Uno de los lugares que más me gustaba era el
río, ese río que une los arroyos de la Martina con el de los Barrancos y se
junta en las Cuevas, en ese puente que hay entre la calle Cuevas y la calle
Tejar. En su baranda nos hemos apoyado casi todos los fraileros. En los años
1960 y 1970, el río traía mucha agua y parecía un río de la vida. Los inviernos
eran muy lluviosos, largos y fríos y el río a veces llevaba aguas turbias y
aguas claras. En el invierno se formaba mucha arena en las orillas y había
algunos hombres dedicados a llevar esta arena a las diversas obras para
edificar nuevas casas y para que los albañiles la mezclaran con el cemento y
repellaran o rehabilitaran cualquier inmueble. Mi río se extendía más allá de la Hazarredonda hasta
llegar a casi la Ribera
Alta por el sur y, por el norte, hasta casi Sotorredondo. Era
una buena franja de agua, a veces con difícil acceso. En aquellos tiempos no
había lavadoras y la mayoría de mujeres tenían que lavar en el río. Se procuraban
una especie de piedras medianas y lisas, las calzaban en un extremo para que la
piedra y los vestidos se pudieran deslizar, las colocaban en la orilla del río,
procurando que hubiera balsa y allí hacían su colada. Las mujeres estaban casi
todo el día lavando: sábanas blancas, pantalones y chaquetas, mantas y todo
tipo de ropa. Primero le daban con jabón, hecho por ellas mismas, con turbios
del aceite y sosa caústica, le daban pulpejo para quitarle las manchas,
aclaraban la prenda y le daban otro ojillo. Después tendían la ropa por los
juncos o rosales que por toda la orilla había, y esperaban que se secaran. Iban
sus hijos con ellas y desde la baranda
los hombres las miraban. El río estaba salvaje, y no había un cauce protegido,
de forma que, detrás del salón de Manolín, la gente iba por allí para hacer sus
necesidades, detrás de una serie de
mimbres que habían plantado.
En verano, los nenes íbamos mucho río arriba
y río abajo, hacíamos pozas en sitios estratégicos y nos bañábamos, nos
tirábamos desde una piedra más alta y dábamos tales panzazos que la barriga se
nos ponía roja del porrazo que recibíamos en ella al chocar con el agua. Los
más listos se tiraban de distintas maneras para evitar aquellos panzazos.
Buscábamos todo tipo de bichos, sobre todo cabezolones, una forma de pez
hibrido que los metíamos en latas para llevarlos a nuestras casas, luego
nuestras madres los tiraban y vuelta a empezar. En la Hazarredonda había
paisajes de encanto y, al mismo tiempo, estaba cerca de las fincas con frutales.
Por ello, nos bañábamos por allí y -de camino- cuando nos daba hambre, hacíamos
incursiones a los perales, cerezos y manzanos que por allí había. Casi siempre
cargados de fruta, unas veces verde, por lo que se nos ponía el hocico
irritado. Pasar por algunos lugares del río era muy peligroso, ya que había una
especie de cahorros que tenían gran profundidad y el camino era abrupto y con
grandes piedras afiladas, de tal manera que el que se caía, daba un chilancazo
y, si no sabía nadar, se tiraban los nadadores a por él. A veces yo caía en un
sitio de éstos y llegaba a mi casa chorreando y llorando y, como no había
mudas, mi madre me empelotaba y colocaba la ropa al sol para que se secara.
Otras veces subíamos hasta Sotorredondo, por las Eras del Mecedero y la calle
Tejar, en la huerta de Patarito, nos tiraban piedras y alguna dio en nuestras
frentes. Subíamos por la orilla, con aquellas sandalias de goma que nos dejaban
la señal marcada en nuestros pies. También buscábamos moras por los lugares en
multitud de zarzas. Las moras más negras y maduras tenían un sabor muy rico y
nos peleábamos entre nosotros por cogerlas. El río era un lugar de
entretenimiento, de juego, de peligro, un lugar que nos daba mucha libertad
para nuestros juegos. Pero en invierno no se podía bajar a él, porque era aún
más peligroso y te podía llevar la riada. A más de uno le pasó: quiso pasar el
río por medio de piedras y, al no guardar el equilibrio, la corriente se lo
llevaba. Entonces había que sacarlo por los lugares que eran más accesibles.
