El
tiempo fue pasando para todos y cada vez las visitas se hicieron más largas
para vernos, pero cuando alguna vez volvía, seguíamos hablando. En las últimas
ocasiones la salud ya salió a relucir, la pérdida de memoria, los huesos, las
copas que ya no tomábamos, en fin, como siempre, como todos, la vida es
inexorable y detrás de un día llega otro. Pero su figura sigue siempre en mi
mente, con sus gafas, sus polos de verano, sus sandalias, sus libros, su hablar
pausado, aquellos días de fiesta cuando íbamos a Alcalá la Real hasta la madrugada y -a
otra mañana- cuando llegábamos a Frailes, veíamos cómo ya iban los hombres del
campo a trabajar. Con Abelardo siento algo como si me hubiese dado el gusto y
la búsqueda de lo prohibido, el encuentro con otra forma de pensar, como si me
hubiera abierto algún camino nuevo, una forma de ver la vida, basada en el
razonamiento. Algo que aún nos estaba prohibido y que, leyendo aquellos libros
que tampoco eran cosa de otro mundo, te hacía soñar con una sociedad diferente
como, por ejemplo, el reparto de la riqueza.
Pero
en aquella juventud aquellos sueños pronto se desvanecían, seguíamos en una
sociedad dictatorial y había que arriesgar la vida por conseguir derechos
habituales, básicos de andar por casa. Todo era clandestino, prohibido, menos
ir a misa o ir a bailar, ver el fútbol o cantar. Y dentro de aquél mundo,
aunque no era asfixiante, Abelardo era un oasis que te permitía poder hablar
con él de todo. Fue sindicalista, viajó a Cuba, se casó y se divorció,
perteneció a algún partido político, clandestino y de izquierdas, igual que
trabajó en empresas de alto fuste porque hasta tuvo secretarias. Venía a
Frailes con un BMW, o se calzaba unas zapatillas o un pantalón corto.
Finalmente, casi no nos vemos. Sólo nos enviamos algún correo electrónico o nos
felicitamos por Navidad, como casi todo el mundo. Pero aún recuerdo su chalet
de la calle Mecedero, 2, los baños en su piscina, el café que nos traía su
madre, aquella mala noticia de cuando la policía franquista lo metió en la
cárcel, las visitas a Mures a ver a sus tíos, los bailes hasta el amanecer, los
paseos y los días, aquellos días jóvenes, con entusiasmo, aventureros, sin
pensar, sin ser conscientes de lo jóvenes que éramos, buscando la ‘felicidad’,
buscando la vida, buscando el amor, buscando trabajo, conociendo,
experimentando la amistad. Ahora, que no nos vemos, repaso nuestras vidas y mi
mente va en busca de ellas. Un día mi madre le cosió un pantalón, ya ves, mi
madre que no sabía casi coser, incluso no le gustaba pero lo vio como
desprotegido. Cuando vino su hermana Sofía de Venezuela, tan guapa que todos
nos enamoramos de ella, parecía una princesa, despertaba admiración por donde
iba. Todos le pedíamos que bailara, suspirábamos por estar con ella. Era como
una estrella joven que había venido de allende los mares. Una vez pude bailar
con ella y no pude salir de mi asombro.
Su
hermana Toñi, que vivía en Frailes con su tía Encarnilla, la veía en el salón
de Manolín, con aquel vestido blanco. Pasaba por la puerta de mi casa, a misa,
a pasear a los Baños, a estudiar a Granada … y se fue a Valencia y a las Canarias;
allí trabajó en Telefónica y ahora vuelve a Frailes a ver a su madre. Ha
rehabilitado la casa de sus tíos en la calle Tejar, aquella casa que tenía un
huerto y un estanque. Su tía Encarnilla era devota de San Antonio e iba a la
ermita de la calle Rosario y le colocaba cerezas de su huerto, y muchas mujeres
le hacían promesas para que les saliera
un buen novio.
