La Semana Santa alcalaína se va acercando y el pasado sábado se dio la salida con el llamado ‘Pregón del Costalero’ que estuvo a caargo de Antonio Aguilera, cofrade y capataz de la cofradía de la Virgen de las Mercedes.
Un acto que se inició a las 20:30 horas en el Aula Magna del Convento de Capuchinos, que desde su inició se llenó de jóvenes y componentes de la Agrupación Musical Virgen de la Esperanza.
El presentador fue Francisco Sánchez Peña, que definió a Antonio Aguilera como el de Merlín, el del hockey, el que monta todo lo que se hace en Alcalá, pero sobre todo porque es el capataz y capillero de la Virgen de las Mercedes.
Antonio Aguilera comenzó hablando de las vísperas, de la impaciencia de la espera, que muestra a Alcalá llena de velas. Añadió que le hubiera gustado una buena oratoria «pero tengo mis limitaciones y siempre he estado del otro lado del atril».
Habló de que un año más ha pasado y la Semana Santa se dispone a llegar y la tradición se convierte en alegría, «volveremos a vivir momentos interesantes, sentir el primer escalofrío, quedamos extasiados cuando se levanta el paso, huele a cera y vamos a recordar a gente que me ha enseñado y continuar con el peso de la tradición, hecha por nuestros mayores».
Después, y como el pregón era en honor del costalero, definió esta figura esencial de la Semana Santa, «ser costalero es ser hombres y mujeres valientes, los llaman costaleros y sus comienzos fue en el muelle sevillano, considerados seres despreciables, pero dejaron un legado, hoy ser costalero es ser sentimiento, cuyo corazón está dividido entre la fe y la tradición y bajo sus espaldas se cumple la penitencia». Consideró que ser costalero «es ser un personaje sin complejos, que tiene el calor del pueblo, el costalero es el que carga con el peso de la Pasión».
Después, habló de su cofradía, la de la Virgen de las Mercedes, «yo soy el capataz y moldeo el grupo de mujeres y hombres que realizan su trabajo bajo el varal, y en ese lugar todos son iguales, tenemos una gran responsabilidad y hacemos una verdadera piña porque una cuadrilla de costaleros es una escuela de valores: formamos un equipo, con unidad de criterio y nuestra unión residee en el respeto, valorando a cada uno de los costaleros, todos tienen un gran sentido de la responsabilidad y se crea un buen ambiente que fortalece la unidad persona».
También, habló de que una de las características de los costaleros es la de buscar el equilibro e impregnarlo de sentimiento y saber transmitir este oficio.
Añadió que el costalero se caracteriza por su vestimenta y sus palabras, con una gran manifestación de sentimientos, los costaleros pertenecen a un grupo anónimo, con mucho sentimiento de devoción.
Definió el lugar del costalero, un lugar bajo la imagen , donde solo hay madera limpia, sin oro ni adornos. Son obreros del fervor, y cada año se superan en su labor.
También, fue nombrando a los costaleros de las diferentes cofradías y Antonio Aguilera oía su voz a través de los altavoces instalados en el Aula Magna.
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domingo, 28 de febrero de 2016
viernes, 26 de febrero de 2016
SER DE FRAILES. CAPITULO DOCE
Los cortijeros también formaban un gran
colectivo que iban y venían y pasaban por allí. Había personas de la Hoya del
Salogral, de los Rosales, Cova la Yedra, Cerrillo el Ciego, Cañada de Alcalá,
El Espinar, Las Nogueruelas, Los Barrancos, Molino León, Puerto Blanco, Cañada
Nogueras, la Cerezuela, el Albejanal, y de algún otro sitio. Viajaban desde sus
respectivos lugares en bestias como mulos y caballos. Llegaban por la mañana y
volvían a sus cortijos por las tardes. Eran buenos compradores y muchos estaban
acostumbrados a hacer las compras en casa de Fiscalillo, un hermano de Vicente
Tambor, que tenía una tienda en la calle Tejar, en la esquina con la calle
Almoguer.
Había un dicho entre los cortijeros que era
‘Casa Fiscalillo te espero’. Pero mi madre los fue atrayendo, primero en la
tienda y después en la taberna. Ellos llegaban allí y dejaban sus cosas,
generalmente venían a una misa, a un entierro -en masa- porque eran y siguen
siendo muy cumplidores y respetuosos. Iban a la iglesia, daban el pésame a la
familia y al terminar hacían sus mandados. A la mayoría le gustaba bastante el
pescado crudo, compraban un par de kilos de boquerones y sardinas y los
colocaban en una mesa y pedían vino o cerveza. Comenzaban a descabezar
boquerones y sardinas y a comer a diestro y siniestro, hasta que se hartaban.
