La calle Nacimiento era la más importante de los barrios altos de Frailes y tenía su mayor esencia en el hecho de contar con el manantial de agua que abastecía a todo el pueblo. Allí, a sus caños iba mucha gente, unos a por agua y otros al lavadero donde limpiaban la ropa. A todas horas había mujeres entre aquellas piedras, dando pulpejo y restregando la ropa para que quedara limpia, con un jabón hecho de sosa cáustica y turbios del aceite. Por allí, estaba José Mingorance y su mujer, Ana Anguita. Él tenía una pequeña taberna y ella, una tienda. En la taberna de Mingorance se bebía vino por litros y medios litros, con una raspa de bacalao o garbanzos tostaos. Allí se podía ver a Antonio Torres – panadero- que todas las noches iba elaborar el pan a la cooperativa. También a Carretas, al Yerillo, que vivía frente al Nacimiento.
Dominga vivía un poco más arriba. Era una
mujer que tenía tierras y una piara de vacas cuidadas por Castaño, quien cada
día las sacaba al campo. Los nenes decíamos ‘las vacas de Dominga’. Ella fue de
las primeras personas que compró un aparato de televisión, con el consiguiente
abuso de la gente, que cada noche le llenaba la casa para ver las series de la
época. Dominga tenía un hermano que le decían Pepe el de las Gaseosas y -en
efecto- junto a la fuente Elvira tenía una casa y una pequeña fábrica de
gaseosas. Allí las envasaba y las llevaba a las tabernas para venderlas. Era un
hombre curioso y a los nenes nos dejaba entrar allí para ver el proceso de
envasado de las botellas. Les metía el gas al agua y un edulcorante para darle
el color y el sabor. El liquido era un puro gas con burbujas que llenaba el
estómago de gases.
En lo alto de las calles Roturas Bajas y Roturas Altas, y por encima de la calle Cantillo, estaba la ermita del Calvario, que tenía un camino de piedras y estaba dedicada a la Virgen de las Angustias. Las mujeres que iban descalzas por aquellos pedregales y decían que habían hecho una promesa que era pedir algo a la Virgen o a los santos como agradecimiento si se cumplía una determinada petición. Se hacía esto para curarse de una enfermedad, para que le saliera bien la mili a sus hijos, para que hicieran una buena boda sus hijas, etc., de ahí la proliferación de promesas. Unos iban andando al Cristo del Paño a Moclín, otros caminaban hasta la Hoya del Salogral por el santo Custodio, los había que echaban una docena o media de cohetes a San Pedro, a San Antonio, o al Corazón de Jesús.
También había un gran culto a los muertos y
los lutos duraban uno o dos años; las mujeres se vestían totalmente de negro.
Los hombres se colocaban una banda negra en la chaqueta o en la camisa, como
señal de que la familia estaba de luto. A veces decían que el muerto tenía una
promesa por cumplir y que no descansaría hasta que la misma se cumpliese y así
-desde su lugar de descanso eterno- volvía a este mundo a avisarle a los suyos
de la obligación de su cumplimiento. Los familiares trataban por todos los
medios de cumplirla para que el alma del muerto descansase en paz. La creencia
de que los muertos volvían y hablaban con sus familiares estaba a la orden del
día y se comentaba por la calle como algo normal. Otros decían que los que se
morían nunca volvían, pero son cosas que forman parte de nuestra historia y
nuestras creencias.
En las Roturas Altas tenía su residencia
Eliseo González que era un hombre polifacético, lo mismo tocaba el saxofón en
la orquesta Trébol que hacía de representante de casas comerciales de
aguardientes de Rute, vinos de Montilla o jamones, o mantecados. Iba por las
tiendas ofreciendo sus productos y tomaba nota, a la semana o así, llegaba un
camión o una furgoneta y hacía el reparto correspondiente. Si algún producto
salía mal por cualquier causa, las quejas eran para Eliseo, que también tenía
una furgoneta Citroen para manejarse en sus negocios.