Después, en los tiempos más modernos, el río se fue secando, ya no llovía tanto
como antaño y hubo mucho tiempo en que el cauce venía seco. Ya no se veían los
patos de Amadora la Rubia
o de mi madre. Podemos decir que el río estaba más “aburrido”.
La Juanela, una mujer que vivía
junto al río en el barrio de Triana, tenía un gato que era un espectáculo ver
cómo pillaba golondrinas. El gato se colocaba entre los juncos y, cuando pasaba
una golondrina a ras del agua, se tiraba a por ella y la cogía con sus garras y
casi nunca fallaba. La gente se agolpaba en la baranda del río para verla
habilidad del gato “atrapador” de golondrinas. Estas aves eran casi sagradas
porque, cuando éramos pequeños, nos
decían ellas le habían quitado la corona
de espinas a Jesucristo cundo estaba en el Gólgota, en la Cruz. Otras veces eran
los gitanos los que armaban el espectáculo, como Valentín, el gitano que más
arte y maña tenía para hacer canastas y canastos de mimbre. Las cortaba en el
mismo río, las pelaba y, con una habilidad extraordinaria, en un periquete
hacía un canasto y en un par de horas una canasta. Después se los colgaba al
pescuezo e iba a venderlos por las calles. Con lo que le daban podía comer,
aunque también podía suceder que se lo gastara en vino, ya que pillaba unas
cogorzas de campeonato. Aún lo veo con sus dedos habilidosos, con su cigarro en
la boca y su gorra en la cabeza, sorbiendo, fumando y elaborando su canasto del
día.
El río sigue en Frailes. Hay años que tiene
más agua y años que no trae ninguna, depende pero, eso sí, sigue sucio debido a
que muchos fraileros tiran todo tipo de basura a su cauce. Decidimos limpiarlo
y para ello se crearon algunos grupos ambientales, el primero de los cuales fue
el del alcalde Antonio Mangote.Éste nos compró unas botas a cada uno y
recorrimos todo el cauce sacando de todo. El hedor que desprendía nos tiraba
para atrás, pero seguíamos limpiando hasta que nos hartábamos. Después, durante
el gobierno socialista y popular, se siguió limpiando el río, contribuyendo a
ello algunas asociaciones ciudadanas … pero el río sigue sucio por muchos
sitios y la conciencia vecinal total aún no ha llegado.
Los barrios fraileros en aquellos tiempos
estaban muy definidos: unos eran del barrio la Iglesia, otros de los
Picachos y otros éramos de las Cuevas. Por ello había una gran rivalidad y, a
veces, incluso pequeñas ‘guerras’ que solucionábamos a pedrada limpia. En el
barrio de la Iglesia
recuerdo al Tite y a sus hermanos, junto con Paco el del Practicante, los
Amandos, Florencio y Paco Moya, todos de casi de la misma edad. Eran hijos de la Zapatera y sobrinos del
maestro don Florencio. Emigraron a Barcelona y algún que otro verano asomaron
por el pueblo. A otro hermano le gustaba mucho cazar la perdiz con reclamo,
tanto que algunos inviernos venía expresamente desde Barcelona para eso. José
Miguel y Antonio Vallecillos vivían en la calle Rafael Abril, en donde también estaba la farmacia. Allí recuerdo que
estaba Manolo el Sereno y sus hermanas, sobre todo la Carmelita, que se encargaba
de vender las medicinas. Aquella casa la compró después Antonio el Tano, que
también estuvo en Alemania mucho tiempo. Uno de sus hijos, Antonio, se hizo
policía nacional y se casó con la Pancarta.