Las cabezas de los boquerones y sardinas las iban colocando en papeles de
estraza e iban formando un gran montón. Así se recuperaban. De postre pedían un
melón, o una sandía, naranjas o algún plátano y a veces un café en la Cueva o
en el bar Nuevo.
Su práctica social era clara: si había cinco
personas juntas para comer o beber, cada una de esas personas pagaba una
invitación, de tal manera que ninguno se iba o retiraba de la reunión sin esa
condición. Eran apretados y cumplidores de su palabra y a veces obcecados y
cabezones, algunos se aferraban a la bebida y estaban durante todo el día
bebiendo, porque cuando venían a Frailes, era su día de fiesta y lo
aprovechaban. Generalmente, las mujeres compraban comestibles para consumir en
el cortijo: café, azúcar, naranjas, cal para encalar las casas, agujas, hilo,
caramelos para los niños, tabaco. A veces, ellos también traían algún producto
para intercambiar, principalmente huevos o algún buen queso de cabra y algún
choto o borrego. Igualmente, iban personas de Frailes a vender todo tipo de
productos a los cortijos. Eran los ‘regoveros’. Llevaban un mulo, caballo o
burro, cargado hasta los topes, en una especie de serón, y visitaban en un día
varios cortijos. Me acuerdo de Antonio Pajarico que realizaba este tipo de
trabajo desde su domicilio en la calle Mecedero, al igual que un hijo de
Salvador el de Misián, que también hacía esta labor, y otro hombre por la calle
Almoguer que se dedicaba a lo mismo.
Desde
Alcalá la Real, llegaba otro hombre -Gorrión- que vendía por los cortijos
acompañado de su burro. Los cortijeros le hacían encargos y él se los llevaba,
y así se ganaba la vida. Este hombre pasaba con su burro cargado de todo tipo
de productos, hacía una parada en el pilar que hay en la calle Cuevas y se
bebía un par de vasos de vino de los gordos de un tirón, iba con prisa y solía
pasar una semana o más recorriendo los cortijos. Vendía y hacía trueques, así
que el resultado era que bajaba para Alcalá
cargado de huevos, queso, algún choto. Volvía a hacer un descanso en la
taberna de mi madre y otra vez a la bebida: grandes vasos que daban por
resultado que se embriagara y se tirara en el suelo hasta que se despejaba. Era
una lástima, porque el burro perdía el control y el dueño del burro también.
Había cortijeros que también hacían negocio
de comercio entre sus paisanos, como la Ramona en la Hoya. Era una mujer que
iba casi todas las semanas desde la Hoya del Salograr a Alcalá para hacer sus
compras de todo tipo de productos y luego los vendía en su propia casa en donde
tenía una tienda. También solía visitar a mi madre y como se parecían mucho,
ellas hablaban y se contaban sus cosas. Después Ramona se estableció en la
Hoya, frente a la casa del santo Custodio; aún la siguen teniendo su hija y
yerno. Otra de estas personas era Rafael Bretones, alias Retrato, asimismo de
la Hoya del Salograr. Éste se dedicó a vender queso de cabra por los pueblos de
la provincia de Jaén y Granada, con los años se trasladó a Frailes y vivió en
una casa de la calle Cerrillo, se apuntó al PSOE y llegó a ser concejal.
Los cortijeros fueron aprendiendo como los
fraileros y también fueron prosperando al mismo tiempo. El arreglo de sus
caminos y el progreso representado por la llegada del automóvil, hizo que este
hecho les diera autonomía, así que muchos invirtieron en poder sacarse el
carnet de conducir y comprarse un buen coche y con ello se situaron más cerca
de Frailes y del mundo. Sus hijos, que no tenían donde estudiar, se desplazaron
para hacerlo, otros se compraron una casa en Frailes y viven aquí y forman parte
de esta comunidad a la que han engrandecido con su aportación. Gente como los
Muriana del cortijo el Charro, Matasuegras, la gente de los Rosales, la del
Cerrillo el Ciego, Cañada Alcalá y muchos otros.
