En la villa de Frailes se sacaban las
cosechas de cereales en las Eras del Mecedero, en las del Ejido por el barrio
del Nacimiento, en las del Cerrillo o en las Roturas Altas. Recuerdo
principalmente las faenas agrícolas de cosechar los cereales en las Eras del
Mecedero. Allí los propietarios, a algunos les llamaban malletes. Una vez que
habían hecho la siega, llevaban con mulos, burros, yuntas de vacas o caballos y
yeguas y en “alnarrias” los cereales con los tallos. Los esparcían en un
espacio de la era, los extendían bien y comenzaba la trilla, faena que
consistía en dar una serie de vueltas con un trillo, una especie de tabla
rectangular de madera con dientes de hierro, tirado por la yunta o con un solo
animal, daban vueltas y más vueltas. Otros agricultores ablentaban y separaban
el grano de la paja. Durante la trilla, muchos dormían en la era para que no le
hurtaran los cereales y, una vez hecha la trilla, transportaban el cereal en
sacos a lomos de sus bestias hasta sus domicilios. Los niños de la época
sufríamos en la temporada de la cosecha debido a que el terreno de las Eras del
Mecedero era donde jugábamos al fútbol y durante un par de meses no podíamos
hacerlo. Pero también disfrutábamos porque con la trilla venia alguna
diversión, incluso algunos agricultores nos dejaban subir al trillo. Era una
sensación de velocidad y a veces de vértigo el ir dando vueltas en aquellas
circunstancias.
Después la técnica avanzó y el trillo y la
yunta fueron sustituidos por una máquina que los agricultores de las
cooperativas de aceite compraron para sacar la cosecha, era un armatoste con un
motor y una tolva. Le echaban los haces de cereales y salía por un lado la paja
y por el otro el grano, todo un adelanto técnico que ahorró tiempo y dinero y
suprimió penosas situaciones de trabajo, pero hasta que no llegó la gran
cosechadora los agricultores no se liberaron de la siega y la trilla.
Y como iba diciendo, aquella taberna de mi
madre era como una enciclopedia para mí, pues aprendía del ejemplo de aquellos
hombres que entraban y salían cada día. Había ejemplos para todos los gustos. A
veces estos hombres discutían acaloradamente por nimiedades y conforme iban
bebiendo la tensión aumentaba, se peleaban de palabra y a veces estaban varios
días sin venir, hasta que volvían a juntarse y vuelta a empezar.
En otra mesa se sentaba un hombre que se
llamaba Cangrena junto con Bollo. Cangrena había vivido algunos años en algo
parecido a una cueva natural que había al principio del camino al cementerio,
donde empieza la calle Cerrillo, pero después el Ayuntamiento hizo cuatro casas
en las eras del Mecedero, le donaron una de ellas y se fue a vivir allí con su
mujer. Cangrena era como un buhonero. Cuando yo lo conocí estaba retirado del
trabajo y jubilado, pero arreglaba paraguas y llevaba casi siempre uno, cuidaba
de su mujer que era medio ciega y la llevaba a todos los sitios. Le compraba
algún dulce y cuando la dejaba en la casa, entraba a mi taberna y bebía litros
y medios litros de vino con Bollo, que venía de las Roturas, un hombre con
gafas que me contó que había tenido un cargo en el sindicato anarquista de la
CNT cuando se hacía el reparto de las colectividades. Decía que era responsable
del reparto de alimentos. Tenía tres hijos, uno que trabajaba de chófer de una
familia rica en Mallorca, se llamaba Pepe y fue concejal socialista en 1982 con
el alcalde Antonio Mangote. Me decía que usaba guantes blancos para servir a
los señores con los que trabajaba que no se si eran los March, también fue
taxista en Frailes. Otro, Antonio, que marchó a Inglaterra a trabajar y cuando
se jubiló regreso a Frailes y vive en una casa que se hizo en la calle Avenida.
Su hija María se casó con Enrique Pepino y compró una casa en mi barrio
antiguo, en la calle Horno, la casa de la Parda. Ahora la fachada está adornada
con muchas macetas y flores. Estos dos hombres bebían juntos, se llevaban bien,
pero a veces tenían sus diferencias orales y se peleaban y podían estar varios
días sin verse. Luego volvían otra vez a intimidar, contarse sus historias y
beber botellas de vino peleón y manchego. Mi madre los recibía a todos con una
sonrisa, les daba a cada uno lo que ella creía conveniente y trataba de que
todos encontrasen su sitio en aquella taberna pequeña de la calle Tejar. Muchos
eran trabajosos y difíciles de manejar, el vino hacía sus correspondientes
milagros y de vez en cuando las borracheras acudían a los cuerpos de aquellos
veteranos del trabajo y de la vida, de aquellos hombres que habían trabajado
duro para tratar de poder comer y subsistir en un Frailes de posguerra y de
franquismo, en donde los derechos brillaban por su ausencia, aunque se
vislumbrara algo de esperanza y algunos comenzaran a recibir escasas pensiones
para poder subsistir.