En estos días de junio de 2014, se amontonan
en mi cabeza una serie de recuerdos y jornadas de aquellos lejanos años de la
década 50- 60. Y pienso casi a todas horas para encontrar personas que se
fueron, pero que vivieron aquellas horas. Repaso y vuelvo a repasar lo que
ocurría, unas veces la memoria me da alegrías y las palabras surgen a
borbotones, otras la mente queda en blanco y las palabras escritas se suspenden
hasta que me llega una nueva iluminación. Paseo por aquellas calles de mi
niñez, hago fotografías y las dejo en el disco duro de mi cerebro. Miro el
Frailes de ahora, con un alcalde del Partido Popular y otro del PSOE, que
estuvo veinte años gobernando. Y pienso que hemos cambiado mucho, que los hijos
de los ricos y pobres de aquellos años se mezclan ahora en estas calles por las
que aún siguen pasando muchas procesiones, por las que cada vez hay menos
vecinos, por las que aún hay muchos parados, pero no son los mismos
desempleados que buscaban cualquier cosa en la plaza del Rector Mudarra o en
las Cuevas. Ahora vienen en coche a registrarse en una máquina que les da el
visto bueno. Ahora por las calles de Frailes caminan gentes que llegaron de
otros países, de Rumania, Colombia, Perú, Inglaterra, Bolivia, Marruecos. Son
iguales que nosotros, tienen hijos, lloran, sufren, sonríen, añoran a su gente,
a su pueblo. Y me acuerdo de mi hermana Maripi cuando venía de vacaciones de
Francia. Y me acuerdo de Rafael Maneque que a sus más de 60 años se ha casado
con una cubana, Yarisleidi, y ha tenido un hijo con ella. Y algún día me cuenta
cosas de aquella Cuba lejana y nos ponemos serios de lo que aún están pasando
los cubanos.
Paseo por estas calles de hoy y miro las
macetas que hay en la fachada de la hija de Ezequiel en el Barrihondillo, lo
sucio que está el río y cómo la gente sigue limpiándolo y al mismo tiempo
dejando la basura en su cauce. Miro la calle Cuevas y cada vez hay más casas
vacías. Me acerco al bar la
Cueva -cerrado- y junto a su puerta de hierro, parece que
oigo a don Fermín, a Pepe Malabrigo, a Zacarías, a Pajarico, a Peña, a Pepín y
a la Villa, una
mujer que vino de Martos y ahora tiene una casa frente a la Posá, a Merce la Pajarica riendo sin parar
…. Oigo la voz de Michael y de Manolo el Sereno, y veo como torea Manuel
Benitez el Cordobés.
Así repaso a todos los que pasaron por
aquella cocina y aquel mostrador: Mercedes, Amador, Pepito, Carmela, Manolo, su
mujer e hijos y Membrillo y los suyos. Vuelvo a cerrar la puerta del bar la Cueva y el portón de Manolín
está cerrado, ya no se escucha la voz de
Luis Gamazo ni de sus perros, sigue el huerto con algunas flores y la casa de
Miguel Zafra está también cerrada y con un cartel de ‘se vende’. En la tienda
de Mercedes y Manolo Zafra hay otras personas vendiendo vestidos y pantalones.
En la taberna de Domingo Gregorillo después hubo un supermercado y ahora está
cerrado. Parece como si el tiempo hubiera pasado como un torbellino y así ha
sido, paso a paso, con lentitud aquellos vecinos de los años 50 y 60 ya no
están. Se fueron en busca de la felicidad, a otras tierras y encontraron otro
Frailes en sus viajes y se habrán agarrado a él como yo sigo asido aquí a este
Frailes de ayer y de hoy. En mi mente bulle y bullen gentes de ayer y de hoy.
Paso por la calle Corral y casi no encuentro a nadie, las casas del hombre que
le decían Fantoche ya no están allí, la casa de mis abuelos Camilo y Carmen
tiene otra fisonomía, los huertos de la
Domi de Calañé y de la Amadora de Amadeo se han transformado, nada es
igual y parece todo lo mismo. En mi cabeza tengo un lío grande pero trato de
reconducirlo, colocando cada cosa en su sitio. El tiempo ha pasado, ya no se
oye el agua pasar por la acequia de la calle Alba, y Juanito -que se casó con la Mari Montes Martínez-
tampoco está allí.