Los cortijos fueron y son una gran fuente de
riqueza y los cortijeros también. En los años de 1950-1970 estaban casi todos
llenos de gente, de personas muy
trabajadoras, responsables y ahorradoras. Después fueron perdiendo
atracción para mucha gente y muchos se fueron despoblando, y sus paredes
cayéndose y formando un pedregal, pero también muchos siguen fieles a sí mismos,
a sus tradiciones, a su tranquilidad. Hoy ya no hay cortijeros propiamente
dichos, porque no hay distancias y lo mismo da vivir en Frailes o en la Hoya
que en los Rosales, en unos minutos cualquiera puede estar en Granada o en el
aeropuerto de Málaga y en unas horas estar paseando por Roma o por Berlín. Pero
la figura del cortijero, con su mulo de reata, su camisa limpia y su gorra y
con una sonrisa en la boca llegando a Frailes por las Eras del Mecedero, llenó
aquél tiempo. Como Dimas el del Hachazo y muchos otros que venían del Burufete
Alto y Bajo, de las Carrillas, de Fuente Viejas, de Cerezo Gordo, del
Albejanal. Este cortijo lo conocí, debido a mi cuñado Rafael Anguita y a su
padre, cuando cortaron una vez el monte de chaparros. Fui allí con apenas ocho
años y me di cuenta de que era un mundo aparte. Allí, en la espesura de los
chaparros y encinas, el Feo y sus hijos habían construido algo así como una
choza, muy bien trenzada, hecha toda a base de ramas y troncos de chaparro.
Tenía incluso camas, ya que no se calaba el interior por la lluvia. Pasé varios
días, viendo cómo se elaboraba el carbón. Los hombres cortaban ramas de las
encinas y chaparros, construían lo que se llamaba un boliche, a base de leña y
trozos de gran tamaño en el interior, después agregaban ramas y tierra. Parecía
como una pequeña montaña a la que prendían fuego, la vigilaban y al cabo de dos
o tres días apagaban definitivamente el boliche, desprendiendo por muchos lados
humo, de allí salía el carbón.
Moisés el Feo y sus hijos sacaban del boliche
los trozos de madera negra de encina y chaparro que, una vez expurgados y
quitada la tierra y las sobras, metían en grandes capachos o seras de carbón,
los cargaban en burros y lo llevaban a Frailes. El carbón se vendía en la
carbonería de la de Pajote, e incluso se llevaba a otros lugares (Alcalá,
Priego o Granada). El carbón vegetal era una gran fuente de energía y la gente
hacía uso de él, compraba un kilo, o dos y lo encendían para cocinar y calentarse.
Los que se dedicaban a esto eran los carboneros, que compraban la leña de los
montes, se ponían de acuerdo con el propietario y comenzaban a trabajar
cortando leña y haciendo boliches. Era un trabajo duro que requería cuidado,
pues en cualquier momento podían quemarse o caer al boliche ardiendo. Las
mujeres de los carboneros se iban con ellos a los montes y a las sierras y los
acompañaban y trabajaban a su lado, hacían la comida y todo tipo de labores,
eran parte integrante de la cuadrilla. Yo pasé varios días entre ellos con mi
hermana Emilia y los recuerdo con alegría, en el sentido de que esta estampa no
se me ha borrado de la cabeza. Aún recuerdo la pequeña cama que me hicieron
como un catre con cuatro palos y un colchón hecho de ramas de chaparro y la
choza toda cubierta de retama para que la lluvia no entrara dentro. Aquellos
días fueron inolvidables y aprendí el valor que tenía el carbón en aquella
época, unos tiempos en los que no había butano y solo se cocinaba o nos
calentábamos con leña. Ésta era primordial y los niños fraileros lo sabían, por
eso sus padres los mandaban a buscar leña al campo y era muy normal ver por
cualquier calle la imagen de un muchacho o de un hombre con una pañeta de leña
a la espalda. Todavía puedo ver la imagen de mi tío Camilo con su pañeta de
leña buscada en las Carboneras.
La leña era un tesoro y en aquellos inviernos
de frío largos y nieve, servía de consuelo primordial. Los que la tenían se
aseguraban el calor y el bienestar; eran los ricos, los que tenían tierras y
olivos y podaban sus olivos cada año y la llevaban a sus casas, llenaban los
corrales y así tenían leña para todo el invierno. Los demás tenían que buscarse
la vida, los pobres buscaban la leña en el campo y como no era suya la
propiedad, podían ser multados por el guarda rural o la Guardia Civil. Los
cortijos sirvieron de refugio a muchas familias en tiempos de la Guerra,
huyendo de los tiros y de las bombas y encontrando así un poco de cobijo y de
esperanza, algo que llevarse a la boca. Los cortijeros son y eran hospitalarios
y socorrieron a mucha gente, gente esforzada que no les temblaba el pulso para
conseguir lo que quisieron. Así cultivaron campos pedregosos y pobres, sacaron
fruto a sus tierras, prosperaron y se dieron vida: compraban, cambiaban y
conservaban. Y hasta se unieron para que le asfaltaran un camino que les
permitiera tener una escuela o agua más cerca.
