Fueron
dos años difíciles porque, aunque tenía un coche no contaba con dinero ni para
gasolina. Era una contradicción, así que abrí de nuevo aquella taberna, con el
pequeño mostrador, con las pequeñas estanterías y con las antiguas botellas de
Terry, Tío Pepe, o ginebra Larios o Rives. Pero no entraba mucha gente, que
digo mucha, me veía negro para encontrar un cliente. Sí entraba Antonio
Cabildo, aquel hombre soltero al que le gustaba el alcohol, que estaba
tranquilo mientras no bebía, que se alteraba cuando iba tragando vino o
combinados; aquel hombre que compraba un saco de pan, lo dejaba allí en la
taberna, le añadía un poco de pescado y aparecía al final del día, aún más
borracho, a veces despeinado, con la camisa rajada y volvía a pedir otro vaso
de vino, gordo, lleno hasta lo alto; aquel hombre que se aproximaba el vaso a
los labios, lo cataba y volvía a colocarlo en el mostrador; el que hacía
aspavientos, daba alguna voz que otra, salía a la calle y daba vueltas como
buscando algo que no encontraba nunca y que entraba y daba pequeños sorbos a su
bebida. Intentaba subsistir en aquel mundo frailero. Traté de montar un bar con
música, compré un equipo en Granada y lo coloqué en lo alto del mostrador, con
música actual como Supertramp, Silvio Rodríguez, Aretha Franklin, Mike Olfied,
Dire Straits, Alan Parsons, Bee Gees, Rod Stewart , José Luis Perales, Aute,
Triana y muchos otros. Compré taburetes pequeños y mesas bajas e intenté que
entrara la gente al local.
En
el verano conseguía atraer a algunos grupos, como los sevillanos, así Pepito,
el hijo de Dionisio y de una hija de la Pulía, ellos
entraban y acarreaban a mucha gente, porque tocaba la guitarra y cantaba
y nos divertíamos mucho. Es cierto que el bar se llenaba todas las noches, pero
eso duró unos veinte días. Después del verano volvió la normalidad y los
clientes fueron escaseando, por consiguiente pasaba la mayor parte del día en
la puerta mirando a los que pasaban. A veces compraba cajas de naranjas, las
vendía baratas y me las compraban, pero los clientes seguían de largo e iban a
comprar al supermercado de enfrente que tenía muchos más productos y más
baratos. Otras veces cerraba el negocio, me metía en el bolsillo el poco dinero
que tenía y cogía el coche y me iba a ver a una novia que tenía. Cuando volvía
a los cuatro o cinco días, el dinero lo había gastado y los clientes del bar
cada vez eran menos.
Intenté
prepararme las oposiciones de profesor de Instituto, pero cuando vi el temario
me desilusioné, por lo que fui más modesto y comencé a prepararme una plaza de
auxiliar administrativo que parecía que iba a sacar el Ayuntamiento de Frailes.
Me pasaba los días haciendo prácticas de mecanografía y estudiando un libro con
unos cuarenta temas de Administración local, de tal manera que llegué a dar más
de 500 pulsaciones y me aprendí de memoria aquellos temas. Mientras esperaba en
el bar que entraran los clientes, repasaba los temas y seguía con las prácticas
de mecanografía, así un día tras otro.
En
Frailes ya gobernaba en el Ayuntamiento la Unión Progresista
Independiente, y la alcaldesa era Maravilla Anguita Delgado que vivía en su
casa de la plaza Rector Mudarra. Aquella mujer era muy religiosa, soltera, y yo
no gozaba de sus simpatías porque, una vez que llegó el Gobernador Civil a
Frailes, lo abordé y le pedí trabajo para los jóvenes y para mí también. Por
supuesto que aquel hombre no me hizo ni caso y pasó de largo a pesar de mis
protestas.
Me
presenté a las oposiciones de auxiliar administrativo con 17 aspirantes más.