Ahora, me coloco de nuevo en el centro de la
tienda de mi madre, María la
Betuna, y veo al Señor del Paño que sigue intacto con su cruz
a cuestas, aquellas tiras para atrapar moscas que se pegaban allí sin remedio,
una panoja grande de plátanos medio verdes y liotes pequeños de carne traídos
de Alcalá. Y vuelvo a mirar a la cooperativa y aún no está construida la Caja Rural. Hay un
ciprés largo, un huerto donde Vicente Pelicos, en un día de San Pedro, hizo
tallos o churros o tejeringos y contrató a un portugués que nadie entendía. Y
sigo mirando por la calle Mesones y veo a Miguel el Señorico, en su gran casa,
con la puerta medio cerrada. Por donde sale su moza, la Chipilina, que ha ido a
comprar unos gramos de café. Miguel el Señorico sale bien vestido de aquella
casa que después heredará Dominica Romero, la madre de Luis Raya. Y se beberá
un café en la Cueva.
Un poco más arriba está la casa de Miguel
Vela y sus dos hijas y un hijo. Miguel trabajaba con José Miguel Gallego y las
hijas se fueron a Bailén. Volvían de vez en cuando, hasta que murieron sus
padres y se cerró la casa. A su lado tenía también la Chipilina una pequeña
casa que después compró Liborio Romero. En la calle Mesones había y hay un
pequeño callejón, allí vivía Gregoria, la abuela de los embutidos y Domingo, su marido, y su hijo Luis Lucio,
un solterón de por vida, que venía a comprar celtas emboquillados a mi casa y
se bebía un par de copas de aguardiente o de coñac. Era nieto de mi vecina
Virtudes y -cuando esta murió- se llevó a su hijo Rafalillo a su casa de la
calle Mesones. El Fuerte vivía allí también, el padre de Indalecio el Exagerao,
que siempre tenía prisa para ir a encalar. Y Calahorra, que tenía una piara de
cabras que guardaba su hijo. Él vendía la leche que ordeñaba cada día y la
distribuía con dos cantaras. La vendía en Alcalá, con una medida de un jarrillo
de lata equivalente a un cuarto de litro. Así paseaba las calles alcalaínas …
vendiendo leche.
En la calle San Antonio tenia su casa
Membrillo, emigrante en Alemania. A su vuelta se ganó la vida alquilando el bar
la Cueva y más
tarde el bar Nuevo. Éste último lo edificó Miguel Zafra y lo tuvo alquilado
hasta que mi hermana Maripi se lo compró con el dinero que ahorró en Francia.
Membrillo tenía a su hijo Antonio, guardia civil, al que destinaron al País
Vasco. Un día nos enteramos de que en un atentado de la ETA le dieron un tiro en el
pie y se retiró con una buena paga. Después de este incidente, se hizo corredor
de seguros en Alcalá. Fue su hijo Paco el Sierras el que montó el primer pub en
Frailes. Allí muchos jóvenes nos emborrachamos, oíamos música, jugábamos al
futbolín y besábamos a las fraileras. Lo montó en la calle Elvira y tuvo mucho
éxito, hasta que se fue a Granada y montó otro bar. Su hijo Ángel se hizo
negociante de aceites y le debe ir bien porque vuelve a Frailes conduciendo
buenos coches. Su hija María se casó en Alcalá con Paco el Quasi, que regentaba
una cafetería junto a la discoteca la Belle Epoque. Detrás de la casa de Membrillo
había un pequeño callejón donde vivían dos personas mayores, le decían de apodo
El Tropel y la Tropela. Eran
sordos pero se entendían bien, bajaban por la calle Mesones e iban a comprar a
mi tienda. Aún puedo verlos cogidos del brazo, ella llevando una cesta para
meter los ‘mandaos’ y él con una garrota para evitar los peligros. Junto a
ellos estaba la casa de Antonio Carabito, soltero, una persona limpia y
solitaria pero bien cuidada.
