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sábado, 23 de julio de 2016

SER DE FRAILES. CAPITULO VEINTICINCO




Yo soy de aquí, de Frailes, como muchos otros: como Antonio Gatuela, que era panadero y vivía en la calle Rosario y estaba casado con la hija mayor de Turrón, que tenía una casa en la calle Alba; como el Zapatero, el padre de Manolo el panadero, que tiene su panadería junto al balneario y que elabora unas buenas magdalenas con un sabor especial, como de Semana Santa antigua, cuando yo iba a la iglesia y me quedaba allí toda la noche, velando al Señor y haciendo guardias en el altar mayor. Mi  madre sí me dejaba porque sabía que era por algo religioso. Después me divertía en la sacristía de la iglesia, contando cuentos con muchos otros y con Luis Raya iba a su casa, de madrugada, y “atacábamos” lo que había de cena. En aquella casa de la calle Mesones probé el relleno de su madre y me supo a gloria porque estaba muy rico.
Allí, me sentaba en aquellos bancos de la iglesia de Santa Lucía y pedía a Dios no pecar más, aquellos pecados tan veniales de aquella religión tan severa en la que casi todo era pecado. Por la calle Alba vivía Juanito que después se dedicó a trabajar en los churros. Iba a la Ribera Alta por el día de San Juan y a Santa Ana en el día de la Abuela. En Frailes montó un kiosco frente a la oficina de la Caja Rural. También trabajó con José Castro como agricultor y, con sus tres hijos, vivió en la calle Cepero. Su hijo Juan Pedro se hizo pintor de acuarelas y está haciendo muchas exposiciones, ya que parece ser que gustan sus cuadros.

 Un día vi una exposición suya en el bar el Rano de Alcalá la Real. Eran unos diez cuadros suyos que adornaban el salón para que, mientras los comensales comían, pudieran soñar con bellos paisaje. Desde aquí, también evoco a otro Antonio, Chungurrún, un hombre con un acordeón que vivió por la calle Roturas y siempre que podía tocaba con aquél aparato grande, con teclas y botones, de colores rojo y blanco. Un acordeón tan grande como él, que le pillaba medio cuerpo y por el otro medio le asomaba la cabeza por arriba y los pies por abajo, Chungurrún era un hombre atado a un acord
eón al que le gustaba el vino. Abría aquél aparato que parecía tener tripas y le arrancaba sonidos. Era como una lucha por dominar las teclas y los botones con unas manos que se movían de un lado a otro. Un acordeón bien atado a su espalda y a su cuerpo, entonando casi siempre una canción que parecía ‘la Campanera’. Cuando terminaba, Antonio aceptaba un vaso de vino que alguien le ofrecía y él seguía absorto, moviendo su cabeza, en la Cueva, en el bar Nuevo, en la taberna de mi madre. A veces lo veía con un burro e iba a trabajar al campo pero lo que a él le gustaba era hacer música con su acordeón. Me gustaba imaginarme que lo veía junto al Sena, en un barco, sacándole melodías a su acordeón, pasando por los puentes de Paris, mientras Edith Piaf cantaba una canción, con su garganta de ruiseñor. Y Chungurrún subido en su burra, blandiendo su instrumento y tocando y haciendo suelos a los olivos y tomando vasos de vino, mientras su mujer velaba por él y lo buscaba en algún bar de aquella época, llenos de gente que se divertía en los días de fiesta y vestían sus mejores galas.
Mientras, Antonio Cabildo daba bandazos de un sitio a otro, de un bar a otro, trepando vasos de vino, cubatas y tapas hasta no quedarle un duro en el bolsillo. Y cundo ya no  tenía nada pedía fiado y casi nadie le quería dar. Entonces vagaba y vagaba por los bares. Y en otro lado, Luis Gamazo, con sus medallas, cadenas y relojes, llaveros y navajas, parecía un capitán general en plaza, de portero en el salón de baile de Manolín, velando para que nadie pudiera pasar sin pagar.
