A mi hermano Antonio, después de venir de la
‘mili’, mi padre le compró un motocarro – Iso que le costó un buen dinero y que
hubo que ir pagando a plazos. Era como una moto - remolque muy útil para
transportar todo tipo de artículos, en especial el pescado y la fruta y
verdura, que comprábamos en Alcalá y vendíamos en la tienda de la calle Tejar.
Al principio mi padre le acompañaba, pero luego llegó el tiempo de las
“jubilaciones”, la del burro (que hacía el viaje diario Frailes-Alcalá-Frailes)
y la de la bicicleta, que la cargaba hasta con cuatro cajas de pescado. Un
titánico esfuerzo diario para recorrer los veinticuatro kilómetros del
itinerario.
Aquel
artilugio a motor nos remedió mucho la vida, pero también nos trajo grandes
problemas. Mi hermano, debido a su juventud, no era precisamente un modelo en
el “comercio”. Ya cargaba la motocarro hasta los topes de pescado y verduras,
ya tenía que tirar el género que no se vendía, ya se pasaba haciendo un hoyo
para enterrar el pescado no vendido, ya regalaba el género o en las aldeas y
cortijos dejaba mucho fiado y no llevaba las cuentas bien. Total, casi un
desastre. Unos le pagaban y otros no, pero mi padre sí tenía que pagar todas
las facturas que dejaba a los Gaticos alcalaínos y a los demás proveedores. Otras
veces compraba a “gran escala”, como un camión de melones de diez o doce mil
kilos que, estaba claro, los clientes no podían absorber. Tenía entonces que
ofrecerlos a bajo precio para terminar tirando los que no se vendían, antes que
se fueran pudriendo poco a poco en una cochera de alquiler.
Mi hermano Antonio era y es una buena persona
pero -ya queda dicho- no tenía buena visión de comerciante. En realidad lo que
le pasaba era que se fiaba de todo el mundo y muchos lo engañaban. Por eso tuvo
que reorganizar su vida hacía nuevos rumbos. Y así se fue al Pirineo y trabajó
en el camping la Cerdanya hasta que se jubiló. Pero cumplió el sueño de su
vida: comprarle a Manolín parte del terreno en donde estaba el salón de baile.
Allí edificó una casa con cochera y dos pisos, aunque no la disfrutó, porque su
complicada vejez lo dejó junto a las nieves del Pirineo catalán. Su hijo Toni,
mi sobrino, creció en aquel camping en donde hacía reír a la muchachada para
-ya hombre- licenciarse en Derecho y casarse con la Ana, de la que tuvo dos
hijas, Zoe y Aína. Cuando viene a Frailes le dicen el catalán y cuando está en
Martinet le dicen el andaluz. El Toni cumple todos los requisitos para ser
frailero, aunque nació en Granada.
Mi hermano, también, alquiló el inmueble que
el alcalde Rafael Moya tenía junto a nuestra tienda y allí montamos una pequeña
taberna. Tenía una habitación donde se colocó un mostrador de madera, unas
estanterías para las botellas de brandy Terry, el vino fino Tío Pepe o La Ina,
el de Montilla Alvear, las botellas de aguardiente Riska, Machaquito o de anís
del Mono y un tonel de vino de diez o doce arrobas, subido a dos cajas vacías
de tomates, y afirmado con unas cuñas de madera. Incluso había agua potable
para fregar los vasos valiéndonos de un pequeño grifo. También dispusimos una
mesa con sillas en cada habitación con sus correspondientes estanterías para colocar
las botellas. Una puerta de entrada y
salida comunicaba con otro pequeño cubículo que servía de almacén. Así que, en
conjunto, tres pequeñas habitaciones y tres puertas.
Allí pasé muchos años de mi vida y ocurrieron
muchas cosas hechas por fraileros. Para empezar, como la tienda era contigua a
la taberna, abrimos un pequeño agujero e instalamos una especie de cocina,
junto a la cochera del carromato, desde donde se pasaban los aperitivos en una
tabla. Al principio mi hermana Maripi se encargaba de eso pero, al marcharse
ella a Francia, continuaron con la tarea mi hermana Juanita y mi madre.
