Hay dos perros que ladran y se dirigen zalameros al visitante cuando se
llega al Cerro de la Mesa. Allí, lo mágico, la soledad, el cielo, la
naturaleza, lo misterioso, lo oculto, la religiosidad impregnan a todo el que
llega y en medio de aquel lugar se erigió una ermita y a un lado y a otro se
construyeron una serie de edificaciones sin gracia, unas junto a otras, no
guardando ningún control y con apenas armonía.
Desde Alcalá la Real hasta llegar a la Hoya del Salobral hay que recorrer
unos 22 kilómetros, por la carretera que lleva a la villa de Frailes y tras
pasar el municipio, por las eras del Mecedero, hay que seguir el camino por el
lugar de Sotorredondo, empinar la vía que conduce a Los Rosales, donde el
Ayuntamiento frailero ha colocado unos carteles para identificar aquellos
parajes. ‘Solana de la Parra’, ‘Cerrillo El Ciego’, `Cañada Alcalá’ o ‘Los
Barrancos’ van surgiendo a los ojos del viajero que trata de dirigirse al reino
del taumaturgo santo Custodio.
El Cerro de la Mesa se yergue escondido entre un macizo rocoso y el camino
se extiende por las casas de aquellos cortijos, donde se pueden ver las cabras
de estos hombres eternos que cuidan del terreno y están apegados a la vida de
una forma especial.
Hay un sendero que conduce al oratorio del santo Custodio, incrustado en la
roca. En el camino se puede encontrar a Antonio García, un hombre inquietante,
vestido todo de blanco: pantalón, sudadera, camisa, gorra, aunque con aspecto de
dejadez, barba incipiente, un bastón en la mano que le sirve para mantenerse en
pie. Nada más preguntarle el porqué de su estancia en este lugar, contesta que
“aquí llevo unos años, bastantes, no sé cuántos, mi padre era leñador, yo venía
aquí a por leña. Nací en Mures cuando la Guerra Civil”. Cuando le pregunto por qué
está aquí, contesta que le gusta ayudar en lo que puede, no es por dinero. Sus
palabras no son coherentes, dice algunas cosas como ‘a ver si se afirma todo’;
‘no hay personas que vayan con el mismo propósito’. De pronto, se acercan a
este lugar tres personas, Antonio las recibe en una especie de pequeña cochera,
donde hay un sillón, tres sillas de plástico, una mesa llena de zumos variados,
botellas de agua, plátanos, velas, una imagen grande del Corazón de Jesús, un
cuadro de la Morenita, un cuadro del Amigo que nunca falta, dulces diversos,
platos vacíos; todo revuelto. Los visitantes le piden la bendición, antes le
han contado sus problemas; Antonio les da la mano y dice que es como una
bendición y aquellas tres personas bajan hacia su automóvil.
La mujer que se va, comenta que los ‘aparatillos’ no son buenos,
refiriéndose a la grabadora. Antonio repite que nació al lado de Fuente Viejas,
se fue a Córdoba. “Estoy aquí por qué tengo que vivir y cuanto más gente hay
junta, peor se está’. Del santo Custodio piensa que fue un hombre estupendo. ‘A
mí me va bien aquí, estoy con él y solamente con estar en este sitio, estoy a
gusto’. Sigue y repite que no cobra nada, “pienso en vivir lo mejor que pueda,
estoy jubilado, voy haciendo mi vida, ayudando a muchas criaturas, llega mucha
gente y les echo la bendición y Dios es el que nos tiene que librar de los
malos pensamientos”. A los que vienen a mí, les echo la bendición con las
manos, les doy con mis manos a sus espaldas y al pecho.
Comenta que casi nunca sale del Cerro de la Mesa, va al médico y a veces a
comprar alguna cosa, lo lleva algún amigo, pero lo que le gusta es ir a la casa
del santo Custodio. Pero, después añade que en cualquier sitio se encuentra al
santo Custodio. Dice que con la gente de la Hoya del Salobral se lleva bien, ‘no
tengo dificultades con ninguno’. Relata que ha edificado dos casas aquí, el
solar lo pagó a los responsables de la Hoya. Antonio se levanta temprano, apaña
muchos árboles que ha recuperado en el monte, sobre todo olivos. Le pregunto
que si tiene alguna comunicación con el santo Custodio y me contesta que “en
realidad lo que hay que tener es un gran pensamiento y hablarle a las personas
lo mejor que puedo y les digo lo que deben de hacer”. La gente que llega a su
consulta le pregunta todo tipo de problemas. Comenta que muchas veces la gente
que viene, encuentran calor en él. Habla, a veces, sin coherencia, dice “hay
personas buenas que tienen el mismo pensamiento que yo, otros no”. Sigue
diciendo “yo aquí me siento acompañado siempre, yo no le cobro a nadie, algún
poder tengo, no quiero que digan que se les ha ido su dinero, mi espíritu sale
de mi cuerpo, va donde más o menos lo voy dirigiendo, a lo mejor al
cementerio”.
Antonio pide que en la vida todos debemos ser formales y buenos, “la gente
quiere dinero, pero deberíamos ayudar al pobre, no voy buscando dinero, ayudo a
personas que veo caídas, no tengo interés en que la gente me escuche, me gusta
ayudar y al que yo pueda darle de comer, lo hago”.
Antonio no rehúye las fotografías, me enseña un lugar donde medita casi a
diario, se tumba en una especie de piedra inclinada y las vistas son
asombrosas, Sierra Nevada se presenta al frente, llena de esplendor y blanca
reluciente. Después, Antonio me enseña su casa, está llena de imágenes
religiosas, no está limpia, hay un cuarto con varias camas. Tiene una caja
llena de estampas con su retrato, me ofrece un taco de ellas. Me despido de
este hombre que viste todo de blanco, pero descuidado. Camino por el Cerro de
la Mesa y pienso que Antonio está allí porque se siente arropado por la
seguridad del santo Custodio. Es un ermitaño, un hombre solitario, que piensa
que hace bien a los demás. Puede ser que se crea que tiene algún poder
sobrenatural, algunas personas se acercan para encontrar solución a sus
problemas. Lleva allí más de 30 años y no piensa irse. Sus manos están
temblorosas, su cuerpo está ajado, sus ropas blancas están manchadas. Antonio
me despido, alzando su mano. Después, voy a la fuente del santo Custodio, lleno
tres garrafas de agua, el suelo está escarchado y tardo en llenar los
recipientes, pues solo hay un hilo de agua. Me subo en mi automóvil y digo
adiós a Ascensión y a otra mujer que hay a su lado. Al llegar a la carretera me
bajo y hago otra foto.
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