En los Rosales hubo una escuela con maestro y
en la Hoya del Salogral también. Aquí incluso hubo una oficina bancaria de la
Caja Rural de Frailes porque esta cortijada, a pesar de pertenecer a Noalejo,
tuvo y tiene mucho contacto con Frailes, especialmente por estar más cerca y
porque sus habitantes venían y vienen más por Frailes a comprar, al médico, a vivir
o a divertirse. También la presencia del santo Custodio dio origen a que
hubiera más contactos y eran y son muchos los fraileros que visitan la Hoya del
Salogral, unos van a ver la ermita en lo alto del cerro de la Mesa, otros suben
a por agua porque la consideran milagrosa, otros por admirar sus paisajes … y
algunos van de paso y buscan otro tipo de encanto.
La Hoya, Los Rosales, los Barrancos, el
Portillo del Espinar, la Cañada Alcalá, Puerto Blanco, Las Carrillas, Las
Nogueruelas y muchos otros cortijos y las personas que los poblaron y los
pueblan forman parte de Frailes porque llevan su esencia y la conservan, tienen
raíces y se han superpuesto a muchas adversidades. De algunos cortijos sólo
quedan algunas piedras y de otros la memoria, pero de todos queda el recuerdo
de sus gentes y de sus cosas. En mí siempre quedará la estela de esta gente
humilde, callada, creyente y trabajadora que ha subsistido al tiempo y a una
historia que aún permanece. Los cortijos tienen raíces muy grandes, como en Los
Rosales, que hasta fundaron un hogar del jubilado y le pusieron el nombre El
Paraíso, en donde siguen reuniéndose y haciendo figuras de esparto, como los
don quijotes y sancho panzas, los famosos personajes cervantinos.
El esparto también jugó un gran papel en toda
aquella época. Una planta que crecía salvaje en nuestros montes y sierras y
muchos agricultores la recogían y los herradores la vendían por kilos. El
esparto venía en forma de manojo atado y había que pulirlo, tarea que hacían
los agricultores fraileros cuando llovía y no podían ir al campo para hacer sus
faenas. Así aprovechaban el día con los trabajos del esparto. Lo introducían en
agua unas horas y luego lo maceaban con un trozo de madera, grueso, alargado y
redondo. Elaboraban cuerdas o sogas, serones y cabestros, hacían paneros … todo
tipo de enseres para vestir sus bestias y casas. En las puertas de sus casas
trabajaban. Era una labor callada, los dedos se movían con habilidad, las
trenzas salían y, a las pocas horas, habían hecho un cinturón para cuajar el
queso, una jáquima para el burro o el mulo, un cabestro. Era un material áspero
y vasto pero que cumplía su función.
jueves, 25 de febrero de 2016
APRENDIENDO A AMARTE
Estos años pasados a tu lado
me dieron un brillo especial
que no he perdido
Buscaré la vida entre tus brazos
seguiré abrazándote en estas noches
mientras el calor humano nos une
y en los cristales se dibuja una rosa
Me levantaré sin hacer ruido
encenderé el calentador y las luces
te tendré preparado un desayuno
de rosas, flores y café descafeinado
Ahora, mientras recorro el salón
bailando y haciendo gimnasia para
combatir mis carencias, levanto las
manos y te mando besos
Después de todo. ¿Qué es el amor?
Puede ser compartir, en silencio, las
tardes, las noches y las madrugadas.
Puede ser recordarte mientras
ando
o juntar estas letras que te mando
o buscarte en sueños ilusiones.
Sigo aprendiendo lo que es el amor
mientras se arruga mi cara y mi frente,
mientras mi barba se torna blanca e
imagino cantar canciones en el coche.
miércoles, 24 de febrero de 2016
LA DESPEDIDA
Aquella mañana me desperté dos horas antes de lo previsto. Pero las aproveché bien. Hice un poco de gimnasia, me afeité la barba y fuí mirando los sitios por donde pasaba. Al salir a la calle, un golpe de frío me dio en el rostro, pero me recompuse y crucé la acera por el paso de peatones junto a la Safa. Dudaba entre irme por una calle o por otra, como siempre, pero no recuerdo por la que opté. La bandera del cuartel aún no se había izado y en el Rano estaba lleno, como casi siempre. Busqué la llave de la cochera y atiné a la primera. Arranqué el auto, puse la calefacción y la radio y Alsina desgranaba una serie de palabras contra el hombre de la Coleta.
Notaba una sensación rara, como nueva entre la nostalgia y el recuerdo y un poco de futuro. Aparqué el coche en la placeta junto al Charro, pero seguí escuchando la radio, mientras veía pasar a los estudiantes que iban a Alcalá y la panadera dejaba una barra de pan en la puerta de una vecina. Entonces, le pedí que me vendiera un pan y seis magdalenas.
Parecía que habían pasado mis compañeros de trabajo, salí del coche, tomé mi macuto y me encaminé, por última vez, a mi lugar de trabajo. Era un día normal, como siempre, pero sabía que era especial, todo era único y diferente. Subí la persiana, apreté el botón del aire acondicionado, encendí los dos ordenadores. Me levanté de la silla y miré aquella habitación donde había pasado tantos años. Miré los diversos libros del Registro Civil, los documentos que me quedaban en la mesa, parecía que todo estaba en orden.