El alquiler de aquella taberna cambió
nuestras vidas, pues ahora teníamos más trabajo, aunque en ocasiones era un
‘sinvivir’. Al principio llegaba mucha gente, ya que el alcalde Rafael Moya,
como el local era de su propiedad, lo quiso promocionar. Podían verse como
clientes habituales el cabo de la Guardia Civil y algunos representantes de las
fuerzas vivas de la villa. En ocasiones se hartaban de comer y de beber … y
nadie pagaba. La refrigeración de las bebidas era por medio de la pila de la
fuente que había enfrente, junto al huerto de la cooperativa San Rafael, hasta
que mi madre compró un frigorífico Fagor. Aquél aparato si enfriaba, vaya si
enfriaba, incluso hacía cubitos de hielo. Y poco a poco fue acudiendo una nueva
clientela. Hablo de Paco Juanaco, Montemolín, Chibiriche, Bollo, Cangrena, Gamazo,
Cabildo, Menuza, Luis el de Gregorillo, Macareno, mi tío Miguel Pareja -al que
le decían el de Gámez- Medina, Ezequiel el del Barrihondillo, Moisés el Feo,
que instaló un quiosco frente a mi tienda, con un futbolín y vendía pipas,
caramelos, polos y helados, Pajote, vendedor de carbón muy cerca de allí,
Custodillo Valverde, que nos surtía de vino manchego, Lopecillos y Antonio el
Cotorro, que se solía tomar unos vasos de vino grandes y se iba pronto. También
Pepe Muro, herrador de las bestias en un local de la calle Tejar, justo donde
tiene Custodio su taller mecánico.
Mucha gente. Porque en aquellos días había en
Frailes gran cantidad de ganado de carga, como mulos, asnos, caballos o yeguas,
y de vez en cuando se reunían allí algunos amigos y se comían un rucho, un
pequeño burro que ellos decían que tenía una carne rica y deliciosa. También
llegaba un veterinario, como don Fidel, que era de Alcalá y trabajaba en
Frailes varios días en semana, después de otro que se casó con una hija de José
Castro. Estos profesionales tenían mucho trabajo por la cantidad de animales
que había de todo tipo. Téngase en cuenta que en muchas casas había gallinas,
pavos, pollos, cabras, ovejas, vacas y perros y gatos; y los veterinarios
tenían bastante trabajo al estar encargados de velar por las condiciones
sanitarias de Frailes, tarea que compartían con la boticaria. Todos ellos
inspeccionaban el pescado que se vendía en el pueblo y daban su visto bueno.
Algunas veces, al no darnos el permiso pertinente, no se podía vender y había
que enterrarlo. También pasaban por aquella taberna muchos miembros de las
familias gitanas, Rafalillo Juanaco, un hombre especial al que le gustaba
demasiado el vino y bien que lo bebía. Se juntó con la Ana que era limpiadora
de casas y del bar la Cueva. Vivían en una casa de Manolín, situada en Las
Carboneras y conocida como ‘Cuatro Vientos’. Rafalillo Juanaco era famoso por
muchas cosas, sobre todo por su afición permanente a beber vino. Se bebía todo
lo que su economía le permitía y, cuando terminaba de bebérselos, le daba un
beso al vaso como señal de especial gusto. Era un hombre trabajoso, y había que
saber llevarlo como sabía mi madre, pero yo no tenía la paciencia necesaria
para aguantarlo uno y otro día. Muchos hombres de aquella época eran bastante
‘atacados’, es decir, cabezones y tercos. Cuando bebían no había quién los
metiera en vereda, se transformaban y permanecían en la taberna mucho tiempo.
Por la mañana, mi madre abría pronto la
taberna, antes de que saliera para Alcalá
la primera Alsina. Sobre las siete de la mañana comenzaba su jornada, a
veces antes, y los clientes bebían alcohol duro, mucho aguardiente peleón con
muchos grados, copas de coñac … La manzanilla caliente la hacíamos con un
jarabe que tenía un sabor muy dulce y con agua casi hirviendo. Se vendía
bastante porque entraba bien por la garganta y despejaba el cuerpo. El jarabe
venía de Rute, como el anís Machaquito. Junto con las tortas, las magdalenas y
las galletas (expuestas en una vitrina de cristal) y los caramelos, pipas o
mantecados, -todo ello- componía nuestra
oferta de venta.