Ahora vive en Getafe. Otro era David, casado con una hija de
mi primo José Pareja. Se marchó después a Mallorca. También vivía por allí,
Antonio Vallecillos, un barbero que sacaba las muelas al método más tradicional
y bárbaro, con unas tenacillas y a la fuerza bruta. Tuvo tres hijos: uno se fue
a Holanda, otro era José Miguel y otro Antonio que estudió Magisterio. Se hizo
maestro y se casó con una mujer de Castillo de Locubín. En la misma calle vivía
también Pepe Malabrigo, marido de Amparo, hija de Dominga. Pepe Salazar no era
de Frailes; lo recuerdo con una moto Vespa y sobre todo porque llegamos a ser
amigos y compañeros en el juego de la Escalera en la Cueva. También vivía allí
Antonio Romero, marido asimismo de otra hija de Dominga. Tuvieron una hija,
Mary Loli.
En esta misma acera tenían su casa Los Pepillos,
en un inmueble que daba a las dos calles, la calle Anguita por abajo y la calle
Rafael Abril por arriba, y que tenía un portón grande por donde salían las
yuntas de mulos. A su lado se construyó una fuente. José Garrido tenía fincas y
era agricultor, además de ser el jefe del Sindicato. Tenía dos hijos, Pepe el
mayor y Horacio el menor. Recuerdo a Pepillo Garrido en la finca que tenía
antes de llegar a la aldea de Santa Ana, por la Casilla del Barro. Una vez
tuve que ir allí desde Frailes, andando,
a que me firmara un papel de una beca.
Don Francisco Zafra Escabias, que vino de
Valdepeñas, era el practicante. También vivía en la calle Rafael Abril y
también tenía varios hijo: la mayor, María Luisa, que estudió Farmacia en la Universidad de Granada
y llegó a ser profesora de esa entidad; Merceditas, un año mayor que yo y muy
guapa, a la que me gustaba mucho verla cuando entraba a misa. También se fue a
Granada a vivir. Por último estaba Paco, un seminarista siempre con su moto
Derbi. Se hizo policía secreta y estuvo en el País Vasco para -finalmente-
trasladarse a Málaga. Una vez me contó que era él quien hacía las fotos de los
atentados de ETA. Recuerdo el olor a alcohol del Practicante. Acostumbraba a
poner las inyecciones en su propia casa, aunque también iba al domicilio de los
pacientes. Llevaba un maletín para guardar los utensilios de su trabajo, con un
pequeño estuche donde tenía las jeringas y unas agujas grandes a las que les
ponía alcohol y le metía fuego con una cerilla para purificarlas. Yo me quedaba
absorto viendo como ardía el alcohol entre las jeringas y las agujas, entre una
llama azul en el exterior y brillante en el interior. Don Francisco Zafra
Escabias fue alcalde y perteneció a la élite del franquismo frailero. Cada día
se iba a la Cueva
o al casino de Cristóbal, después de comer, y allí se jugaba el dinero. Una vez
le tocó la lotería, ceo que unos tres millones de pesetas de aquellos de los
años 60, y se compró una finca en Alcalá, por lo que ahora se conoce como el
barrio de Condepols. Era cuñado de don Antonio el Maestro e iba en moto a hacer
las visitas a sus pacientes. Tenía una risa que contagiaba y unos dientes muy
blancos.
En la misma calle vivía Rafael Moya, también
alcalde, el primer edil franquista y el representante oficial de aquellos
tiempos. Manolo el Sereno fue buen colaborador suyo. Lo recuerdo en la Hazarredonda, con los
pies bañados por el agua del río y el pantalón subido. Como a Lopecillos, que
trabajaba en el Ayuntamiento de pregonero, y le llevaba la cerveza fresquita
que había sido metida, previamente, en las aguas del rió. Recuerdo que le
alquiló a mi padre un local, junto a mi tienda, un inmueble que se puede decir
que salió del río, ya que hicieron una pared y allí edificaron una habitación
pequeña en donde mi hermano Antonio montó una taberna. Tuvo tres hijos, la
mayor que se fue a Córdoba, Pepe Moya ‘El Suave, alegre y jovial, que se hizo
policía secreta y estuvo en Málaga. Se casó en Alcalá la Real, con una mujer de la
familia Bravo, se hizo un chalet en la Dehesilla y murió con unos 60 años de una mala
enfermedad. Era un hombre afable, divertido y bien parecido. Su hijo Rafael
Moya era un par de años mayor que yo, hizo carrera en el ejército y vive en
Galicia jubilado. Muchas veces vuelve a Frailes y se junta con Luis Raya, Juan
Alba o Eduardo, el sobrino del cura don Francisco. Éste alcalde realizó varias
obras en las calles y comenzó a poner el agua potable en las casas. Me acuerdo
cuando en mi casa hubo agua y ya no había que ir a la fuente. Nos juntábamos
las familias del barrio para ponernos de acuerdo en las obras, abrieron zanjas
y colocaron tuberías y, en unos cuantos días, el agua estaba en nuestras casas.