Trataba de despedirme de aquellas cuatro paredes que durante tanto tiempo me habían acogido todas las mañanas. Rebusqué en los cajones, allí encontré algunas notas de Nerea que siempre me escribía cuando venía a verme.
Fuí a desayunar, recorriendo la calle, miré de reojo la casa de Manolo el Sereno y sus perros seguían ladrando en el portón de la casa, asomando la cabeza por un claro del mismo. Volví a mirar hacía el Calvario y busqué la casa de Michael, que seguía allí velando por Frailes.
A las dos de la tarde fuí hacía el bar el Charro y mis compañeros de trabajo fueron llegando. Unos me saludaban, otros me abrazaban, dos se fueron pronto porque tenían que hacer alguna cosa. Otra me llamó por teléfono y me dijo que no podía ir. Comimos y bebimos, brindamos y nos despedimos.
Al final, me quedé con Merce, Jesús del Pozo y Elisabeth y fuimos a la Cueva para tomar un café. En una mesa de las altas y con taburetes escuchámos música y bailé a un ritmo lento, y soñé con aquellos tiempos en que acudía a aquella taberna a jugar al futbolín, a jugar a las cartas, a mirar el televisor. Llegó mi amigo Caño y otros maestros del IES que habían estado en una gymkana. Nos dimos un abrazo y pronto me fuí para Alcalá.
En el camino seguí pensando en estos últimos 35 años que había pasado en Frailes y trabajando, puse música en la radio del coche y mis pensamientos se fueron hacía aquél día que subí la Cuestecilla para incorporarme a aquél trabajo de funcionario y en el que he pasado media vida.
martes, 23 de febrero de 2016
SER DE FRAILES. CAPITULO ONCE
En la villa de Frailes se sacaban las
cosechas de cereales en las Eras del Mecedero, en las del Ejido por el barrio
del Nacimiento, en las del Cerrillo o en las Roturas Altas. Recuerdo
principalmente las faenas agrícolas de cosechar los cereales en las Eras del
Mecedero. Allí los propietarios, a algunos les llamaban malletes. Una vez que
habían hecho la siega, llevaban con mulos, burros, yuntas de vacas o caballos y
yeguas y en “alnarrias” los cereales con los tallos. Los esparcían en un
espacio de la era, los extendían bien y comenzaba la trilla, faena que
consistía en dar una serie de vueltas con un trillo, una especie de tabla
rectangular de madera con dientes de hierro, tirado por la yunta o con un solo
animal, daban vueltas y más vueltas. Otros agricultores ablentaban y separaban
el grano de la paja. Durante la trilla, muchos dormían en la era para que no le
hurtaran los cereales y, una vez hecha la trilla, transportaban el cereal en
sacos a lomos de sus bestias hasta sus domicilios. Los niños de la época
sufríamos en la temporada de la cosecha debido a que el terreno de las Eras del
Mecedero era donde jugábamos al fútbol y durante un par de meses no podíamos
hacerlo. Pero también disfrutábamos porque con la trilla venia alguna
diversión, incluso algunos agricultores nos dejaban subir al trillo. Era una
sensación de velocidad y a veces de vértigo el ir dando vueltas en aquellas
circunstancias.
Después la técnica avanzó y el trillo y la
yunta fueron sustituidos por una máquina que los agricultores de las
cooperativas de aceite compraron para sacar la cosecha, era un armatoste con un
motor y una tolva. Le echaban los haces de cereales y salía por un lado la paja
y por el otro el grano, todo un adelanto técnico que ahorró tiempo y dinero y
suprimió penosas situaciones de trabajo, pero hasta que no llegó la gran
cosechadora los agricultores no se liberaron de la siega y la trilla.
Y como iba diciendo, aquella taberna de mi
madre era como una enciclopedia para mí, pues aprendía del ejemplo de aquellos
hombres que entraban y salían cada día. Había ejemplos para todos los gustos. A
veces estos hombres discutían acaloradamente por nimiedades y conforme iban
bebiendo la tensión aumentaba, se peleaban de palabra y a veces estaban varios
días sin venir, hasta que volvían a juntarse y vuelta a empezar.