Fuimos quedando cada vez menos en los diferentes ejercicios y, al final, me
quedé yo solo –allí- frente a Maravilla Anguita Delgado. Me preguntaron sobre
los presupuestos municipales, les contesté lo que sabía y al poco rato me
dijeron que dejaban la plaza desierta. Todo esto fue en el verano de 1981, pero
para el 9 de diciembre del mismo año, se convocó de nuevo dicha plaza. Me había
preparado mucho más, acudimos otras diecisiete personas y fueron quedando atrás
como en la anterior ocasión. Me quedé solo de nuevo pero esta vez no fallé … y
me tuvieron que dar la plaza
provisionalmente. Aquel mismo día me instalé en el puesto de trabajo. Aquello
fue una liberación total, algo que al principio cambió mi vida. Fue como una
despedida a la tienda y a la taberna de mis padres, una despedida a aquel mundo
de clientes, a un mundo de dependencia, de no poder salir de aquellas cuatro
paredes, donde siempre había que tener las puertas abiertas para que entraran
los pocos clientes que tenía.
Me
instalaron en la primera habitación del viejo Ayuntamiento de la plaza de José
Antonio, con un mostrador y unos cristales altos. Hacía certificados en las
paredes y aún estaban colgados los retratos de José Antonio Primo de Rivera y
del generalísimo Franco. Estaba Guerrito, cuyo nombre en realidad era José
Antonio Garrido; estaba Manuel Moya Milena, el municipal de toda la vida, el
hombre que me había multado alguna vez; estaba Lopecillos, al que todos le
llamábamos el pregonero y -sobre todo- estaba Francisco Alcaide, el hombre que
movía los hilos de todo aquello. A veces, durante la semana, llegaba la
alcaldesa, Maravilla Anguita Delgado y aquella mujer no me miraba ni me dirigía
la palabra. Parecía como si yo no estuviera allí, me ignoraba por completo, ya
que -repito- yo no era santo de su devoción.
Pronto
se fue el secretario municipal que había y contrataron al mismo que estaba en
Alcalá, llevando así los dos municipios. Su nombre, José María Robles Tárrago.
A eso le llamaban acumulación. Creo que le pagaban 57.000 pesetas al mes. Mi
primer sueldo fue de 28.000 pesetas y me parecía todo un capital para mi solo.
Cuando cobré me fui a Granada y visité a mis amigos Manuel Marín y Eduardo
Araque que seguían en la ciudad de la Alhambra.
Robles Tárrago era abogado, conocía
las leyes, él llevaba el Ayuntamiento de Frailes por acumulación, pero iba poco
por allí, a lo máximo unas horas a la semana. Me llamaba por teléfono y me
decía los asuntos que tenía que preparar. Recuerdo que una vez me dijo que
íbamos hacer el presupuesto municipal y en pocos minutos lo tenía terminado.
Pero
aquella situación duró poco, para 1982 ya había un socialista al frente del
Ayuntamiento de Frailes; era Antonio Garrido Romero, el hijo de Mangote, un
agricultor. Los modos fueron cambiando en la Casa Consistorial, al menos
para mí. Este hombre si me saludaba y contaba conmigo, incluso me consultaba
muchas cosas y cambió bastantes. Una de ellas fue que nos fuimos del edificio
de aquella vieja construcción de la plaza de José Antonio Primo de Rivera y nos
instalamos en un sitio peor, en la calle Almoguer, en una casa vieja que había
sido el antiguo local de Manolillo el del Casinillo. Allí en unas cámaras
viejas, frías y con muchos problemas, se instaló la administración municipal
frailera, hasta que Antonio Garrido, Manuel Ruiz López, César Marañón (el nuevo
secretario municipal) y un servidor nos trasladamos un día a Granada, en busca
del médico don César Granero Gasquez. Este era el dueño de un chalet que se
había edificado en la calle Santa Lucia, 10 y, después de negociar durante una
mañana, Antonio Garrido Romero, el segundo
hijo de Mangote, aquel tabernero de la calle Huertos, llegó a un acuerdo
con aquel médico hosco y tímido, cuya simpatía era más bien escasa entre los
fraileros. Así fue como el pueblo de Frailes adquiría aquél chalet por la
cantidad de seis millones doscientas cincuenta mil pesetas. Una buena compra
que hay que agradecer al empeño que puso Manolo el Sereno para la adquisición,
pues le unían lazos de amistad con el médico, ya que ambos eran amigos y
confiaban el uno en el otro. Y también al empeño que puso el alcalde socialista
para que Frailes contara con un buen edificio para su Ayuntamiento.