VEINTIUNO
En octubre de 1961 me fui a estudiar el
Bachillerato al COPEM de Alcalá. El
viaje y el accidente para hacer el
examen de Ingreso en Jaén, me trajo buenas consecuencias como el que, sin tener
que examinarme, el gobierno de Franco me diera una beca y la oportunidad de
poder estudiar en un centro oficial de Enseñanza Media. Fue como un regalo
inesperado, algo que me convirtió en un elegido del destino, yo, el hijo de la Betuna, podía estudiar como
los ricos, codearme con ellos y aprender y formarme. Conmigo vino Antonio
García Barrero, el hijo del Parde, los dos únicos que pudimos conseguir una
beca en aquellos años. Un día, cuando mi padre me trajo los libros de primero
de Bachillerato y los colocó en una silla de mi casa de la calle Horno, los fui
repasando. Eran textos de Religión, de Geografía, de Matemáticas, de Dibujo, de
Formación del Espíritu Nacional y de Lengua. Los fui mirando -uno por uno-
aquellos libros que me había traído mi padre de una librería alcalaína, y
experimenté una sensación de bienestar y futuro en aquellas cuatro paredes de
mi casa.
Mientras, mi padre me aconsejaba que mirara
por ellos. ¡Cómo no iba a mirar por aquellos libros! Los olí y los acuné como
algo sagrado, como algo importante, lo más importante que me había ocurrido
hasta el momento y, casi con reverencia, los coloqué en una repisa pequeña que
había, hasta que empezaran las clases un día de octubre en Alcalá. Y los forré
para que no se mancharan y leía alguna de sus hojas y eran diferentes a todos
los libros que había tenido hasta el momento. Estoy hablando de las cartillas,
del ‘Hemos visto al Señor’, de ‘Lecturas de Oro’ y de las enciclopedias que compendiaban
todo tipo de asignaturas. Ahora tenía un libro por cada asignatura para leerlo,
para estudiarlo, para aprender nuevas cosas, nuevos conocimientos, nuevos
caminos que se me abrían. Poder ir a Alcalá, vivir allí, pasear por sus calles,
yo que sólo la había visitado en contadas ocasiones …
Quizás me había llevado mi madre antes de los
diez años sólo a ver la Virgen
de las Mercedes, comprarme un polo en la heladería Ferreira y pasear por aquel
paseo con árboles grandes y sombras. Ver la fuente aquella que tenía objetos
labrados, el hombre que dirigía el tráfico, con un gorro como una escupidera de
lata en lo alto de su cabeza, y que daba pitadas y levantaba sus manos con
ligereza y soltura fueron escenas novedosas para mí.
El Llanillo en todo su esplendor, con
aquellos balcones y miradores, farmacias, el Casino y aquella fuente-taza que
manaba chorros de agua sin parar. Iba a ir a Alcalá a estudiar, como mis amigos que iban a
Granada, ya al Ave María, ya a los Escolapios. Era como un sueño. Yo había ido
una vez a Alcalá a un concurso de Catecismo Nacional que tuvo lugar en las
Escuelas de Palacio. Quedé el segundo y me acordaba de lo que aprendí, por
ejemplo, que era cristiano por la gracia de Dios, que ser cristiano quería
decir ser discípulo de Cristo, que nos hacemos cristianos por el santo Bautismo
y que hay que creer en su doctrina. Me enseñaron también que nos llamamos
católicos porque somos hijos de la Iglesia Católica. Y así durante más de 20
lecciones que aprendí de memoria, repitiendo y leyendo una y otra vez.
Ya he dicho que había ido a Alcalá antes de
mis nueve años para ver a la
Virgen de las Mercedes en su iglesia de Consolación. Mi madre
me hablaba de ella y de los milagros que había hecho. Eso yo ya lo sabía, y también sabía que el 15 de agosto
era el día más grande para los alcalaínos y para los fraileros que, desde por
la mañana, se subían a las alsinas de Contreras para pasar el día en Alcalá. Un
autobús tras otro salía hacía la ciudad de la Mota, repleto de fraileros y de cortijeros que
volvían de madrugada, después de tomarse un helado o un bocadillo de atún; y
después de ver el cine o de asistir a la procesión.
Era un día redondo, caminando en el Paseo de
los Álamos o llevando una vela. Un día de fiesta para disfrutar de los cohetes
que subían al viento. Muchas veces disfruté del día de la Virgen, en mi infancia y
juventud, desde pequeño, cuando me llevaba mi madre y me presentó en
Consolación, en aquella alsina de Contreras, atestada de gente, por aquella
carretera polvorienta que pasaba por el Nogueral, la Ribera Alta, el Salograr, la Casilla del Barro, Santa Ana, Fuente del Rey y Alcalá.