En otra mesa se sentaba un hombre que se
llamaba Cangrena junto con Bollo. Cangrena había vivido algunos años en algo
parecido a una cueva natural que había al principio del camino al cementerio,
donde empieza la calle Cerrillo, pero después el Ayuntamiento hizo cuatro casas
en las eras del Mecedero, le donaron una de ellas y se fue a vivir allí con su
mujer. Cangrena era como un buhonero. Cuando yo lo conocí estaba retirado del
trabajo y jubilado, pero arreglaba paraguas y llevaba casi siempre uno, cuidaba
de su mujer que era medio ciega y la llevaba a todos los sitios. Le compraba
algún dulce y cuando la dejaba en la casa, entraba a mi taberna y bebía litros
y medios litros de vino con Bollo, que venía de las Roturas, un hombre con
gafas que me contó que había tenido un cargo en el sindicato anarquista de la
CNT cuando se hacía el reparto de las colectividades. Decía que era responsable
del reparto de alimentos. Tenía tres hijos, uno que trabajaba de chófer de una
familia rica en Mallorca, se llamaba Pepe y fue concejal socialista en 1982 con
el alcalde Antonio Mangote. Me decía que usaba guantes blancos para servir a
los señores con los que trabajaba que no se si eran los March, también fue
taxista en Frailes. Otro, Antonio, que marchó a Inglaterra a trabajar y cuando
se jubiló regreso a Frailes y vive en una casa que se hizo en la calle Avenida.
Su hija María se casó con Enrique Pepino y compró una casa en mi barrio
antiguo, en la calle Horno, la casa de la Parda. Ahora la fachada está adornada
con muchas macetas y flores. Estos dos hombres bebían juntos, se llevaban bien,
pero a veces tenían sus diferencias orales y se peleaban y podían estar varios
días sin verse. Luego volvían otra vez a intimidar, contarse sus historias y
beber botellas de vino peleón y manchego. Mi madre los recibía a todos con una
sonrisa, les daba a cada uno lo que ella creía conveniente y trataba de que
todos encontrasen su sitio en aquella taberna pequeña de la calle Tejar. Muchos
eran trabajosos y difíciles de manejar, el vino hacía sus correspondientes
milagros y de vez en cuando las borracheras acudían a los cuerpos de aquellos
veteranos del trabajo y de la vida, de aquellos hombres que habían trabajado
duro para tratar de poder comer y subsistir en un Frailes de posguerra y de
franquismo, en donde los derechos brillaban por su ausencia, aunque se
vislumbrara algo de esperanza y algunos comenzaran a recibir escasas pensiones
para poder subsistir.
Cabildo, Antonio Romero Barrero nació en
Frailes el día cuatro de marzo de 1933 y murió el dos de mayo de 2008. Este
hombre dio mucha ‘guerra’ en la villa. Se autodenominaba como alcalde de Majada
Abrigada y está en estos escritos por derecho propio, por ser frailero y porque
lo conocí por la taberna de mi madre y viví una serie de historias que son
dignas de escribirse y contarse. No es un personaje de otro mundo pero dejó una
huella en Frailes y a mí me llamó la atención. Me lo encontré un día en aquella
pequeña taberna. Estaba sobrio, correcto, educado y bebía un vaso de vino pequeño,
a leves sorbos que solo mojaba sus labios y hacía un pequeño mohín de
aquiescencia como si el vino le sentara muy bien. Después se sentaba, sacaba un
paquete de tabaco Celtas emboquillado que buscaba en sus bolsillos y aspiraba
el humo de la felicidad, entrando en sus pulmones y haciendo alguna mueca al
salir por la boca y las narices. Antonio Cabildo vivía en Majada Abrigada, un
diseminado que está a un kilómetro de la calle Cuevas en dirección a Valdepeñas
de Jaén y el cortijo de Los Rosales. Allí vivía con su madre, que era viuda, y
él su único hijo. Vivía en aquél cortijo tranquilo y tenía fincas y un mulo al
que hacía arar, junto con unas pocas cabras. Le gustaba la vida nocturna, salir
y estar en las tabernas, id a los bailes y buscarse la vida lo mejor que Dios
le daba a entender. Antonio no era violento, ni mala persona, sólo que le
gustaba beber. Bajaba, como él decía, a Frailes a cualquier hora del día, si
tenía dinero se iba a los bares grandes, como la Cueva y el bar Nuevo, y pedía
uno tras otro, vasos de vino que los taberneros le iban sirviendo mientras
tenía dinero y el cuerpo aguantaba. Después del vino, pedía pequeñas copas de
brandy, les daba sorbos pequeños y se lamía los labios y así, hasta que
conseguía quedarse sin un duro en el bolsillo, o el tabernero se cabreaba
porque comenzaba hacer tonterías o decir algo inoportuno. Antonio Cabildo era
impasible, cuando ya estaba bebido, seguía pidiendo copas hasta agotar la
paciencia del tabernero, seguía dando piruetas, se desabrochaba la camisa, se
le caía ligeramente el pantalón y pactaba o imploraba la última copa con el
tabernero de turno. Al final, siempre perdía su batalla, el tabernero lo echaba
a la calle y él trataba de buscar otro lugar donde seguir su fiesta particular.