Mi padre hizo una especie de pilas en mi casa y el agua era casi gratis. No
había contadores que midieran el gasto y mucha gente tenía siempre abierto el
grifo. El agua abundaba en Frailes, pero también se desperdiciaba bastante,
hasta que llegó don Antonio Lucas Mohedano, maestro y uno de los últimos
alcaldes franquistas, y comenzó a colocar contadores en el consumo del agua
para regular esta fuente de riqueza, labor que luego finalizó el alcalde
Antonio Mangote con el nuevo fontanero José Cano Gálvez. Esta labor la siguió
Gálvez, vuelto de Madrid en 1982. Abandonó su empresa y, aunque ganaba menos,
quiso trabajar en su pueblo y llevar una vida más ordenada. El problema de los
contadores de agua aún se arrastra, porque todavía alguna gente no los ha
colocado en su vivienda y no es consciente de que el agua es un bien público
que hay que cuidar. Se sigue gastando el liquido elemento y, encima, algunos
van al Ayuntamiento a protestar, a decir que el recibo del agua ha sido muy
alto. Hablamos de unos 70 euros al año,
pero no dicen que han tenido el grifo abierto.
En la placeta de José Antonio Primo de Rivera
estaba la familia de José Castro, otro agricultor con varios hijos: José, que
tuvo un negocio de panadería en Alcalá, siguiendo la saga su hija Marieta y
Pedro; Antonio, que también montó una panadería en la calle Picachos, la de los
Pompas, donde aún siguen sus nietos haciendo ricos panes y deliciosos dulces;
el Tite, que se metió a la
Guardia Civil y se marchó de Frailes; y una hija que se casó
con un veterinario titular que vino a Frailes.
También vivía en esta plaza doña Ángeles, la
persona que se encargó de la central telefónica cuando llegó al pueblo el
artilugio de Bell. En aquella casa se instaló una central y doña Ángeles nos
conectaba interior y exteriormente hasta que llegaron los teléfonos
automáticos. Tenía muchos cables de algunos colores y una especie de pantallas
con agujeros. La gente la llamaba y le decía: “!doña Ángeles, póngame con
fulano o zetano”! Y ella conectaba los cables y la gente hablaba. Otro asunto
distinto eran las conferencias con el exterior. Había veces que tardaban horas
y horas y era un latazo tanto esperar. Pero el teléfono fue un avance muy
grande y puso en contacto a familias que estaban fuera y a veces muy lejos.
Poner o tener una conferencia era un signo de distinción social. Doña Ángeles
avisaba sobre la hora y la gente iba allí a su casa y esperaba a que aquello se
pusiera en marcha. Ahora llevamos cada uno una central telefónica en el
bolsillo y estamos conectados día y noche.
Doña Ángeles tenía varios hijos: uno de ellos
era Pepe, empleado del Ayuntamiento; otro Horacio, maestro de escuela; Antonio,
policía nacional; y una hija, Dolores Mercedes López, que se casó por poderes y
estuvo mucho tiempo en Venezuela. Después volvió a Frailes con su marido y su
hijo Horacio. Los fraileros les decían los ‘Bolívares’. Él era técnico de radio
y televisión y arreglaba aparatos de estas materias. Lo sigo viendo con su
coche azul, pasando por estas calles de Santa Lucía, por la carretera, o
acudiendo al consultorio médico muy de mañana.