Y me fui a vivir a Alcalá, con apenas diez
años, solo. Mi madre me había encontrado un lugar para hospedarme, y no podía
ser otro que en casa de Pepe Alameda, el Cantarero, y su esposa Ramona. Pepe
era un hombre alegre, campechano, trabajador, agradable y Ramona era obesa y
buena. Tenían dos hijos, Pepe y Paco, un poco menores que yo. La cantarería la
tenían en la carretera de Granada, allí iba al mediodía a comer, pero para
dormir en su domicilio, con un matrimonio mayor en la calle Fuente Nueva, la
vía que comienza en el Pilar de los Álamos y sube desde el Llanillo hacía los
Tajos. Llegaba los lunes por la mañana a Alcalá en la alsina y volvía los
sábados por la noche. En aquellos años el viaje de Frailes a Alcalá se hacía
por la mañana a las siete y media, el de Alcalá a Frailes salía a las dos de la
tarde y se volvía a ir a las tres de la tarde y volvía sobre las diez de la
noche. Me instalé allí, sin conocer a nadie, por eso todo era nuevo, extraño,
pues tan sólo conocía a Antonio García Barrero, también frailero, que había
conseguido otra beca. Él se fue a vivir con una familia pariente de sus padre,
en lo alto de la calle Abad Palomino. El Centro de Segunda Enseñanza estaba
situado en el Llanillo, en el llamado Palacio Abacial, pero los primeros cursos
tenían la entrada por las escuelas de Palacio, las que ahora se llaman Martínez
Montañés.
Había un portón de hierro, un par de espacios
con escaleras y un patio de tierra no muy grande. A través de un pasillo que
parecía un puente se entraba a las clases; por el Llanillo entraban los
profesores y las niñas, así como los estudiantes de cursos superiores. No era
un instituto propiamente dicho, le llamaban COPEM, que significaba Centro
Oficial de Patronato de Enseñanza Media Nuestra Señora de las Mercedes. En el
BOE de 18 de enero de 1961 se recoge su creación y añadía que “el mismo se
ajustará a las normas estatuarias concertadas entre el Ministerio de Educación
Nacional y el Ayuntamiento de Alcalá la Real. El Centro constará de una sección masculina
y otra femenina independiente entre sí”.
Bueno, pues allí estaba yo, con muchos
alumnos alcalaínos y de las aldeas, otros de Castillo de Locubín y de algún
otro pueblo de los alrededores. En el segundo piso del Palacio Abacial estaban
situadas las aulas de primero a cuarto de Bachillerato para los niños, y en el
piso primero, donde ahora se encuentra el Museo, estaban las niñas y los cursos
superiores de quinto, sexto y preuniversitario, que después se hicieron mixtas.
Es decir, que los niños y las niñas estábamos separados inevitablemente y para
poder verlas, nos teníamos que desgañitar y asomar la cabeza por unas
barandillas de hierro y nos hacíamos señales de complicidad. Allí, me encontré
con alumnos de mi edad y otros mayores. Pero en el primer curso recuerdo a
Francisco Ribaya Juan, a Paco Dabán y su hermano Antonio, Antonio Aguilar,
Cayetano y Antonio Montañés, Jesús Gavira, Antonio Almazán, uno que se llamaba
Custodio -de Mures- que después fue inspector de Policía, Antonio Barquero
Mesa, Luis el Manquillo que venía de la aldea de Charilla, mi paisano Antonio
García Barrero. Había muchos más que ahora no recuerdo, pues en total sumábamos
unos veintitantos alumnos. Paco Juan Ribaya era de los más listos, su tía
Carmen Juan Lovera era profesora en aquél centro. Era primo hermano de Paco y
Antonio Daban. Antonio Aguilar era larguirucho y su padre representaba
productos como vinos de Montilla y tenía una pequeña gasolinera en la calle
Álamos, frente al hotel los Tres Amigos. Cayetano y Antonio Montañés eran hijos
de un comerciante que tenía una tienda en la plaza del Ayuntamiento. Vendía
embutidos, galletas y muchos productos de ultramarinos. Jesús Gavira era de los
más traviesos, su padre regentaba una sombrerería en el Llanillo, con un
escaparate donde se exhibían los sombreros. Antonio Almazán era de los más
elegantes, su padre tenía una compañía de seguros y él trabajó en un banco.
