A veces probaba mi resistencia física subiendo la Cuestecilla de los Muertos. Es una calle empedrada que en verdad se llama Caridad pero que todo el pueblo la conocía como la Cuestecilla de los Muertos, porque por allí pasaban todos los difuntos para hacerle las exequias pues conduce directamente a la iglesia de Santa Lucía de la villa de Frailes. A veces subía la cuesta apresuradamente y llegaba exhausto a lo alto, Ahora, he vuelto a subir sus escaleras y he llegado más cansado todavía. Los años no perdonan mi cuerpo y tampoco el estado de la calle.
Aquella calle por donde pasaban los católicos del Franquismo frailero cada día y en especial los sábados y domingos ha tenido un gran deterioro, era una calle alegre que permitía unas vistas de las Carboneras y del Cerrillo inmejorables, ahora también las tiene, pero sus casas, una a una se han ido cayendo. Allí vivía la Hilaria que luego fue a la placeta del Ayuntamiento y puso un bar frente a la casa de los Amandos. Allí, también, vivía Miguel el Hojalatero, en un lugar entre el tajo y la calle, remendaba ollas y utensilios de antaño, con una especie de elixir que pegaba el hierro y otros metales, después Miguel se fue elegido por los dioses a menesteres espirituales.
También residía Daniel y su familia, su casa tenía un patinillo que la hacia coqueta, también vivía Amparo Sánchez, que estuvo en Francia mucho tiempo y conocí aquella casa y una bicicleta con cambios con la que me paseé por las calles antiguas hasta llegar a la Ribera Alta.
Y por ella, recuerdo la figura de la Pastora de Chocolate, que colocó una fea baranda de alambres en la misma Cuestecilla y desde entonces parece una calle maldita. Las paredes se han ido cayendo de pena, los peñones del tajo se han escurrido por entre los sentidos y Cangrena y su mujer, aquellos viejecillos que también vivieron por allí, hace tiempo que se marcharon de la vida terrenal.
Al subir la Cuestecilla, los niños de mi época nos dábamos de bruces con la casa del Médico, Don Fermín, y nos atacaba la envidia, la nostalgia y la frustración al ver a sus nietos, con aquellos juguetes, con aquél campo de tenis, con aquella piscina y nosotros a cuestas con las miserias del Franquismo.
Y, también, fui monaguillo subiendo aquella cuesta sin respirar, y toqué aquella campanilla y los fieles se ponían de pie con mi ritmo.
La Cuestecilla está hecha polvo, solo queda una casa en pie, la del gitano Flores, que se ha agarrado a la vida mientras la calle muere y un perro sigue ladrando en la puerta y aulla a todo el que pasa por allí.
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