Y Frailes, en toda su extensión: el Frailes de Michael Jacobs, de Manolo el Sereno, del maestro Antonio Lucas Mohedano, del cura Jaime Alberto, del periodista Fran Cano, escritor de crónicas de mi Frailes. Mi pueblo y mi patria, que cabalgó y sigue cabalgando con todos estos fraileros que le han dado su esencia a lo largo de estos años y de otros. Como el frailero el gran marqués de Campo Ameno que nos hizo historia para ser importantes, para ser pueblo, para perdurar por los siglos de los siglos. Al menos en mi memoria seguirá vivo, porque tiene vida, tiene gente, sigue existiendo y perdurando. Aunque a veces pienso que todo esto es una invención mía, que Frailes no existe y me despierto y voy de un lado a otro, juntando las manos y elevándolas y me miro y estoy en Alcalá, en aquél salón con muebles de Ikea y una mesa de diseño, llena de cosas.
Y sigo pensando que mi tierra es Frailes, pero casi siempre estoy en Alcalá, comiendo, durmiendo, paseando por el Paseo de los Álamos, desayunando en el bar del Parque, en donde me encuentro con Isidro y Dani, y me saludan y me dan la bienvenida, y tomo un descafeinado de máquina, y me siento, y pienso en el albero que siempre me da grima, y siento el sol y miro los periódicos, y recuerdo a Manolo el Sereno, y corro a su casa que sigue abierta, y llego a las higueras y tomo un higo con aguardiente, y entro a la casa y los perros me ladran, y sigo por la cocina, que está sucia y llena de chorreones de aceite, de leche, con ollas en el fuego que calientan un gran potaje. Y oigo que me dice que tome lo que quiera, y me trae el aceite, su aceite Sereno-oliva, aquel aceite que le dio, de nuevo, la belleza a Sara Montiel y la volvió a enamorar en Frailes. Y me saca alguna fruta, como ciruelas por ejemplo, y el frigorífico también está sucio y lleno de productos caducados. Y miro en el despacho en donde está la televisión y allí está Manolo, durmiendo, entre los libros de fotos abiertos, mostrando caras, recuerdos, besos, sonrisas, y no lo despierto, y ronca de vez en cuando, y miro el retrato de su padre, el mueble, los sillones y el sofá y la lámpara con el ventilador. Y subo las escaleras llenas de fotos también, y la sala de arriba, con muchas cosas que compró que se han vuelto inútiles, y las otras fotos de los hijos de la Doña y su despacho de arriba, con la foto grande de Sarita Montiel, los libros de Juan Eslava dedicados, sus tesoros, los papeles que rompieron o desaparecieron, las revistas y cientos de más fotos.
Y bajo de nuevo a la cocina, pelo una manzana, tomo unas nueces, y los perros siguen entrando y saliendo, y en la mesa de la puerta está Cees Nootemboom, que nos invitó a ir a una casa que tiene en la isla de Menorca, pero no fuimos porque yo no  me atreví, pues pensé que no estaba preparado para aquel viaje, y la verdad es que no lo estaba … y yo no podía dialogar con el gran escritor.
Michael sí podía, por eso estaba allí, hablaban en español y en inglés, tomando café con tostadas, y a mí me dio por pedirle una entrevista, cosa que más tarde me concedería. También estaba a la mesa Alicia Ríos, con su pantalón de colores y su sonrisa, inventando algo nuevo. Hablaba de una mermelada que había hecho junto con Manolo, de higo y fresas y de ciruelas pasas, para untarla en el pan crujiente, en la tostadera industrial de Manolo. Pero él tomaba un gran tazón de leche con sopas, que chupaban toda la leche y la cuchara quedaba anclada en él. Y el aceite se erigía en el dios del desayuno, de las comidas y de las cenas. Aquel aceite hecho con sus manos y otras manos cogidas las aceitunas, una a una, como si fuesen perlas negras y de azabache, de aquella finca de las Carboneras, donde daba el sol al caer la tarde y sus rayos nos daban energía. Al ponerse el sol, nos íbamos con aquél auto amarillo verdoso medio lleno de aceitunas metidas en cajas de madera que llevaba a la Fabriquilla.
Y allí, en menos de dos metros cuadrados, se transformaban las aceitunas en líquido verde, como el que hacían los cagarraches en las almazaras fraileras. Pero aquél aceite no era lo mismo. Tenía capachos diminutos, como de andar por casa, con orujo que servía para alegrar la lumbre. Así fue como Manolo se fue extinguiendo, yendo  hasta la casa de Michael o a su peluquería en Pinos Puente. Algunos días no salía de su casa, pero la mayoría iba al Ayuntamiento, preguntaba, hablaba sin parar, se interesaba por las mujeres, aunque cada vez sus pasos se fueran haciendo más y más cortos.