El Ayuntamiento también estaba en la misma
plaza, un edificio viejo y feo, con una habitación al lado, la cárcel. Tenía un
portón de madera pintado de gris y en el piso de abajo vivía Manuel Moya Milena
con su familia, ya que era el municipal y ordenanza. Muchas veces vestía de
uniforme gris con gorra de plato y llevaba una pistola. Manuel hacía de todo,
desde albañil hasta arreglar aparatos y motos. Recorría las calles, iba al
correo, ponía multas, cobraba recibos, un hombre para todo. Por las tardes lo
veía en el Barrihondillo haciendo obra, subiendo unas piedras muy grandes y
construyendo una cochera. Allí se pasaba los días, a brazo partido con aquellos
peñascos. Mil artilugios y decenas de herramientas para arreglar bicicletas,
motos o coches. Hasta su hijo le trajo un Land Rover de Valencia. Manuel se
hizo una casa en la calle Dr. Fermín Medina y tardó no sé cuántos años en
terminarla. Él compraba también los materiales y, prácticamente, se lo hacía
todo y poco a poco conforme la obra se iba transformando. Un día remataba una
pared, al otro encofraba una columna o trazaba las escaleras. Además de
albañil, era agricultor, así que se iba al campo de su propiedad y recogía su
aceituna. Al fin terminó la casa y vivió en ella con su mujer, aunque tenía
otra pequeña en la calle Cuevas, junto al río. Ésta la alquilaba, primero a la
entidad financiera Fidecaya y después a gente particular y a alguna familia
extranjera. También montó allí una tienda, que alquiló para una zapatería.
Yo fui compañero suyo en el Ayuntamiento y
muchas veces contaba y contaba historias sin parar. A su padre le decían
Ministro y tenía una casa en la calle Almoguer. Era un hombre alto y enjuto,
subido a una moto o a un coche, haciendo mezcla de cemento y arena. Manuel Moya
Milena, con un palustre, con un Citroen dos caballos, con una vara de la
aceituna y -a su lado- su mujer Mercedes, hija de Amadeo. Manuel hombre para
todo, un Leonardo da Vinci frailero que lo mismo hacía de fontanero, de
mecánico que de albañil; igual le daba una instalación eléctrica o unos suelos
a los olivos. Manuel me correteó cuando yo era chico y, porque no le hice caso,
me puso una multa económica y administrativa por salir corriendo y saltarme una
pared de las escuelas de las Eras del Tejar. Ahora, a Manuel lo veo en la calle
Cuevas, en una silla de ruedas empujada por una mujer rumana y pienso en él y
repaso nuestra vida juntos y todas aquellas historias que me contaba y que
ahora no recuerdo, porque tenía que haberlas apuntado, pero se me olvidaron en
el baúl de la vida.
En otra casa, al lado del Ayuntamiento, vivía
Paquita Raya, la organizadora de los bailes. Aquella vez que trajo un mono a su
casa, un simio pequeño y revoltoso que fue la atracción de Frailes durante
algún tiempo. La gente iba a verlo, niños y mayores, y el monito hacía de las
suyas: a veces mordía y era peligroso y, aunque lo tenía atado con una pequeña
cadena, daba grandes chillidos y enseñaba los dientes cuando se enfurecía. Los
nenes y los grandes íbamos a la casa de Paquita Raya para ver aquél mono,
traído de no se dónde, como algo exótico, bastante raro. Un mono que enseñaba
sus dientes, parecía que se reía de todos los que íbamos a verlo y chillaba
cuando se agolpaba la gente.
Allí también había un casino, regentado por
Cristóbal, a quien recuerdo bien. Después se hizo cargo de él Adela la Hilaria, que compró
aquella casa y montó allí su negocio. Tenía una habitación con mostrador y unas
mesas. Un poco más allá, otra habitación con más mesas, en donde jugaban a las
cartas y al dominó. Y, al fondo, había un patio con jardín. Clientes asiduos
eran el Practicante, Pepe Salazar, la gente del Ayuntamiento, Antonio
Vallecillos … hasta los que no podían aguantar mucho tiempo en misa. Éstos se
salían en el sermón y se iban a visitar a Adela. Ésta los recibía allí a todos,
les ponía la cerveza, el vino, el vermouth. Y era un alivio para los que se
escaqueaban de la santa misa. Adela era una mujer de una voz pausada y bastante
curtida en la vida.
