Mi ciclo estudiantil de
Bachillerato en el COPEM alcalaíno
terminó como el rosario de la aurora, con más pena que gloria, y mi sueño de
estudiar y hacerme un hombre de provecho se esfumó al no poder superar la
reválida de cuarto de Bachillerato. Esto quedó como una losa en mi vida
que aún me sigue pesando. Me sumí en un
estado grave de inutilidad y me puse a trabajar a expensas de mi madre. Con 15
años, ni estaba formado ni sabía lo que quería, yo había soñado con estudiar en
la Universidad
de Granada y ese sueño en 1965 era inalcanzable. Así que vagué por mi vida de
adolescente por el Frailes de mis amores e intenté servir en la pequeña tienda
y en la taberna. Mientras mi padre se iba consumiendo, mi madre cada vez tenía
más ganas de trabajar y se debatía entre
la tienda y la taberna, como mejor podía, rezándole a María Auxiliadora para
que la protegiera. Yo no acababa de aprender la filosofía que hay que tener
para darle a los clientes lo mejor que llevaba dentro. Veía a los estudiantes
que iban a Alcalá a estudiar y sentía una gran envidia. Me decía a mí mismo que
yo podía ser uno de ellos, pero mi apatía por las ciencias no pudo salvar el
escollo y me vi allí tirado, como si estuviera preso en aquella tienda en
decadencia y aquella pequeña taberna lidiando con gente que no me comprendía ni
yo a ellos. Pero mi madre trataba de apaciguar los ánimos, aunque yo no entraba
en sus razones.
Sigo recordando a mi padre
en aquel cuarto de la casa de la calle Horno, enfermo, solitario, y acercarme a
él para ver que quería, pero yo no podía solucionarle sus problemas ni él a mí
los míos. Y ahora cuando veo a algunos jóvenes que sólo piensan en ellos mismos
y a mirarse su ombligo, no encontrando nada mejor que sus propios amigos y su
propia vida, pienso que yo sería igual que ellos, que no miraba a mi alrededor
para ver lo que había. Pienso que hay que vivir las experiencias para saber lo
que es la vida. Pienso que todas las personas debemos saber lo que ‘cuesta un
peine’, el esfuerzo que hacen los padres para criar a sus hijos, el sudor que
cuesta ganar el pan, las fatigas que pasaron todos los fraileros para hacerse
responsables de su propia vida.
Aquella
gente que tenía tan pocas cosas, cuando no había armarios, ni cuartos de aseo,
ni trabajo, ni sanidad … y fuimos
progresando, cada uno como pudo, agarrándose a una zarza ardiendo.
Mi punto de apoyo y el que
me sacó de aquella vida inútil que me consumía fue don Antonio Lucas Mohedano.
Él fue quien me volvió a animar a que siguiera estudiando y por eso vi en él la
salvación, o al menos la intuí. Yo estaba allí remolineando, viendo cómo
llegaba a sus alumnos, de una forma más natural, más cercana a la que había
vivido yo con don Antonio Alba o con los demás maestros. Él se interesaba por
sus vidas, por su familia, jugaba al fútbol con ellos, les tenía bromas,
entraba en sus casas, hablaba con sus padres, parecía uno de nosotros. Nos iba
conociendo. A Pedro el de Morales, a David Martínez Moya, a los mellizos
Antonio y Joaquín que tocaban la bandurria y vivían en la calle Almoguer, a
Antonio Castro Jiménez, a muchos niños de aquella época los hizo felices. Con
sus driblings futbolísticos y verbales
se fue ganando nuestra confianza y fuimos aprendiendo más … y yo me rehabilité
con él. Como si fuese un hombre nuevo, volví a creer en mí. Puede decirse que a
Frailes lo revolucionó este maestro que vino de Jaén.
Don Antonio Lucas cambió
la vida de muchos fraileros y de nosotros, al menos de mí. Lo vimos como un
líder natural que se echó a Frailes al hombro. Hubo un momento que Frailes era
él, ya que supo conquistarnos con una gran fuerza y aunque esa misma intensidad
no se puede mantener mucho tiempo, y es difícil darla a todo el mundo, la
realidad es que así fue.