Seguía subiéndose a la escalera y hacía agujeros en la pared para colgar macetas o más cuadros, llenar la casa de retratos de gente viva y muerta, de gente famosa, pero ya no era lo mismo. Yo estuve aquí  con este hombre que parecía que quería dar cuenta de su paso por la vida, de perdurar, de ser eterno, y no sé si eso puede suceder, aunque todos somos eternos o lo intentamos, Mira esto, mira aquello, aquí estoy con Juan, aquí con Sara, aquí con Michael, aquí con Silvia y la gallina. Todos juntos en unión para que la eternidad se eternice.  En estos días me sigo acordando de Manolo el Sereno, en este agosto añoro sus higos maduros que veo desde el portón de entrada a su casa, pero la puerta está cerrada y con llave, ya no puedo achucharle al portón para entrar, ni sus perros salen a saludarme. Aquellos higos tan ricos, que a veces soleaba para hacer pan de higo, están ahora en las higueras, pudriéndose, cayéndose al suelo y desperdiciándose. Es una realidad a la que no me acostumbro, y eso que Manolo ha sido inmortalizado por Michael Jacobs … pero él ya no está. Tomó su Suzuki y se fue un día,  mientras atrás quedábamos otros fraileros para seguir haciendo la frailestud, esa esencia del ser frailero. 
 Como la hacía Luis Echevarria, muerto también un año después que Manolo. Luis hizo de frailero por donde quiera que fue, y más aún cuando sufrió su grave enfermedad y tuvo que ser trasplantado de corazón, un corazón nuevo que le duró once año. Una vez le pregunté que para qué le había servido el trasplante y me dijo esto en una entrevista: El frailero y economista Luis Aceituno lleva 11 años con un corazón prestado que le hizo cambiar sus hábitos de vida, pero le dio nuevos brios para seguir en la brecha, ahora valora otras cosas, sobre todo la paz, compartir con amigos, volver a su casa de Frailes y tratar de devolver todo lo que este nuevo corazón le está dando.
-¿Cuándo empezó a sentir que el corazón le fallaba?
-Pues noté que me fallaba el día 24 de diciembre de 1990, sentí que me presionaba mucho el pecho, diría como si me hubiesen dado una patada, tenía 37 años y creí que era producto de las tensiones por mi profesión de economista. Entonces dejé mi trabajo en un banco y me puse a trabajar por mi cuenta y por ello, me fui a un hospital que tenía un familiar y en cuanto llegué, me hicieron un electro y me pasaron directamente a la UCI.
-¿Antes no había notado nada?
-Sí, siempre hay un aviso, los infartos avisan y te dan un toque de atención. Yo notaba que  tenía ganas de devolver, sentía muchas molestias, mis brazos se dormían y la punta de los dedos estaban acolchadas. Son características típicas de un posible episodio cardiovascular, pero con 37 años y queriendo comerme el mundo, no pensaba en eso. Me dijeron que lo tenía muy duro, recuerdo que, a escondidas, escuché que solo me quedaban cuatro o cinco años de vida y aguanté diez. Y a los diez me dio un segundo infarto el 20 de diciembre de 2000. Al valorar los efectos en qué había quedado, se supo que mi corazón estaba al 18%. Apenas podía andar, respirar o vivir.
Y así fue cómo comenzaron a deteriorarse otros pequeños órganos. Concretamente, en abril de 200, decidieron que lo mejor era optar por un trasplante de corazón. No lo dudé un momento y consideré que eso sería mi salvación. Estuve un mes entero haciéndome pruebas con muchas dificultades. Salí en el mes de mayo con todo hecho y en lista de espera. Por aquel entonces se hablaba de una espera de unos cinco meses. Fue e 11 de agosto de 2001 cuando me llamaron del hospital y me dijeron que tenían un corazón para mí e inmediatamente me fui para Sevilla. El donante era de Cádiz. Llegué me trasplantaron y tuve incidencias de todo tipo: rechazos y dificultades propias del nuevo corazón, que era como un niño chico. que nacía con problemas. Pero cuando acabé sobre los seis meses, se podía decir que el trasplante estaba consolidado. Pregunté sobre la duración de los remiendos que me habían puesto y me dijeron que el que había resistido más llevaba diez años viviendo. Me armé de valor y me dije a mí mismo que a ese le iba yo a mojar la oreja. Por eso, cuando el trece de octubre pasado hice once años,  quise dar una fiesta por todo lo alto.
