Mi padre murió en abril de 1967. Yo estaba
trabajando en la aceituna en el cortijo de Los Villares de Torredonjimeno,
alguien fue a por mí y mis hermanos porque su enfermedad había agravado. Tenía
17 años y era un fracasado, porque había tenido que dejar los estudios y el
futuro que me esperaba era incierto. Pero mi madre se encargó de espabilarme,
me levantaba a las cinco de la mañana para ir a Navasequilla a por un saco de
hierba para los conejos. Los dos por aquellas cuestas, bien de noche,
llenábamos cada uno un saco de hierba y volvíamos a Frailes cargados y medio
reventados. Era duro pero casi todos los días lo hacíamos, volvíamos temprano y
abríamos la tienda y la taberna y, aunque no teníamos mucha clientela, al menos
daba para poder subsistir medianamente.
Pero mi madre no se vino abajo con la muerte
de mi padre. Comenzó a diseñar su sueño, el de construirse una casa y hacer una
buena taberna y tienda en el local que teníamos en la calle Tejar, 2. Y ni
corta ni perezosa le encargó la obra a mi primo Josillo el de Gámez y con alguno
más, como Enrique Pepino y alguno de sus hermanos. En unos meses
levantamos el edificio y así fue como mi
madre cumplió su sueño. Fueron varios meses de duro trabajo, peleando con los
albañiles, con el Ayuntamiento, con la Confederación
Hidrográfica del Guadalquivir, etc.
De allí, salió un pequeño bar, una pequeña
tienda y una vivienda, con cocina, y un salón para el bar, tres dormitorios,
una buhardilla y un pequeño cuarto de baño. Esto último fue muy importante para
mí, porque nunca había tenido uno. Mi madre acondicionó pronto aquel pequeño
bar, lo pintó, compró nuevas sillas y mesas y comenzaron a llegar los viejos y
nuevos clientes. Allí volvieron a sentarse Paco Juanaco, Montemolín, Custodio
el de Callejón, Marchena, Antonio Menuza, Cangrena, Bollo, Cabildo, Gamazo, los
albañiles que habían hecho la casa, otros como Macareno y su hijo, Luis el de
Gegorillo, Antonio el Andarín, Santiago el Algallarín, Valentín el Gitano y
muchos otros.
Y yo estaba allí, en una edad difícil, sin
tener claro lo que quería ser, ni contar con nadie que me guiara, porque mi
madre solo quería que estuviera allí, al frente del negocio, todo el día
trabajando desde por la mañana hasta la noche. Era joven y no me conformaba con
atender a todas aquellas gentes que día tras día iban allí a tomar litros de
vino y a contar sus vidas una y otra vez. No tenía madera de comerciante, de
agradar a la gente y sonreírles cuando traspasaban el tranco de aquella taberna
de la calle Tejar, 2. Pero había que hacer de tripas corazón y salir adelante.
Por aquellos años se hizo la obra en la cooperativa san Rafael, a través de una
empresa de fuera por lo que había mucho trajín en las Cuevas y en la calle
Tejar y muchos obreros de la obra venían al bar a la hora de desayunar, durante
toda la mañana. Yo había fracasado en los estudios y me quedaron las
Matemáticas y la Física
y Química de cuarto de Bachillerato. Al año siguiente hice quinto curso de
oyente en el COPEM, pero el no aprobar la Reválida me sumí en la desesperación y perdí la
confianza en mí. Mi madre me iba sacando de aquél atolladero, ella trabajaba de
día y de noche, sabía buscarse la vida. Se levantaba a las seis de la mañana,
vendía aguardiente, manzanilla caliente a los madrugadores, a los que viajaban
a Granada, a los que iban a Alcalá, a los que iban al campo y a los que se
levantaban para seguir bebiendo copas de coñac o de aguardiente.
La tienda iba peor, ya no vendíamos pescado y
la competencia se había reconvertido; habían abierto un ‘supermercado’ en lo
que había sido el casino de Domingo el de Gregorillo, con nuevas técnicas de
venta; la gente entraba y podía escoger los productos que necesitaba de las
estanterías, las colocaba en sus cestas y después pasaba por caja y le hacían
la cuenta, un sistema al servicio del cliente, con más libertad pero con menos atención. La cuestión es que
el nuevo supermercado aminoró notablemente las ventas en la tienda de mi madre
y nos sumió en la tristeza, pero nuestra taberna nos sacaba de apuros económicos.