Los fraileros somos así,
divinizamos al que se porta bien con nosotros, lo elevamos a las alturas, como
pasó con Alberto Jaime Martínez Pulido. Todas estas personas se convierten en
punta de lanza de un pueblo, de un grupo, y ellos deben saber mejor que nadie
hacia donde puede conducir esto. Pero cada persona tiene sus intereses y va
buscando la forma de resolverlos, eso sí, sabiendo distinguir entre el interés
propio y el interés comunitario. Don Antonio Lucas iba conquistando peldaños,
un día conquistó a sus alumnos y a los padres de ellos y poco a poco se fue
haciendo con gente de todos los espacios del pueblo. Su puesto en la enseñanza
era importante y mucho más cuando ya se tiene conciencia de que el saber cosas
nos hace más grandes y poderosos, pues sabido es que cuanto más sabemos será
más difícil engañarnos. Por eso la gente se volcó con él, le llevaba de todo a
su casa y él era consciente de ello. Prosperó él y prosperó Frailes, aunque
repito que el idilio no pudo durar mucho tiempo. Don Antonio Lucas se hizo
poderoso y se hizo alcalde. Nadie duda de que tenía un gran talento y de que
eso fue la base de su ascensión. Pero después lo tentó el poder económico y se
enfundó en el traje de un banquero, ya que siempre el dinero sabe ponerse al
lado que le conviene.
Yo estaba allí, en una
situación difícil y, sin embargo, fue la luz que recibí de don Antonio Lucas la
que me rehabilitó y me hizo enseñante, pues lo poco que sabía de francés y de
latín lo fui dando a la gente que venía a estudiar el Bachillerato. Al mismo
tiempo fui alumno suyo y empezó a prepararme para superar la revalida de cuarto
de Bachillerato. Y en pocos meses y por una serie de circunstancias lo conseguimos
y a ambos nos vino bien esto. Me preparé, pero no tenía fe en mí. Llegué al
Instituto Padre Suárez de Granada y se dio la circunstancia que de presidente
del tribunal había un profesor de Física y Química que me había dado clase en
el COPEM de Alcalá. Me conoció y yo a
él, y me dijo que había sido un buen alumno hasta tal punto que no comprendía
cómo no había superado la reválida. Me dio ánimos y me dijo que no me
preocupara por el examen, cosa que así fue. A los pocos días recogí las notas y
el examen lo había superado. Pensé que había sido un milagro, pero fue la
fuerza que me había dado don Antonio Lucas y el ‘capote’ que me echó aquél
profesor de Física y Química que había creído en mí. Y todo aquello me dio fuerzas
para seguir estudiando y me permitió ver el cielo abierto para continuar.
La tristeza que había
llevado en mi cuerpo durante tres o cuatro años por verme tan inútil de no
haber podido superar la revalida de cuarto, se tornó en alegría y empecé a tener
esperanza, aunque aún seguía soñando con don Juan Borrego y su suspenso en
Matemática. Era como una losa que se repetía una y otra vez en mis sueños: como
una pesadilla continua que se representaba cada noche. Yo veía a Antonio García
Barrero cómo iba superando sus cursos, cómo iba haciendo su carrera de
Magisterio … y yo, en cambio, cada vez
me hundía más. Por medio de la enseñanza y el estudio, en aquella época, se
podían superar muchas cosas y. como yo no pude hacerlo en mi tiempo, luego me costó más trabajo rehabilitarme,
creer en mí y saber que podía hacer lo que otra persona. Pero fue una tarea
lenta y en el camino algo de mí debió de quedarse. Algo que sigo buscando y que
es difícil darse cuenta de ello.
Yo logré ganarle una buena
batalla a la vida. Seguía allí, en la tienda y en la taberna, poniéndoles vasos
de vino a Cabildo a Luis Gamazo, a Justo Pelapollos, a Migueliche, a Luis el de
Gregorillo, a Valentín el Gitano, a muchos otros. Todos empezaban tranquilos,
educados, con ganas de estar bien pero, cuando el vino manchego iba
apoderándose de su cuerpo y de su espíritu, todo cambiaba. Entonces salían a
relucir sus diferencias, sus defectos, sus malas maneras o las mías por no
saber encauzarlos. A veces creo que un tabernero tenía que ser como un padre
espiritual o un psicólogo. Pero yo no estaba preparado, los aguantaba hasta
cierto punto y cuando no podía más, me evadía y llamaba a mi madre para que
lidiara con ellos y ella. Porque ella sí sabía darle a cada uno lo suyo.
A la tienda entraba cada
vez menos gente y cada vez teníamos menos cosas que vender. Seguíamos
ofreciendo cal y cántaros, salvao y harinilla, velas y salchichón, arroz y
azúcar, que ya venían empaquetados. Algunas veces teníamos fruta, pero ya no
era traída directamente de Alcalá, porque mi padre no estaba y mi hermano se
había ido a buscarse mejor la vida. Mi madre buscaba otros proveedores, como
dos hombres que venían de Alcalá con un pequeño camión. Se llamaban Rosales y
Pastor, y después de hacer su venta ambulante por todo Frailes, al final
llegaban a ver a mi madre y le ofrecían lo que les había quedado. Si se ponían
de acuerdo, dejaban cajas de tomates, pimientos, pepinos, melones, sandías …
Todo en poca cantidad porque las ventas eran escasas.