En la casa principal, la mejor y la más
grande de la Placeta
de José Antonio Primo de Rivera, vivían los Amandos. Mercedes López García
habitaba allí con sus dos hijos, Ezequiel y Fermín. Era una casa diferente, a
la entrada tenía una puerta grande de buena madera y, al pasar, podía verse las
paredes cubiertas de un mosaico especial. Había otra gran puerta, antes de
entrar a la casa propiamente dicha, con un timbre para llamar. Por la rendija
de aquella puerta se veía que la casa era señorial. Una escalera enfrente para
acceder al piso superior, rematada con una escultura de una cabeza negra. A
mano derecha, una habitación grande, a donde entré un par de veces con Fermín,
uno de sus hijos, con el que hice amistas a pesar de ser cinco años mayor que
yo.
El jardín lleno de flores, desde donde se
podía ver la iglesia y la gente que entraba a misa. Al padre de Ezequiel y
Fermín no lo conocí. Mi madre me habló de él y me dijo que -en la Guerra Civil- habían pelado al
cero a muchas mujeres, entre ellas mi tía Regina. Los Amandos eran diferentes,
tenían otro porte, vestían bien, tenían coche y buenas fincas que las llevaba
su tío Custodio, hermano de su madre, vecino en otra casa al lado. Ezequiel y
Fermín estudiaron con los curas en Granada. El primero no terminó ninguna
carrera, pero Fermín sí: se licenció en Filología Inglesa en la Universidad de Granada.
Ellos formaron parte de la pandilla de jóvenes de aquellos tiempos, con
Paquitín Tello, Pedro Alcaide, David y Miguel Tello Vallecillos, Antonio y Paco
Trujillo, Manolo el Sereno, Pepe y Rafael Moya, Pepito el de la Cueva, Hereodos, Antonio el
de Morales, también David Tello el del Sindicato, Juan y Luis Alba y algunos
otros. He tenido mucho trato con Ezequiel y Fermín y venían mucho a la taberna
de mi madre en la calle Tejar. Ezequiel se hizo cargo de las fincas de su
familia junto con su tío Custodio. Le gustaba la caza, afición que ejercía en
un cortijo que tenían en la Hoya
de Charilla, allí en donde la familia tenía piaras de cabras y ovejas guardadas
por un cabrero que vivía allí durante todo el año.
Se juntaban sus amigos cazadores y, cuando terminaban
de cazar, hacían una comilona para terminar ‘despellejándose’ el dinero jugando
a las cartas. Yo fui a aquél cortijo varias veces con ellos y con algunos
amigos y algunas amigas. Nos bañábamos en una piscina que tenían, comíamos … y
algunas veces hasta bailábamos. Era una buena finca con cerezos, otros frutales
y, lo más importante, que tenía riego.
Ya he dicho que Ezequiel y Fermín eran
hermanos y en la época de la que os estoy hablando a lo largo de éstas páginas,
iban casi siempre juntos; pero son muy distintos. Al ser Ezequiel mayor, éste
ha tomado la iniciativa, sobre todo en las cuestiones económicas de la familia.
Ezequiel pasaba mucho por la taberna de mi madre, bebía cubalibres y vino de
marca, a veces llegaba con amigos cazadores, bebían y bebían y otras veces
organizaban una partida de cartas con dinero. Comenzaban bien, consumiendo
mucho y dando propinas, pero después los ánimos se iban encrespando y a veces
hubo situaciones desagradables, pero seguían y seguían jugando a las cartas hasta
el amanecer, con momentos deplorables y violentos que -por suerte- no llegaron
nunca a males mayores. Los que perdían quedaban como derrotados, se pedían
dinero unos a otros para tratar de recuperarse, aunque al final casi siempre
ganaban y perdían los mismos.
