Volví a Granada, paseé por sus calles, miré escaparates y vi el caos
circulatorio de tráfico que sigue intacto desde los últimos años.
Granada sigue allí a los pies de la Alhambra, con miles de asiáticos que
van a mirarla y a enamorarse de ella. Preguntan ¿Alhambra? Y la gente les
señala por donde hay que ir.
Granada sigue dividida en dos mitades sanitarias que buscan dos hospitales
enteros, con todo y la Gran Vía está allí para poder verla cada mañana en los
minutos de este febrero que recién ha nacido.
Volví a Plaza Nueva y desde allí divisé la calle Almanzora y el Gafas vino
con su moto a rescatarme y darme un plato de cocido, en aquella casa que tiene
unas vistas para disfrutar del Albaicín, con un chorro de casas que se juntan
sin saber por qué.
Granada está llena de turistas que buscan a Boabdil por las esquinas y los
Reyes Católicos aún se creen que ganaron la batalla y siguen con las espadas en
alto, buscando un nuevo motivo de unir a España.
Por los pasillos del Ruiz de Alda caminan los pacientes enfermos que buscan
un lugar donde descansar.
Las rebajas de febrero se muestran en todos los comercios y la gente se
agolpa allí donde ofrecen los artículos más baratos. Granada de día es un lugar
intranquilo, con obras eternas e inacabables que duran y perduran como si no
tuvieran nada que ver con ella.
Granada es una chispa de ilusión en nuestras vidas alcalaínas, y funciona
como un escape o una especie de capricho que hay que darse de vez en cuando
para combatir el tedio alcalaíno.
Y desde aquella casa, las vistas me impactan y miro y remiro y recuerdo
aquellos días en los que pateaba el centro granadino, buscando la alegría de la
juventud, mientras pensaba que sería un profesor de aquella universidad que
nunca fui.
Granada sigue eterna, con un metro que no funciona, un caos de automóviles
que se dirigen a no sé qué parte, con pitidos que se arrastran y los
automovilistas se juegan la vida, mientras espero sentado en la Caleta.
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