Fue
la noche del 28 de octubre de 1982, cuando César Marañón y yo nos dimos un
paseo por Frailes, tras el escrutinio de las Elecciones Generales en las que
ganó por mayoría absoluta el PSOE. Nada menos que 202 escaños de los 350 de los
que constaba el Congreso de los Diputados. Nuestros cuerpos parecían que
flotaban en el ambiente y junto al puente de las Cuevas divisé la casa de María
la Betuna y el
río medio seco que me llevaba directo a aquella infancia de recortes y
miserias. Y fue precisamente con César Marañón con quién celebré el “cambio”.
Con él, que era un descendiente de Los Gaticos, aquellos alcalaínos que habían
vendido el pescado a mi padre, Juan Campos, y el que lo traía a Frailes en su
burro. César era un joven alcalaíno que había aprobado las oposiciones de
secretario de Ayuntamiento y Frailes fue uno de sus primeros destinos.
Aquella noche vimos las estrellas del firmamento frailero
y
conversábamos sin
parar de los sueños de nuestro futuro con el triunfo de los socialistas. Pronto
se unieron a nosotros otros concejales del PSOE como Pepe Bollo, que había sido
chófer de un magnate español y había conducido automóviles de lujo, llevando a
aquellos señores tan ricos en su interior. Era tal la alegría que teníamos que el
tiempo se fue consumiendo sin cesar. Nos habíamos pasado todo el día velando
aquellas elecciones generales, visitando el lugar donde estaban las urnas,
haciendo el recuento y el escrutinio y aún recuerdo la voz de los presidentes
de aquellas mesas contando los votos y leyendo PSOE, PSOE, PSOE … Los montones
de papeletas del PSOE eran el doble o el triple que la de los demás partidos. Y
la esperanza llegó a nosotros, como si todos hubiéramos conseguido aquel
triunfo. Parecía que Frailes y España se iban a transformar y que el cambio
sería verdadero, que la democracia española funcionaba, que después de un
partido podía gobernar otro. Y miraba los telediarios y observaba la figura del
aquel joven y sonriente Felipe González y de Alfonso Guerra, alzando las manos
con los puños cerrados y las calles llenas de gente contenta y llena de alegría. Parecía como si no se
creyeran lo que había pasado. Era como algo grande, como si Pepe, Antonio,
Manuel o mi vecino fuesen Felipe González o Alfonso Guerra. Era el triunfo de
la sencillez, de las personas normales, de mi vecino. Era el triunfo de
cualquier persona. Yo pensaba que todos seríamos iguales y parecía que todo lo
que oía en los telediarios tenía sentido y no aquellas frases hueras de los
ministros franquistas que nadie entendía, o al menos yo nunca entendí. Y
parecía que todo lo que decían los socialistas era verdad. Aquello que
prometían se cumplió, y llegó la sanidad
universal, aquella que hizo posible que ya no hubiera nadie sin derecho a un
médico, y a cada uno nos llegó la cartilla para poder ir a cualquier consulta
médica, nada más y nada menos.
¡Qué
maravilla! Ya no tenía que sufrir y llorar para poder ir al médico o a
cualquier hospital. Cada día era un nuevo día, todos llenos de esperanza, de
sueños que se iban cumpliendo. Al Ayuntamiento de Frailes llegaban personas de la Administración que
nos animaban a pedir dinero: “que hay mucho y para todo”. Yo no me lo creía y
es que el dinero llegaba a Frailes para un nuevo colegio, para el consultorio
médico, para el nuevo Ayuntamiento, para nuevas calles, para rehabilitar
viviendas, para pensiones no contributivas, para levantar un hogar del
jubilado. Y así un año tras otro.
Había dinero para los parados, mucho dinero, tanto que
todo el mundo en Frailes quería ser parado, y con lo que les daban en el paro y
lo que conseguían por otro lado se juntaban buenos jornales y la fisonomía del
municipio iba cambiando. Se iban levantando nuevas casas, bien armadas,
encofradas, a algunas le colocaban azulejos en las fachadas y eran muy feas,
horribles y parecía que el dinero no
solucionaba problemas de estética y de sentido común, pero sí solucionaba los
problemas económicos.
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