Mi madre compró aquella pequeña casa por
50.000 ptas. para hacer negocio y venderla después, pero mientras tanto hicimos
algún guateque con los amigos. Siguiendo
la calle San Antonio, nos encontramos la casa de la Grilla que era una mujer
muy vivaracha y tenía unos andares rápidos. Casi siempre la veía por la casa de
Librada y le ayudaba en los quehaceres cotidianos. Su padre, bastante mayor,
era el Grillo, y le gustaba el vino como a tantos otros; por eso muchas veces
venía a la taberna de mi padre a tomar unos vasillos. Frente a esta familia
había otra vivienda de un hombre que le decían José, el Vizco Empalaga. Su hija
se casó con Miguel Mingorance, otro matrimonio más que se fue a la Fasa-Renault a
Sevilla.
José María el de Cerdas habitaba otra de las
casas de esta calle. Un hombre grandullón y fuerte, albañil. Con su camisa
llena de yeso y tocado con su gorra, lo veía venir por la calle Mesones.
También tenía dos hijas y también una se fue a Sevilla al casarse con un
alcalaíno que colocaron en la fábrica de la Fasa-Renault. Una
vez me llamó y me dijo que leía mi blog, lo cual me dio mucha alegría. La otra
hija se fue a Barcelona.
Recuerdo que La Pollica y su hija también
estaban por allí, entre la calle Gloria y la calle san Antonio, frente a las
Escalerillas que iban a parar a la calle Tejar. Más arriba tenía su vivienda la
familia de Amador Álvarez y Mercedes Tello, con sus hijos David, Pepe,
Carmelita, Merceditas y la mayor Amelia, que se casó con un Raya, un hombre
mayor, siempre vestido con un traje. David trabajó en el bar la Cueva; más tarde le dieron
un puesto en el sindicato. A Pepito le decían sus amigos Mortadelo por las
gafas que tenía que llevar de lentes gruesas. La barbería de Molina estaba
situada en esta calle y hacía esquina con la calle Rosario. Molina se casó y
edificó una casa totalmente nueva, dejando el bajo como barbería a donde yo iba
a cortarme el cabello, a “pelarme”, como se dice por Frailes. José Molina me
sentaba en aquel sillón, metálico y de grandes brazos, de color blanco y negro,
reluciente, que se podía girar y dar vueltas, frente a un espejo grande y
esmerilado. Sus manos se movían con rapidez y soltura, manejando las tijeras y
el peine con habilidad o pasando una maquinilla manual que la asía con sus
dedos blancos y limpios. Él mismo olía a colonia.
A mí no me pelaba al cero, aunque estos
cortes de cabello eran muy comunes. A los niños se los hacían habitualmente en
aquella época para evitar piojos y liendres. El pelado al cero nos limpiaba de
estos bichitos que eran fruto, aún, de la posguerra y de la miseria. Frente al
espejo había pequeñas estanterías en donde se colocaban las herramientas del
barbero y los botes de colonia. Recuerdo una que se llamaba Floyd y era de
color rojizo y desprendía un fuerte olor, lo que se llama ahora ‘afther save’
(para después del afeitado). A mí me gustaba olerla y cuando esperaba mi turno,
veía cómo Molina se la ponía en la cara a algunos clientes distinguidos y le
daba varias palmaditas. Molina también afeitaba a los clientes, tenía un
utensilio con un jabón y una brocha al que le echaba agua y, cuando la brocha
se llenaba de espuma, se la pasaba por la cara al cliente. Aquella navaja de
barbería, niquelada y con una hoja que afilada varias veces en medio de la
faena, con una especie de mango y cuero donde pasaba una y otra vez la navaja.
Al final la cara se quedaba limpia y afeitada y el cliente listo para salir a
la calle. Cuando terminaba su faena, le daba media vuelta al sillón y
acompañaba la frase ritual de ‘está usted servido’. Entonces le “aflojaba” el
dinero y se colocaba el siguiente en el sillón. Muchos de sus clientes tenían
un convenio para todo el año, como el médico. Molina le cortaba el pelo a toda
la familia y ésta le pagaba con trigo o cereales, una cantidad convenida, lo
que se llamaba una iguala. Yo le pagaba dinero contante y sonante, porque mi
familia no tenía cereales ni propiedades.
