje hasta el lagar, en donde las
pisábamos, para volver de nuevo a la viña y terminar de cortarlas.
Era penoso ver cargado al burro con aquellos
capachos tan grandes por aquel camino tan abrupto, y más de una vez el capacho
salió dando vueltas para ir a parar junto a la fuente del Raso. Las uvas las
llevábamos a pisarlas a un lagar de una vecina, la Gregoria. Consistía en un
pequeño rectángulo hecho de cemento, con un caño de hojalata. Las uvas las
esparcíamos en el rectángulo y una persona se encargaba de pisarlas, con los
pies desnudos, los pantalones subidos por encima de la rodilla y una mano
cogida a un cordel que salía del techo. Así, bailando con los pies descalzos,
se pisaban las uvas y el caldo iba a parar a garrafas de 16 litros. Después
estas garrafas se llevaban a una tinaja grande con capacidad para varias
arrobas. Durante dos o tres meses el mosto hervía e iba dejando una espuma en
lo alto, la tinaja estaba tapada pero se oía el hervir del líquido. En la
Nochebuena ya se podía probar el nuevo vino del terreno, se trasegaba desde la
tinaja grande a varias garrafas de arroba y en poco tiempo, cuando se asentaba,
se podía beber.
Eran muchos los que tenían una pequeña viña y
se elaboraban su vino para todo el año, y así no tenían que ir a la taberna,
pues podían emborracharse en su propia casa. Algunos pillaban unas buenas
cogorzas sin salir de ella. La Mariquilla era una mujer que vivía entre la
calle Cruz y una esquina de la calle Huertos, en donde vendía vino. Allí iban
muchos hombres a beber el vino del terreno, se juntaban por parejas o tríos y
pedían botellas de litro y de medio litro. Ellos mismos se llevaban sus tapas
en un papel de estraza (chorizos y raspas de bacalao) para acompañar el vino.
La Mariquilla se hizo famosa en aquellos tiempos y en su taberna -muy
particular- se emborrachaba medio Frailes, mientras el otro medio lo hacía en
sus propias casas.
María la Mariquilla era una mujer como mi
madre, muy trabajadora y con ganas de hacer muchas cosas, entre otras defender
su vino y venderlo. Su figura andaba por la calle Cruz, a través de la calle
Gloria, con un pañuelo que le tapaba la cabeza y vestida totalmente de negro. Era espabilada y sabía lo
que se hacía. Más de una vez hablaba con mi madre y se entendían muy bien, como
si estuvieran hechas de la misma pasta, de esa esencia hecha del trabajo, de
buscar un pan para sus hijos, de no parar y de pensar mientras duermen. Mujeres
distintas que en cierto modo son muy inteligentes y llevan las riendas de la
familia y de los negocios que tienen, con una visión comercial encomiable,
sabiendo dar a cada cual lo suyo y estando en el lugar y en el momento
adecuados. Gente sin estudios, pero dotadas de un saber innato, un saber estar
constante que les hace ver lo que mucha gente no ve. Personas especialmente
dotadas para los negocios, para la vida social y capaces de interpelar a
cualquiera. Es un don que no todo el mundo lo tiene: un don que unas personas
lo llevan innato y otros lo vamos aprendiendo con la edad y a través de la
experiencia.
Orencio, Indale, el Tío la Luz, el Peque, Pepillo
Merino, el Guarda Rural, Misián, Rafael Romero, Liborio Pareja, Antonio
Aceituno, Sevilla, Pescuezo Gordo, Pancanto, El Nono, Manolo el Chófer,
Dominica de Adelín y muchos otros vivían en los Picachos, un barrio con solera,
con gente trabajadora, artesanos con ganas de vivir. Ellos se han llevado bien
siempre y forman un colectivo social unido. Los Picacheros son gente fiel con
los suyos, se juntan, se quieren y a pesar de que el barrio ha ido dando mucho
de sí, todavía hay un sentimiento de pertenencia al mismo y eso se ha
demostrado en ocasiones como la de formar equipos de fútbol. La gente picachera
siempre se ha notado.
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