Era machacón, inoportuno, pero tenía que tragar carros y carretas porque su
poder adquisitivo flaqueaba casi siempre. Era rutinario, iba a la cooperativa
del pan de la que era socio, canjeaba sus vales por panes y se los echaba al
hombro, después iba a comprar pescado, sardinas o boquerones y una vez hecho
esto, tenía todo el día para lo suyo, que era beber.
Cuando lo echaban de los grandes bares, como
la Cueva o el bar Nuevo, acudía a la taberna de mi madre y allí pedía auxilio,
amparado casi siempre por mi madre. Ella lo dejaba que siguiera bebiendo a
cambio de portarse bien y no importunar a otros clientes, pero los efluvios del
alcohol no son buenos consejeros y Antonio Cabildo seguía bebiendo y no había
quién lo parara. Pero siempre se quedaba sin dinero y eso sí lo frenaba.
Imploraba últimas copas, hacía miles de mohines, y se acordaba del saco del pan
y del pescado que había dejado a mi madre por la mañana. Cogía del saco un
pedazo de pan, un boquerón o una sardina y se los comía con parsimonia. Al
final, siempre acababa solo, mal avenido, a veces tirado en el suelo, con los
pantalones rotos o con la camisa ajada. Daba gritos por la calle Tejar arriba,
por la calle Mecedero y cuando llegaba a la ermita de san Pedro le imploraba
como si fuese el rey de los borrachos. Era, sin saberlo, un seguidor del dios
pagano Baco, vivía por y para beber. Y llegaba a su casa, exhausto, derrotado y
su madre lo recuperaba como podía. Otras veces, después de este tipo de
borracheras, sacaba al mulo y lo paseaba, montado en él, por muchos lugares de
Frailes, a otro día la sombra de Cabildo se decía que había planeado por calles
y plazas como algo usual y cotidiano. A veces, Antonio Cabildo trabajaba,
sacaba su mulo, lo aparejaba, se llevaba a sus cuatro o cinco cabras al campo,
daba un buen peón arando, segando, cosechando aceitunas o grano y era un buen
agricultor. Pero la idea de trabajar no era cotidiana para él, no estaba en su
diccionario.
Él prefería “tabernear” como muchos otros que
podían hacerlo pasando el día en su casino y tomando copas. Cabildo no era ni
rico ni pobre, era Cabildo, alcalde de Majada Abrigada, fiel a sus principios
hasta que murió. Él era un solitario porque casi nadie quería estar con él, no
por nada, sino porque todos sabíamos como se las gastaba. Empezaba suave,
suave, con un pequeño vaso de vino que se pasaba por sus labios una y otra vez.
Todos sabían que cuando hacía eso era señal inequívoca de que no tenía ni un
duro en el bolsillo, porque cuando sí tenía era provocador, ‘echao palante’,
como un señorico, con su cartera llena, pidiendo los mejores vinos: Tío Pepe y
Alvear junto con las mejores tapas, solicitando cubalibres de ginebra buena y
haciéndolo extensible a todo el que quisiera, pero estos días de vino y rosas
eran contados. Lo habitual era que Cabildo no tuviera dinero en los bolsillos y
entonces vendía lo que tenía, cambiaba sacos de trigo o vales del pan, y así
iba tirando. Su madre fue un buen freno para él,
pero cuando ella murió, se adueñó
de su vida y de sus bienes e hizo lo que quiso con ellos. Fue un hombre con
propiedades … y no es que fuese malo ni bueno ni todo lo contrario, sino que su
vida fue así, sería su destino. Y él intentó vivir a su manera y la vida le
trató a la suya.
Pero era buena persona, no engañaba a nadie y
siempre iba con la verdad por delante. Las deudas que tuvo con los taberneros
las fue pagando a su manera, dilapidó alguna finca y a veces era feliz, a veces
desgraciado, aunque fue fiel a sus principios. Cuando estaba normal, era
educado y cordial. No sé si tengo derecho a decir todas estas cosas de él, pero
Antonio Cabildo fue parte de aquel Frailes, de aquellos años oscuros y claros y
fue su propia víctima. Me dijo una vez el municipal y los Servicios Sociales
que entraron a la casa de Cabildo en Majada Abrigada y había miles de botellas
de vino y cerveza apiladas en una habitación, fruto de las idas y venidas que
hizo a tabernas y bares. Una casa sucia, pobre, dejada de todo y de todos.