La barbería era un lugar de cháchara y
conversación, casi siempre había gente, muchos eran tan habituales que más bien
parecían tertulianos. Se hablaba de casi todo, del tiempo, de fútbol … menos de
política; eso estaba prohibido. Molina era buen conversador y sacaba siempre
algún tema. Mientras hacía su labor, hablaba y cortaba, hablaba y cortaba …
mientras el zigzag de las tijeras hacía lo demás. Eso sí, siempre respetaba a
sus clientes. A mí me daba por pensar en que, cuando estaba afeitando a alguien,
en un descuido podía cortarle la garganta a alguien. A veces sucedía y la
sangre salía entre la espuma. Molina le aplicaba algún secante blanco y la
sangre ya no fluía, aunque la herida siguiera escociendo.
La barbería olía a alcohol, a colonia, a
espuma, a agua y jabón, y las conversaciones fluían de aquellas gargantas de
agricultores, de fraileros y de algunos que venían de las Riberas o de los
cortijos. En un recoveco de la calle san Antonio vivía la Pajota, cuyo marido vendía
carbón en las Cuevas. No sé si ella tenía una pequeña tienda, el caso es que se
quedó viuda y la casa se convirtió en un aposento de turismo rural. Al lado
estaba la casa de Paco Mudarra, que al principio se dedicó al arreglo de
aparatos de radio y después prosperó y se hizo gerente de la cooperativa de
aceite y de la Caja Rural,
primero en Frailes y después en Alcalá la Real.
Se hizo un gran chalé junto a Los Baños, en donde vivió unos
años con su mujer. También fue uno o el último alcalde de la etapa franquista.
Un hombre al que le decían Minero tenía una
tienda junto a la barbería de Molina. Vagamente recuerdo lo que vendía, pero
estoy seguro de que allí comprábamos trompas y cordeles para liarlas, tirarlas
y hacerlas bailar y zumbear. Más arriba vivía Francisco Alcaide, le llamaban
Paquillo, en una casa grande y moderna que se diferenciaba de las demás. Este
hombre trabajaba en el Ayuntamiento, cobraba letras de un banco y tenía una
tienda de tejidos con Antonio Tello, que estaba al lado. Antonio Tello era
padre de Miguelín y David Tello, y su madre Librada era la suegra del médico
don Fermín Medina, al casarse con doña Carmela. Parece que lo estoy viendo, con
sus gafas, su chaqueta, camisa y corbata, y en los dedos un cigarro. Fumaba sin
parar y tenía manchados los dedos de nicotina. Se colocaba en la puerta de
Antoñico el Loco y allí hablaba con el que pasaba, hacía una visita al casino
de Manolillo y vendía los tejidos en la tienda que tenía un mostrador de madera
de un lado a otro de la habitación, con estanterías donde colocaban las telas
de diversos colores para que la gente se hiciera vestidos y trajes, chaquetas y
pantalones.
La tienda tenía un olor característico como a
borra, o sea, un tejido de tela de mala calidad. Las familias pobres compraban
allí, porque lo hacían a través de unas ayudas que le daba el gobierno, a pesar
de que muchos se quejaban de que la ayuda no se la daban en metálico y tenían
que comprar ropa para cobrar la misma. Era algo oscuro que en mi mente nunca lo
tuve claro. En la tienda de Antoñico el Loco comenzaba la calle Picachos.
Vendían de todo, desde mistos de cartón, una especie de papel como con unas
uñas rojas, que al rasparlas crujían como un cohete, tela de alambrar,
galletas, arroz, lápices. Antoñíco llevaba un mandil puesto para no ensuciarse
y siempre estaba tras el mostrador. Había estanterías normales y con cristales,
donde colocaba todos sus productos, como escobas, botes de colonia barata,
latas de atún, cuerdas, galletas, casi todo productos necesarios para aquel
Frailes de subsistencia. Para aquel Frailes de familias pobres y sin trabajo
que pululaban por las tiendas dejando sus deudas en papeles de estraza, que se
colgaban en un gancho de alambre en una pared. Cuando la gente venía a pagar su
cuenta, se buscaba un papel tras otro hasta que se encontraba. Muchas cuentas
de aquellas quedaron allí clavadas para siempre porque no hubo nadie que se
hiciera cargo de ellas. No había trabajo y se fiaba mucho, en espera de tiempos
mejores que, en la mayoría de los casos nunca llegaron.
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