-¿Qué sintió cuando le colocaron el nuevo corazón?
-Me quedé dormido y, cuando desperté por la mañana, noté que tenía como una bomba, como un motor muy fuerte en mi cuerpo. Pasé de tener un 18% de potencia a un 80%. Antes apenas me lo notaba y cuando ya noté los golpetazos del nuevo, más que una emoción era un estado de gracia. Estaba aislado en la unidad de trasplantados de Sevilla y lo único que pedí es que me despertaran si me quedaba dormido para poder ver amanecer. Fue una emoción muy serena, entre la normalidad y lo extraordinario. Sentía cómo el nuevo corazón me regularizaba todo mi cuerpo y hacía cumplir todas las funciones de todos mis órganos que, habiéndose encontrado en un estado mínimo, pasaron ahora a tener su máxima potencia. No sentí nada extrasensorial, simplemente material e interno. Valorar la importancia que tiene la técnica, dónde hemos llegado y cómo se pueden salvar vidas aplicando los recursos de la medicina. Y toda esa gente de los equipos de trasplantes -que es para pasarla a los altares- y no otros santos que están en otros lares. Porque son personas que sacrifican sus vacaciones y están dispuestas a operar a las pocas horas. Lo curioso es que quien me trasplantó a mi fue una mujer de 34 años. Es hermoso saber que en Andalucía tenemos gente tan capaz en todas las profesiones.
-¿Cuántas pastillas toma al día?
-En total veintidós pastillas y mire, el motor funciona bien, pero necesita los inmunosupresores. Éstos son drogas que tienen la misión de dormirlas y mantenerlas a raya para que no se coman el órgano ajeno que me colocaron. El cuerpo es tan sabio y tan complejo que sabe que eso no es suyo y lo quiere expulsar; para evitarlo se emplea la misma técnica que utilizaba el doctor Barnat. El resultado es que unos se morían a los tres meses y otros a los seis … hasta que llegó alguien que descubrió que no pasaba nada y que era un nivel de compatibilidad de todos los componentes del cuerpo. Fue cuando aparecieron los inmunosupresores y cuando se comenzó a tener una vida razonable. Pero me tomo las pastillas con alegría, aparte de que son tan listas que cada una sabe adónde tiene que ir, aunque es mejor tener un método para no complicarme la vida en las diversas tomas.
-Cómo ha sido su vida desde el trasplante?
-Ha cambiado mucho. Lo primero es el cambio en la vida profesional que se ha traducido en una casi inactividad, aunque últimamente estoy demasiado hiperactivo, porque mi hija está reactivando el despacho de economista que antes tenía y, como padre, si tengo alguna misión prioritaria es poder ayudar a mi hija. Pero también a los demás, a todo el mundo, ya que creo firmemente que no te regalan un corazón (quién sea la Providencia, la ciencia, la generosidad) para que se sea nada más que para ti. Hay que cuidarlo para poder hacer lo que pueda, si no no tiene sentido. Todo ese esfuerzo que hace la sociedad hay que revertirlo, en lo que se pueda, a la sociedad.. Lo que sí es cierto es que antes tenía unos criterios puramente economicistas y ahora tengo una conciencia plena de que estoy pagando lo que debo y ayudar al que pueda.
-¿Qué valora actualmente y cuales son sus prioridades?
-La paz, la paz y la paz … porque ella lleva a todo lo demás. Ella lleva a estar bien con la familia e incluso a no tener problemas económicos, ya que para tener paz no hace falta ser rico. La paz lleva también a que los amigos me sigan apreciando y siga haciendo otros nuevos, y me lleva a estar bien con los organismos públicos que estén aportando algo. La paz lleva a que, si hay que criticar algo, no me calle ni me lo coma por conveniencia. En fin, es esa paz que me hace sentirme bien con lo que estoy haciendo y con lo que debo, y que pido que -si me equivoco- me orienten para corregir. Me he quitado de muchas soberbias y muchos encabezonamientos porque, aunque es difícil dejar de ser como uno es, también es cierto que antes hacía más de sostenella y no enmendalla y ahora intento más enmendalla que sostenella.