Salíamos adelante y además, teníamos mejores instalaciones, con un salón arriba
para alguna reunión o para jugar a las cartas. Incluso, la televisión entró en
nuestra casa y en una esquina se colocó un gran aparato para ver los
telediarios y los demás programas. Ya no tenía que ir a la Cueva a verla. Y así
transcurrían los días.
Frailes iba modernizándose. Los que
trabajaban en la fábrica FASA-RENAULT de Sevilla venían de vacaciones en verano
y algunos empezaron a pedir en las tiendas nuevos alimentos, como el yogurt, un
alimento hecho con leche que decían que era muy bueno para todos, pero sobre
todo para niños y ancianos. La gente comenzó a tomarlo y el yogur Danone se fue
haciendo muy popular. De una sociedad de subsistencia se iba pasando a una de
consumo, pero despacio y poco a poco. Ya no se veía mucha gente pidiendo, la
emigración había traído su riqueza y la gente trabajaba por temporadas. Llegó
la televisión y los frigoríficos a las casas y -sobre todo- fue llegando el
automóvil.
El pueblo prosperó y los que podían se
pudieron sacar el carnet de conducir. A través de un examen en toda regla, ante
la Dirección General
de Tráfico. El examen consistía en una prueba sobre el Código de Circulación y
un práctico, conduciendo un automóvil.
Así surgió en Alcalá alguna autoescuela a la que acudieron los fraileros para
formar parte de aquello que se llamó “carro de la conducción”. Se veían más
motos y coches en las calles e iban desapareciendo los animales de carga como
los mulos, los asnos y los carros. La sociedad española, lo mismo que la
frailera, se iba modernizando y, a pesar de la Dictadura del general
Franco, nuevos aires entraban en el pueblo.
La televisión, la radio y el teléfono estaban
en muchos hogares, se comenzaba a introducir nuevos electrodomésticos, como las
lavadoras y frigoríficos y todo ello ayudó a las familias y -sobre todo a las
mujeres- que eran las encargadas de tener los hogares en buen funcionamiento.
El gasto de agua era libre en las casas, pues no se habían instalado
contadores. Poco a poco se fue regulando, aunque fue difícil su introducción.
Costó trabajo hacerles ver a los fraileros que se dieran cuenta de que el agua
era un bien, pero que había que mirar por él porque no era gratis. También
costó mucho tiempo y paciencia para que entrara en las mentes del pueblo,
porque el agua era abundante en todas las estaciones y el río no se secaba.
Igualmente, se fue introduciendo el servicio de recogida de basura, de forma
paulatina. Los fraileros lo tiraban casi todo al río en donde se podía ver
desde un cochino muerto, escombros de todo tipo, bolsas de plástico … hasta
estiércol o turbios de la fábrica de aceite. Aún hoy, sigue alguno tirando
basuras al río, a pesar de todas las campañas sobre medio ambiente hechas desde
que llegó la Democracia.
La fisonomía de Frailes, también, fue
transformándose, pues las edificaciones y las obras se iban haciendo de otra
manera. El ladrillo y el cemento eran los materiales más usados, junto con
viguetas prefabricadas como las que hacía la empresa Vialca en Alcalá. De esta manera las casas se levantaban rápido
y el yeso y la cubierta de teja vana fueron desapareciendo, aunque esto trajo
algunos problemas, como la proliferación de los feos tejados de uralita o la
colocación en las fachadas con azulejos como si fuesen cuartos de baño. Éstos
también se fueron introduciendo en las casas, como un servicio más para los
fraileros, pues en los años 50 y 60 eran pocas las personas que tenían un
cuarto de baño en su casa, a lo sumo un pequeño water para hacer sus
necesidades. Poco a poco el cuarto de baño fue imponiéndose y los fraileros nos
fuimos aseando cada vez más. Fue una evolución importante, pues de orinar y
defecar en el tinao, o en cualquier muladar o en el campo, se fue contando con
un lugar propio en la casa, con agua fría y caliente que parecía un milagro del
progreso y de la naturaleza.