Cabildo, Antonio Romero Barrero nació en
Frailes el día cuatro de marzo de 1933 y murió el dos de mayo de 2008. Este
hombre dio mucha ‘guerra’ en la villa. Se autodenominaba como alcalde de Majada
Abrigada y está en estos escritos por derecho propio, por ser frailero y porque
lo conocí por la taberna de mi madre y viví una serie de historias que son
dignas de escribirse y contarse. No es un personaje de otro mundo pero dejó una
huella en Frailes y a mí me llamó la atención. Me lo encontré un día en aquella
pequeña taberna. Estaba sobrio, correcto, educado y bebía un vaso de vino pequeño,
a leves sorbos que solo mojaba sus labios y hacía un pequeño mohín de
aquiescencia como si el vino le sentara muy bien. Después se sentaba, sacaba un
paquete de tabaco Celtas emboquillado que buscaba en sus bolsillos y aspiraba
el humo de la felicidad, entrando en sus pulmones y haciendo alguna mueca al
salir por la boca y las narices. Antonio Cabildo vivía en Majada Abrigada, un
diseminado que está a un kilómetro de la calle Cuevas en dirección a Valdepeñas
de Jaén y el cortijo de Los Rosales. Allí vivía con su madre, que era viuda, y
él su único hijo. Vivía en aquél cortijo tranquilo y tenía fincas y un mulo al
que hacía arar, junto con unas pocas cabras. Le gustaba la vida nocturna, salir
y estar en las tabernas, id a los bailes y buscarse la vida lo mejor que Dios
le daba a entender. Antonio no era violento, ni mala persona, sólo que le
gustaba beber. Bajaba, como él decía, a Frailes a cualquier hora del día, si
tenía dinero se iba a los bares grandes, como la Cueva y el bar Nuevo, y pedía
uno tras otro, vasos de vino que los taberneros le iban sirviendo mientras
tenía dinero y el cuerpo aguantaba. Después del vino, pedía pequeñas copas de
brandy, les daba sorbos pequeños y se lamía los labios y así, hasta que
conseguía quedarse sin un duro en el bolsillo, o el tabernero se cabreaba
porque comenzaba hacer tonterías o decir algo inoportuno. Antonio Cabildo era
impasible, cuando ya estaba bebido, seguía pidiendo copas hasta agotar la
paciencia del tabernero, seguía dando piruetas, se desabrochaba la camisa, se
le caía ligeramente el pantalón y pactaba o imploraba la última copa con el
tabernero de turno. Al final, siempre perdía su batalla, el tabernero lo echaba
a la calle y él trataba de buscar otro lugar donde seguir su fiesta particular.
Era machacón, inoportuno, pero tenía que tragar carros y carretas porque su
poder adquisitivo flaqueaba casi siempre. Era rutinario, iba a la cooperativa
del pan de la que era socio, canjeaba sus vales por panes y se los echaba al
hombro, después iba a comprar pescado, sardinas o boquerones y una vez hecho
esto, tenía todo el día para lo suyo, que era beber.
Cuando lo echaban de los grandes bares, como
la Cueva o el bar Nuevo, acudía a la taberna de mi madre y allí pedía auxilio,
amparado casi siempre por mi madre. Ella lo dejaba que siguiera bebiendo a
cambio de portarse bien y no importunar a otros clientes, pero los efluvios del
alcohol no son buenos consejeros y Antonio Cabildo seguía bebiendo y no había
quién lo parara. Pero siempre se quedaba sin dinero y eso sí lo frenaba.