En fin, yo antes a mi trabajo le dedicaba el 90% de mi vida, ahora no. Ahora hay cosas que no puedo y –sobre todo-  valoro mucho más las amistades, la tranquilidad y hacer cosas positivas que vea que revierten en bien para los demás. Eso me llena, aunque dar siempre hay que dar con un límite, pues no me gusta hacer el indio. Así que hay que dar con mesura y sabiendo que es aprovechado porque si no, encima te toman por tonto.
Lo que si es verdad que los hándicaps, los defectos personales, lo que uno tiene, lo acompañan también, porque el cambio de corazón es un puro elemento material que no te incorpora nada porque no hay una aportación de genes que cambie tus estructuras, lo que sí cambia es la actitud. El no haberme muerto ha posibilitado que haga cosas que de otra forma no hubiera hecho, pero no son grandes proyectos sino terminar los que tenía iniciados y seguir siendo útil. Ahora, cosas como un amanecer o un atardecer las veo y las siento de otra forma. Tengo que resaltar que el corazón que tengo es de Cádiz y estoy enlazado con Cádiz y, aunque no he conectado con la familia ni tengo intención, los quiero sin conocerlos y ya está.
Luis Aceituno era un hombre humilde que hablaba y hablaba y siempre quería hacer cosas por Frailes, como la mención de origen del vino de la Sierra Sur. Se involucró en ella y la pudo realizar, junto con otros fraileros, y así se fundó la cooperativa del vino, pero luego todo quedó en casi nada, porque después llegó el alcalaíno Juan de Dios Gálvez Daza con su dinero y la compró … y el sueño de los cooperativistas del vino quedó fulminado por el dinero.
Con Luis Aceituno me sentaba en la casa que se hizo en el Cerrillo Colomo, encendía el fuego de la chimenea y hacía café que tomábamos junto con las pequeñas chocolatinas que siempre tenía en la mesa. Luis quería ayudar en Frailes, promocionar sus cosas, su cultura, su vino, su agua –todo- y era capaz de ir y venir una y otra vez desde Sevilla a Frailes. En el verano de 2012 hizo una fiesta para celebrar el cumpleaños del  trasplante de su corazón e invitó a más de 200 personas en su casa. Y escribí esto en Ideal: ‘Gentes de toda condición llegaron a este lugar y cada uno, según Luis Aceituno, sabía porque había sido invitado, no era una casualidad ni los había invitado a voleo, todo tenía un porqué. Amigos de la infancia, compañeros de fatigas, políticos actuales, personas que le recordaban a sus padres. Gentes de Frailes, Alcalá la Real, Sevilla o Granada estuvieron presentes en este cumpleaños singular, de loor a la vida y de agradecimiento a la Providencia.

Luis Aceituno agasajó a sus invitados con todo tipo de alimentos. Desde
los clásicos embutidos de Frailes, el queso de Moisés, los vinos de Campoameno, hasta el asado del ecuatoriano Alipio Efraim, sin olvidar los dulces de Marieta y el servicio de una pleyáde de aprendices de camareros que con la ayuda de la Junta de Andalucía ofrecieron todo tipo de comida y bebida.           

            La música estuvo presente, con el hombre orquesta Curro, de Castillo de Locubín, que ofreció todo un recital de canciones de antes y de ahora, sobre todo pasodobles o tangos, así como canciones de Sabina que fueron coreadas por los presentes.
Así fue transcurriendo la noche y la madrugada, mientras el corazón de Luis Aceituno seguía latiendo, con diástoles y sístoles, sin parar, como en aquel amanecer en el hospital de Sevilla, cuando despertó y el nuevo corazón no le cabía en el pecho; ese corazón que le dio la paz que irradiaba y que no hace falta ser rico para tenerla. Luis vio la luna cómo brillaba, igual que el viernes en Frailes desde el Cerrillo Colomo, y pensó que iba a durar más tiempo en su vida, no los 4 años que le habían dado los médicos cuando, a sus 37 años, le tocó el primer infarto. Su vida fue cambiando paulatinamente, hasta que pasados otros diez años, el corazón que tenía no pudo resistir y hubo que aventurarse al trasplante y tener fe en la ciencia y en las manos de aquellos médicos jóvenes de la nueva Andalucía que seguían los métodos del doctor sudafricano Christian Barnat, precursor de los trasplantes.