El teléfono también fue cambiando y se fue
haciendo imprescindible. La vieja central de doña Ángeles en la plaza de José
Antonio desapareció y en su lugar el automatismo se hizo presente, con aquellos
teléfonos de mesa y pared que contaban co una rueda que alojaba los números, se
marcaba el número de teléfono y al otro lado respondían. Parecía algo mágico o
milagroso, poder contactar con alguien que se encontraba a miles de kilómetros
y con un simple gesto ponerse a hablar como si tal cosa. Era como algo de
brujería. Casi todo iba cambiando y –también- nuestra mentalidad. A pesar de
que las conciencias seguían siendo formadas por la dictadura y la Santa Madre Iglesia, el control
se fue relajando. La televisión contribuyó a ello, así como las personas que
iban a trabajar fuera al contarnos sus experiencias y cómo se vivía en otros
países o en otras provincias. Por la “caja tonta” se podían ver otros mundos,
otros parajes, otras formas de vestir y de comer.
En aquella calle Tejar, Cuevas y Mesones
habían cambiado muchas cosas. Miguel el Señorico había muerto y su casa había
sido heredada por Dominica Romero, que tenía un hijo que se llamaba Luis Raya y
su hija María. A Luis lo veía bajar desde su casa en la calle Mesones, bien
vestido y peinado. Pronto entró en la taberna de mi madre. Le gustaba la
cerveza bien fría y los cubalibres con hielo hasta el borde y un gajo de limón.
Mi madre aprendió a preparárselos y se convirtió en un buen cliente y en un amigo
para mí. Pude entrar en su casa y en su vida y, a pesar de nuestras diferencias
económicas y dialécticas, hemos mantenido una relación amistosa siempre. La
amistad fue progresando y compartí su casa. Podía entrar en ella sin dificultad
y, a veces en verano, iba a bañarme a su pequeña piscina que sus padres habían
hecho en la casa heredada. Me trataban bien, pues podía bañarme con toda la
familia e incluso me invitaban a cerveza y a un rico salchichón que tenían de
la matanza. También instalaron en aquella casa una gran granja de conejos. Los
animales estaban en jaulas, en donde había unos recipientes para el agua y el
pienso. Cuando engordaban, los vendían a una empresa que venía a por ellos. Yo
entraba allí y Luis Raya y su padre me enseñaban todo aquello. Tenían también
algunos perros, pájaros de perdiz y escopetas de caza, pues tanto el padre como
el hijo eran muy aficionados a la caza y lo hacían en sus fincas y en los
cotos. Iban con Ezequiel y Fermín Mudarra a la finca que éstos tenían en la Hoya de Charilla, con algunos
alcalaínos como el Santi de las Máquinas, Isidro el de la Pedriza, Santi Hidalgo,
José Castro o Miguel Jiménez. Se reunían en la taberna de mi madre para -desde
allí- dirigirse al cortijo. Se pasaban cazando la mayor parte de la mañana y,
al mediodía, se juntaban para comer. Hacían un arroz caldoso o se comían un
choto con cerveza y vino … y luego jugaban a las cartas entre ellos. Se
“sacaban las tiras”, como ellos decían, es decir se jugaban el dinero y
desplumaban unos a otros.
En alguna ocasión me invitó Ezequiel a ir
allí y pude ver lo que hacían, la clásica reunión de hombres para cazar, comer
y jugarse el dinero a las cartas. Por la tarde volvían a Frailes y otra vez
llegaban a mi taberna a seguir bebiendo cubatas. En muchas ocasiones pedían una
baraja y empezaban la partida hasta que amaneciera. La mayoría salía malparada
de allí, porque uno o dos ganaban y los demás perdían. Pude ver escenas de
diversa índole en aquellas reuniones, muchas de ellas desagradables, porque
perder dinero jugando a las cartas es una experiencia especialmente importante
y hay que saber ser un hombre en lo bueno y en lo malo. Los que perdían dinero
querían recuperarse y pedían dinero para seguir jugando a los que iban ganando
y éstos se resistían a dárselo, formando un circulo vicioso que a veces se
resolvía mal. La cuestión es que el tiempo pasaba, ellos seguían bebiendo y
jugando y los ánimos siempre estaban a flor de piel y las discusiones iban y
venían, aunque casi nunca llegó la sangre al río, pero todo esto creaba
rencillas entre ellos.
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