Imploraba últimas copas, hacía miles de mohines, y se acordaba del saco del pan
y del pescado que había dejado a mi madre por la mañana. Cogía del saco un
pedazo de pan, un boquerón o una sardina y se los comía con parsimonia. Al
final, siempre acababa solo, mal avenido, a veces tirado en el suelo, con los
pantalones rotos o con la camisa ajada. Daba gritos por la calle Tejar arriba,
por la calle Mecedero y cuando llegaba a la ermita de san Pedro le imploraba
como si fuese el rey de los borrachos. Era, sin saberlo, un seguidor del dios
pagano Baco, vivía por y para beber. Y llegaba a su casa, exhausto, derrotado y
su madre lo recuperaba como podía. Otras veces, después de este tipo de
borracheras, sacaba al mulo y lo paseaba, montado en él, por muchos lugares de
Frailes, a otro día la sombra de Cabildo se decía que había planeado por calles
y plazas como algo usual y cotidiano. A veces, Antonio Cabildo trabajaba,
sacaba su mulo, lo aparejaba, se llevaba a sus cuatro o cinco cabras al campo,
daba un buen peón arando, segando, cosechando aceitunas o grano y era un buen
agricultor. Pero la idea de trabajar no era cotidiana para él, no estaba en su
diccionario.
Él prefería “tabernear” como muchos otros que
podían hacerlo pasando el día en su casino y tomando copas. Cabildo no era ni
rico ni pobre, era Cabildo, alcalde de Majada Abrigada, fiel a sus principios
hasta que murió. Él era un solitario porque casi nadie quería estar con él, no
por nada, sino porque todos sabíamos como se las gastaba. Empezaba suave,
suave, con un pequeño vaso de vino que se pasaba por sus labios una y otra vez.
Todos sabían que cuando hacía eso era señal inequívoca de que no tenía ni un
duro en el bolsillo, porque cuando sí tenía era provocador, ‘echao palante’,
como un señorico, con su cartera llena, pidiendo los mejores vinos: Tío Pepe y
Alvear junto con las mejores tapas, solicitando cubalibres de ginebra buena y
haciéndolo extensible a todo el que quisiera, pero estos días de vino y rosas
eran contados. Lo habitual era que Cabildo no tuviera dinero en los bolsillos y
entonces vendía lo que tenía, cambiaba sacos de trigo o vales del pan, y así
iba tirando. Su madre fue un buen freno para él,
pero cuando ella murió, se adueñó
de su vida y de sus bienes e hizo lo que quiso con ellos. Fue un hombre con
propiedades … y no es que fuese malo ni bueno ni todo lo contrario, sino que su
vida fue así, sería su destino. Y él intentó vivir a su manera y la vida le
trató a la suya.
Pero era buena persona, no engañaba a nadie y
siempre iba con la verdad por delante. Las deudas que tuvo con los taberneros
las fue pagando a su manera, dilapidó alguna finca y a veces era feliz, a veces
desgraciado, aunque fue fiel a sus principios. Cuando estaba normal, era
educado y cordial. No sé si tengo derecho a decir todas estas cosas de él, pero
Antonio Cabildo fue parte de aquel Frailes, de aquellos años oscuros y claros y
fue su propia víctima. Me dijo una vez el municipal y los Servicios Sociales
que entraron a la casa de Cabildo en Majada Abrigada y había miles de botellas
de vino y cerveza apiladas en una habitación, fruto de las idas y venidas que
hizo a tabernas y bares. Una casa sucia, pobre, dejada de todo y de todos.
Sin embargo, la grandeza de Antonio es que
nunca se quejó, que casi nunca pidió ayuda y es ese espíritu de Antonio Cabildo
el que sigue vivo en Frailes. Cada día visitaba la Cueva, el bar Nuevo, la
tabernilla de mi madre, el bar de Mangote, o de Félix; cada día va al salón de
Manolín, o al ambigú del Cinema España, cada día es feria para él y toma
cubatas con ginebras de marca y baila con aquella novia que nunca tuvo más que
en su imaginación. Y baila y sigue bailando, montado en su mulo, vestido con su
traje y corbata aquel pasodoble ‘Te quiero’, emulando a Manolo Escobar y
cantando ‘Mi carro me lo robaron’.
Ahora se le abren todas las puertas que le
cerraban, como si siguiera siendo el dueño y señor de su vida, como si fuese el
alcalde eterno de Majada Abrigada y seguirá conversando con gente importante e
importada. Cabildo es muy digno de estar en esta pequeña historia de Frailes
porque también la representa, porque en aquellos años de luces y sombras estuvo
aquí para contarlo y porque me da la gana de ponerlo en este homenaje que nos
hacemos los fraileros. Y por los muchos ratos que mi madre y yo pasamos con él
en aquella taberna sencilla, arrimados a la mesa camilla, terminando noches
tranquilas y no tan tranquilas y pidiendo la última copa que mañana te la pago.
Y cuando murió Cabildo lo sentí como si algo mío se muriera, como si se hubiese
ido un estandarte de Frailes, alguien nuestro que forma parte de nuestra
esencia de ser frailero … porque Frailes
es una amalgama de conciencias abiertas.
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