Cuando se marchaba la Alsina, había como un
tiempo de espera y se iba la gente: unos al campo y otros a la calle para tomar
el sol desde la baranda, mientras miraban cómo pasaba el agua del río. Sobre
las diez de la mañana, los escolares se dirigían a la nueva escuela que el
gobierno de Franco había construido en las Eras del Tejar. Cuatro clases: dos
para niños y dos para niñas; las de arriba para los mayores y las de abajo para
los pequeños. Tenían hasta su cuarto de baño y una habitación para guardar los
trastos de la limpieza. En las mismas Eras del Tejar, el mismo gobierno de
Franco edificó cuatro viviendas para maestros. Era todo un acontecimiento poder
contar con esas instalaciones escolares que hasta la fecha Frailes no había
contado.
En la taberna de mis padres el tiempo pasaba
lentamente, pero mucha de la historia de Frailes se fraguó allí. Sobre las doce
de la mañana comenzaban los hombres mayores a tomar aquel vino peleón de las
manchegas Bodegas Sánchez Maroto. El tonel de varias arrobas estaba colocado en
una esquina junto a la puerta. Allí acudían y se sentaban en una mesa, por un
lado Paco Atienza, Juanaco, Antonio Montemolín, Menuza y algún otro. Al
principio comenzaban pidiendo un litro de vino y un vaso para cada uno y así
sucesivamente, iban bebiendo y pidiendo un litro tras otro, hasta completar la
ración de un litro por cabeza. Las charlas y discusiones iban en aumento, según
iban bebiendo, al mismo tiempo que fumaban sin parar, sobre todo Montemolín que
tenía los dedos amarillentos y huesudos. Era éste un solterón empedernido, que
vivía solo en la calle Parrizas y que siempre llevaba la llave de la casa
sujeta al cinto para no perderla. Paco Juanaco venía del Cerrillo cada día a
pasar la mañana por las Cuevas con sus amigos. Otro era Menuza, de la calle
Alba, recadero de su mujer, que le dio dos hijos. Estos hombres tenían días
buenos y malos, según. Paco Juanaco se relacionaba con la pequeña industria de
cortar nogueras y álamos y ponía en contacto a personas que querían vender
estos árboles con los posibles clientes interesados. Pronto se ponían de
acuerdo en el precio, entonces avisaba a sus hijos mayores, los mellizos Juan y
Emilio, cortaban la noguera, la hacían trozos con el cuidado adecuado para
fabricar determinados muebles y con un camión la transportaban a cualquier
lugar. Generalmente los compradores de nogueras venían de Castillo de Locubín.
Otras veces estos hombres contaban sus vidas
y sus trabajos. Especialmente, me sorprendían con las labores tan duras que
habían hecho o hacían en el campo. Se iban desde Frailes a la campiña de
Córdoba o de Sevilla para trabajar en la época de siega, contratados por un
propietario. Allí dormían todos juntos en un pajar, hacían unas migas para
comenzar el día, desmenuzando un pan y un poco aceite, y comenzaban una jornada
agotadora, con un calor infernal. Sólo con la ayuda de la hoz para cortar el
trigo o la cebada y -de vez en cuando- un niño les llevaba un cántaro de agua
para refrescarse la garganta. Se colocaban su gorra en la cabeza, una
protección para el pecho hasta los pies y otra para los dedos, los llamados
dediles.
Segar
era un trabajo demoledor, con todo el cuerpo encorvado y con piques entre los
braceros para ver quien segaba más y ganar un incentivo. Algunos padres
llevaban a sus hijos adolescentes para enseñarlos a trabajar y para intentar
ganar algo para la familia y la casa. Así un día tras otro, trabajando de sol a
sol, comiendo unas migas por la mañana, un puchero con gazpacho al medio día y
algo de tocino por la noche. La siega tenía una duración aproximada de un mes,
lo que hoy se cosecha en unas horas con las máquinas. En aquél tiempo era todo
un tormento para los braceros desnutridos y mal pagados, pero estaban contentos
porque al -menos- tenían trabajo y podían llevar algo de dinero a sus casas.
Igualmente arrancaban garbanzos, sin más utensilio que sus dedos curtidos por
el sol y la faena,. Era una labor penosa y muy dura, como si te pasara por los dedos una guita
afilada. Estos hombres eran temporeros y trabajaban casi siempre en el campo.
Primero en la siega, luego venía la vendimia y después la aceituna … y hasta
algunos se iban a Francia para la manzana. Así un año y otro y otro ….
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