Sin embargo, la grandeza de Antonio es que
nunca se quejó, que casi nunca pidió ayuda y es ese espíritu de Antonio Cabildo
el que sigue vivo en Frailes. Cada día visitaba la Cueva, el bar Nuevo, la
tabernilla de mi madre, el bar de Mangote, o de Félix; cada día va al salón de
Manolín, o al ambigú del Cinema España, cada día es feria para él y toma
cubatas con ginebras de marca y baila con aquella novia que nunca tuvo más que
en su imaginación. Y baila y sigue bailando, montado en su mulo, vestido con su
traje y corbata aquel pasodoble ‘Te quiero’, emulando a Manolo Escobar y
cantando ‘Mi carro me lo robaron’.
Ahora se le abren todas las puertas que le
cerraban, como si siguiera siendo el dueño y señor de su vida, como si fuese el
alcalde eterno de Majada Abrigada y seguirá conversando con gente importante e
importada. Cabildo es muy digno de estar en esta pequeña historia de Frailes
porque también la representa, porque en aquellos años de luces y sombras estuvo
aquí para contarlo y porque me da la gana de ponerlo en este homenaje que nos
hacemos los fraileros. Y por los muchos ratos que mi madre y yo pasamos con él
en aquella taberna sencilla, arrimados a la mesa camilla, terminando noches
tranquilas y no tan tranquilas y pidiendo la última copa que mañana te la pago.
Y cuando murió Cabildo lo sentí como si algo mío se muriera, como si se hubiese
ido un estandarte de Frailes, alguien nuestro que forma parte de nuestra
esencia de ser frailero … porque Frailes
es una amalgama de conciencias abiertas.
domingo, 21 de febrero de 2016
LA MAGIA DE FERNAN CARDAMA
Fernán Cardama es un artista capaz de sacar muchos sentimientos a todos los que ven sus obras y eso hizo el pasado sábado a las 18:00 horas y con todo el teatro Martínez Montañés para él y unos 40 personas que se atrevieron a disfrutar de su obra ‘Sopa de Estrellas’, Y con un formato sencillo y con pocos materiales y además baratos, este hombre es capaz de representar toda una tragedía como es una inundación en una ciudad argentina.
Con una serie de cartones, un carro mágico, una bolsa de plástico que representa al personaje principal, así como con mucho ingenio y bastante trabajo, Fernán Cárdama es capaz de representar un peligroso fenómeno atmósferico a través de un plástico que se va comiendo a toda una población y después, es capaz de meter en una caja de cartón esas nubes y esos aguaceros que llevaron el peligro a aquella ciudad argentina.
Hubo poco público en esta representación, pero los que pudieron disfrutar de esta obra, aplaudieron a rabiar y abrazaron a este hombre que les puso los ‘pelos de punta’ y que presentó una obra importante, en la que la solidaridad hace un milagro y transforma una tragedia atmósferica en un halo de esperanza para todo un pueblo.
‘Sopa de estrellas’ es un espectáculo de objetos, títeres y actuación que se acerca a la vida de los niños trabajadores. El mundo de Blas está hecho de cartón y residuos que junta para poder vivir, pero también está hecho de imaginación, de juegos, amistad y de la solidaridad de las personas que siempre nos salva.
La compañía de Fernán Cardama propone diferentes formas de expresión a partir de la relación entre la actuación, el teatro de objetos y los títeres, sus espectáculos han recibido numerosos reconocimientos fundamentalmente por el contenido de las historias que nos acerca.
Por eso, las personas que el pasado sábado salieron de ver esta sencilla obra, meditaron sobre el porqué de la vida.
Con una serie de cartones, un carro mágico, una bolsa de plástico que representa al personaje principal, así como con mucho ingenio y bastante trabajo, Fernán Cárdama es capaz de representar un peligroso fenómeno atmósferico a través de un plástico que se va comiendo a toda una población y después, es capaz de meter en una caja de cartón esas nubes y esos aguaceros que llevaron el peligro a aquella ciudad argentina.
Hubo poco público en esta representación, pero los que pudieron disfrutar de esta obra, aplaudieron a rabiar y abrazaron a este hombre que les puso los ‘pelos de punta’ y que presentó una obra importante, en la que la solidaridad hace un milagro y transforma una tragedia atmósferica en un halo de esperanza para todo un pueblo.
‘Sopa de estrellas’ es un espectáculo de objetos, títeres y actuación que se acerca a la vida de los niños trabajadores. El mundo de Blas está hecho de cartón y residuos que junta para poder vivir, pero también está hecho de imaginación, de juegos, amistad y de la solidaridad de las personas que siempre nos salva.
La compañía de Fernán Cardama propone diferentes formas de expresión a partir de la relación entre la actuación, el teatro de objetos y los títeres, sus espectáculos han recibido numerosos reconocimientos fundamentalmente por el contenido de las historias que nos acerca.
Por eso, las personas que el pasado sábado salieron de ver esta sencilla obra, meditaron sobre el porqué de la vida.
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