Aquellos días tristes de frío y de viento, de soledades, de andar sin equilibrio, aquellas horas deambulando por la casa natal, hurgando en la ropa de mi hermano, probándome sus zapatos rojos de gran punta y su chaqueta de cuero. Buscando en el arca de madera sin cerradura, oyendo a las vecinas cuchichear en la calle. Bajando a la calle Cuevas y subiendo, fumando un cigarrillo clandestino rubio, escribiendo cartas de amor a enamoradas sin cara. Escondido en aquella casa fría y mirando el tapete con el mapa de España y buscando los pueblos que me sonaban. Aquella radio de la que salían voces de otros lugares y la abría por detrás y allí no encontraba a nadie, solo una bombilla encendida y con polvo en todos lados. Aquel corral feo y sucio, lleno de animales, a veces enfangado por la lluvia y los excrementos de los cerdos de aquella zahúrda fea y sucia. Me vestía con mi ropa de domingo y me miraba en aquel espejo esmerilado, me peinaba y me observaba por delante y detrás, pensando en bailar con la más guapa de aquel lugar y bajaba al salón y entraba por la puerta y allí estaba la espiga dorada, como decía mi madre, me colocaba en el mostrador y la miraba. No me atrevía a abordarla, ella bailaba y bailaba y al fin me atreví, pero se interpuso otro bailarín antes que yo y desistí.
Volvía a la barra y entre el gentío todos hablaban al mismo tiempo, al final iba a pedir un baile a las más mayores que estaban sentadas en las butacas con sus madres y accedían a mi petición y sin mediar palabra bailábamos y soñábamos cada uno por su lado, dando vueltas y enlazados en el túnel de aquel tiempo y cuando la pieza acababa, sin mediar palabra, cada uno volvía a su lugar y así un baile tras otro. Me sentía solo y derrotado y al final de la noche el balance amoroso eran un par de pasodobles, un soñar mágico y una mancha de cubata en la ropa de los domingos, en aquella cazadora de colores llamativos que compré un día en aquella Granada mora y cristiana. Subía pensativo la cuesta de la calle Corral y en medio de ella, junto al huerto de los Amadeos oía la música de la orquesta Trébol y decía entre mí que otro día sería. Llegaba por la calle Horno a mi casa, empujaba la puerta y se caía el taco y entraba, tentando la pared y sin prender la luz, intuía el camino de aquellas escaleras de cal y canto y me encontraba en la cámara con aquel catre que consumía mis sueños, en aquellos días tristes, de frío y viento, de juventud perdida, de soledad.
Qué emotivo Santi. Un fuerte abrazo
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