Es verdad que en el juego con dinero se
conoce a los hombres. Yo miraba a aquellas caras y sabía quién iba perdiendo y
quién iba ganando, bastaba ver la expresión de sus rostros que los delataba. Al
final alguno se iba sin pagar, pero generalmente eran buenos pagadores y aquellas noches de
insomnio me salían medio bien económicamente. Lo malo era cuando me pedían
prestado. Entonces yo les contestaba que
mi madre me había dicho que para jugar a las cartas no se prestaba dinero.
Con Fermín Mudarra también tuve amistad. Era
más intelectual que muchos de su pandilla, se acercaba a mi taberna unos días
con su tío Custodio, otras veces con Luis Raya, otras veces solo. Bebía
cubalibres por la tarde y vino y cerveza por la mañana. Tenía éxito con las mujeres,
pero no se comprometía con ninguna. Conmigo vivió unos meses en Granada y logró
terminar, en un pequeño piso frente a Galerías Preciados, su carrera de
Filología Inglesa. Hombre tímido y respetuoso. Siempre hablábamos de los libros
que habíamos leído y me contaba en el pub Sierras sus andanzas en los meses que
estuvo en Inglaterra. Me decía que cuando algún camarero inglés le preguntaba
qué cerveza iba a tomar, él respondía the best, o sea, la mejor. También me
contaba que en Inglaterra la vida era diferente, los jóvenes no tenían reparos
en practicar sexo y hacían party o fiestas en las casas. No era raro ver en
cualquier habitación una pareja liados y haciendo sexo. Era un buen conversador
y muy agradable. Cuando me lo encontraba en cualquier bar o taberna, le
preguntaba que qué hacía, y él me respondía ‘levantando el codo’ y lo remataba
con la señal correspondiente.
Con los dos hermanos, Ezequiel y Fermín, he
compartido muchos momentos. Con Ezequiel iba algunas veces a Alcalá y sabíamos
cuando nos íbamos, pero nunca cuando volveríamos. Ezequiel era muy trabajoso,
se enrollaba y se enrollaba de tal manera que se podía tirar toda la noche en
la barra de la discoteca ‘Belle Epoque’ de Alcalá. Improvisaba bien, siendo a
veces misterioso y otras divertido. A las mujeres las hacía sufrir alardeando
siempre de su independencia. Fui a algunas fiestas con él como, por ejemplo, a
la feria de Valdepeñas y, cada uno con una mujer, nos tenía allí hasta las
tantas. Al volver por la carretera de la Martina, en plena madrugada, paraba el coche,
ponía música y nos decía que contempláramos las estrellas. Cuando murió su
madre, en el año 2008, los dos hermanos se fueron a vivir a Granada, a un piso
que tenían en la Avenida
de Calvo Sotelo, pero volvían a Frailes muy a menudo. A Fermín lo recordaré
siempre con sus botas camperas altas y de cuero, su pañuelo al cuello y con
bigote. Lo recuerdo mayormente en las tabernas y en la plaza de la iglesia,
cuando desde la baranda de su casa se asomaba y nos decía ¡!pecadores!! a los
que íbamos a entrar a misa.
A Ezequiel también lo recordaré siempre. Me
dice Chaplin y se ríe, y me cuenta que quiere vender la casa, la casa grande y
vacía que ahora está en la Plaza
de Miguel de Cervantes y antes estaba en la Plaza de José Antonio Primo de Rivera. Y yo le
digo que lo que tiene que hacer es declararla Bien de Interés Cultural y
vendérseela al Ayuntamiento. A veces viene al Consistorio y nos saludamos, y
recordamos aquellos tiempos del cuplé, cuando se montaba en su coche Renault
Gordini y nos llevaba a Alcalá. Ahora sigue viniendo por aquí, arreglando la
casa de los Amandos, le hace obra, la pinta, la adorna, pero no la vende. La
debería comprar el Ayuntamiento, pero ahora no hay dinero para ello. Con las
obras del Balneario, toda la economía municipal parece que está secuestrada. Lo
ideal sería que la donaran al Consistorio, pero eso parece imposible.
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