Y por eso, cuando los médicos sevillanos le dijeron que la persona que más había durado en los trasplantados de aquél hospital sevillano era de diez años, pensó que él quería durar mucho más e hizo la promesa de seguir cumpliendo años con el nuevo corazón gaditano que late y late sin parar.
Y por eso, Luis Aceituno piensa que las cosas suceden por algo y no porque sí. Y también piensa que la Providencia no le ha regalado un corazón para que sea sólo para él. Dice que ahora su nuevo corazón ya no tiene más ganas de hacer cosas y que esas fuerzas que tiene las quiere revertir en la sociedad. Luis tiene conciencia plena de que está pagando lo que debe y por eso ayuda al que puede, como una promesa que se marcó aquella madrugada navideña cuando se despertó.
Tener un corazón nuevo es algo grandioso, pero Luis Aceituno no ha tenido un camino de rosas en su trasplante. Baste señalar que cada día tiene que tomar veintidós pastillas para que el motor funcione. El cuerpo es tan sabio que cada pastilla sabe la misión que se le ha encomendado, pero de tanto medicarse los órganos se van deteriorando y aparecen nuevas enfermedades  y los inmunosupresores le han ido ayudando hasta ahora. Pero se toma cada pastilla con alegría y ha tenido que idear un método para que no se les olviden. Esta es la manera de cómo está teniendo una vida razonable que espera seguir hasta que el cuerpo aguante.
Para Luis Aceituno la palabra que valora más es paz porque dice que ella le lleva a todo lo demás. A estar bien con la familia, a no tener problemas económicos, a que sus amigos le sigan apreciando y a seguir haciendo otros nuevos También la paz le lleva a criticar lo que entiende que está mal hecho y no se calle por conveniencia, sino que lo dice y ya está’.
Y Luis Aceituno siguió viviendo, y aunque lo fue por poco tiempo, tuvo tiempo de -en la Navidad de 2013- ir a despedirse de Michael Jacobs, cuando éste estaba en el hospital de la Salud en Granada. Tomó un tren en Sevilla, se presentó allí y le llevó chocolatinas al escritor inglés. A la semana moría él: su nuevo corazón dejó de funcionar, harto de pastillas, y se marchó como de puntillas, dejando a su mujer Gloria y a sus dos hijas. Ya no podré dar los paseos que  daba con él en Alcalá, ni recibiré sus llamadas telefónicas, ni podré caminar por los senderos de la Martina ni ir a la Hoya del Salogral. Ahora queda recordar a Luis como cuando empezó a trabajar en la cooperativa y venía a comprar algún bocadillo casa María la Betuna. Recordar cómo empezó a estudiar y no cejó hasta que se hizo economista y hombre sindical. Ni podrá escribir cosas de Frailes, como aquel librito que hizo para dar a conocer sus orígenes y su familia y se lo regaló a todos sus amigos. Al igual que los ejemplares de la ‘Mención geográfica del Vino de la Sierra Sur’, que también los fue regalando.
Luis se hizo socio de la sociedad gastronómica del Dornillo y acudía asiduamente a sus reuniones. Luchó para que los platos y comidas que hacían nuestras madres y abuelas quedaran en la historia para siempre y reivindicó las cosas del buen comer de Frailes y de la comarca de la Sierra Sur. Ahora seguirá mirando a Frailes desde su casa del Cerrillo Colomo, con su capa roja del Dornillo y su gran barba, haciendo planes y programas, y volviendo desde Sevilla una y otra vez, como un peregrino que anda y anda sin parar, sin dejar de hablar y si dejar de proponer planes para el futuro. Ahora, paseará por el Nacimiento, por las Roturas Altas y Bajas, por el Castillejo, por la calle Santo Domingo, y volverá hablar con Manolo el Sereno y con Michael Jacobs, los tres juntos, de nuevo -por Frailes- como tres mosqueteros que lo defienden por todos los rincones en donde siempre pasearon su nombre.

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