A la taberna venía más gente
y suspirábamos por los días de fiesta, sobre todo San Pedro, que era especial.
Porque junto a nuestro pequeño bar se celebraba el baile y por allí pasaba la
procesión. Los bailes de San Pedro eran espectaculares, pues venían los mejores
conjuntos musicales y orquestas del momento. La calle Cuevas, la calle Tejar,
Mesones y hasta las Eras del Mecedero se llenaban de gente. Había un bullicio
continuo, ya que era la gran fiesta anual junto con la feria de septiembre. Por
allí se instalaban algunos feriantes, además de los columpios, las cunas
voladoras, las casetas de tiro y los futbolines. Algunas de estas personas se
quedaban un tiempo por allí, como Chamaco y su mujer que pasaban una temporada
con nosotros. Había otro hombre que tenía una pierna de palo y venía con un
tiovivo, es decir, unos caballitos que se movían a través del impulso que aquél
hombre le daba con sus manos. A veces los muchachos le ayudábamos, nos metíamos
dentro de aquel artefacto y empujábamos aquellos caballos de madera pintada de colores
vivos. Junto a la tienda de mi madre hervía toda aquella fiesta. El Cinema
España proyectaba las mejores películas del momento en varias sesiones y el
salón de Manolín ofrecía las mejores orquestas. Nosotros colocábamos sillas y
mesas por toda la calle, y allí se sentaba mucha gente, elaborábamos patatillas
fritas, filetes de lomo, chuletas empanadas, teníamos envases llenos de
cerveza, gaseosas con hielo para que las botellas estuvieran bien frescas, qué
sé yo, de casi todo.
La fiesta duraba dos días,
San Pedro y San Pedrillo y, si se daba bien y las ventas eran buenas, la
ganancia era importante y suponía un buen dinero anual para nuestra economía.
Venía gente de todos los pueblos de alrededor, de Alcalá y sus aldeas,
Castillo, Valdepeñas … y sobre todo muchos jóvenes de la aldea de Santa Ana
para ir al baile y buscar novia. La gente hacía cola para sacar la entradas. El
salón de Manolín se llenaba hasta los topes. Cuando hacían un descanso, salía
una muchedumbre por la puerta que buscaba bebida fresca, y allí estábamos
nosotros para saciar la sed y el hambre. Los que bailaban se desparramaban por
todos los bares y tabernas, por la
Cueva, el bar Nuevo, por la carretera, salían a pasear las
parejas y a robarse besos consentidos en la oscuridad.
La fiesta de San Pedro
seguía y seguía y, ya en la madrugada, se había vendido casi todo. Las neveras
quedaban vacías, la cocina llena de cachorros, el suelo lleno de suciedad y
muchos cuerpos derrotados, unos por el esfuerzo y otros de la diversión. Había
alguna pelea entre los cortijeros que acudían de Los Rosales, del Albejanal,
del Saltaero, de Cova la Yedra,
del Espinar, de la Hoya
del Salogral. A mí no me gustaba la fiesta de San Pedro porque me suponía estar
varios días ‘atado’ al negocio, sin poder salir de allí, trabajando sin parar,
preparando muchas cosas. Era trabajar para que otros se divirtieran y así era
siempre cuando había fiesta. Tenían la sensación de ser un esclavo que -cuando
todos se divertían- yo tenía que trabajar más. Todo el día allí, a todas horas,
una pesadilla en la que no podía dejar de pensar, pero era nuestra forma de
vida. Mi madre bien que me lo repetía una y otra vez, pero yo nunca lo
comprendí. Ahora sí, cuando ya voy para mayor y me doy cuenta de que aquél era
nuestro trabajo. Lo que sí hacía era perderme en cuanto podía: me salía de la
taberna y me iba por ahí, a bañarme, a recorrer el río, a jugar al fútbol …
aunque las ausencias que me permitía me creaban cierto desasosiego al pensar
que mi madre me echaba en falta y así era. Cuando volvía me reprochaba mi
ausencia y la falta que le hacía allí, para ajustar una cuenta, o para vender
algo en la tienda o en la taberna. Las fiestas eran casi todas iguales: bailes,
cine y, si era la festividad de un santo, la inevitable procesión.
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