Después, con el pasar de los años, lo he visto por Alcalá y hemos charlado de
aquellos tiempos. Luis el Manquillo era uno de los que más mérito tenía, ya que
venía todos los días andando de su pequeña aldea en Charilla. Tenía una mano
con unos pequeños dedos; después le colocaron una de plástico, trabajó en el
instituto nuevo Alfonso XI de bedel. Yo veía extraño que un alumno en el COPEM
se convirtiera en trabajador. Años después, lo veía en los pasillos del Alfonso
XI, a la entrada, velando por el orden y el control y llevando cartas al
correo. Se compró un piso en la
Avenida de Europa y un apartamento en la playa y fue uno de
los primeros concejales del PSOE en el
Ayuntamiento alcalaíno.
Antonio Barquero Mesa era otro de mis
compañeros. Su padre había sido representante del almacén de bebidas con los
Garnicas, pero murió en un accidente de moto y dejó viuda y tres huérfanos.
Teresa y Federico eran sus otros hermanos. Con esta familia tuve un contacto
especial porque en s2º de Bachillerato fui con ellos a vivir a su casa de la
calle Alférez Utrilla, unas viviendas que se hicieron y que aún existen hoy,
paralelas a la Avenida
de Andalucía por la parte de atrás. Había otro alumno de la aldea de Santa Ana,
Antonio Moyano, que era de los más altos. Estudio Magisterio y pronto encontró
trabajo, más tarde lo vi como profesor en el instituto Antonio de Mendoza..
Antonio García Barrero era mi paisano y nos hicimos amigos. Su padre el Parde
vivió en la calle San José y después en la calle Huertos, en la casa que fue de
Bolilla el herrero. Nos llevábamos bien y competíamos por llevar las mejores
notas, a él se le daban mejor las asignaturas de Ciencias y a mí de Letras.
Pronto se hizo maestro y tuvo destinos como el municipio de la Fuensanta y el propio
Jaén. Se casó, se jubiló y el 25 de junio de 2014 y por el Facebook me enteré
de que había muerto, después de sufrir una grave enfermedad. Barrero como le
decíamos en el instituto fue un hombre responsable, estudió mucho y se esforzó
para sacar sus estudios adelante. Jugábamos al fútbol juntos, él actuaba de
defensa lateral, era duro y se calzaba unas buenas botas que se hicieron
famosas en aquellos campos de fútbol como el de las Escuelas de la Sagrada Familia, donde jugaba
el equipo del Alcalá Club de Fútbol y en el del Coto.
También recorríamos las calles de Alcalá y nos juntábamos en el Paseo, en donde
peleábamos con los hermanos Corrales hasta que volvíamos a Frailes en la alsina
de Contreras. Teníamos una especie de competición soterrada para ver quién
obtenía mejores notas. Él iba mucho con su padre,que era tratante de ganado.
Recuerdo cuando iba a buscarlo a aquella casa de la calle San José, en la misma
esquina. Su madre era una mujer muy amable y atenta. Allí vivían otras familias
como la hermana de Antonio Mingorance, casada con un hermano de Lopecillos, y
un hombre que se llamaba Salvador Mudarra . También vivía allí la familia
Alameda, en la esquina de la calle Cruz. Esta familia trabajaba en la fragua
como Bolilla y hacían herramientas de hierro: almocafres, azadas, bielgos, rejas
de arado … Soldaban aquellos materiales tan duros, con un soplete que despedía
una llama intensa de calor y una barra de estaño.
Periquillo Alameda se colocaba unas gafas
oscuras y unía el estaño con la herramienta quebrada. Los hijos de la Mariquilla vivían
cerca, uno -el Rubio- al final de la calle Huertos. También vivía allí mi
hermana Emilia. Ella Montó una pequeña tienda y una tabernilla, en dos o tres
habitaciones seguidas que había hasta lindar con el río Chorrillo. Le fue bien
y tenía mucha clientela, pues vendía comestibles y bebidas y tenia tapas, freía
pajarillos y hongos que buscaban en los álamos del río. Tenía éxito.
Frente a ella vivía la Conse, una mujer viuda que
tenía un hijo que después marchó a la Rioja. Algunos componentes de
la familia Alameda marcharon a Barcelona, como Adriano, que tuvo un estanco.
Volvió después a Frailes, un verano, y se compró una casa en la calle Deán
Mudarra y un Mercedes Benz. Era habitual verlo subir a la cueva fumando puros
para jugarse una partida de cartas. Volvía un verano tras a otro, como muchos
fraileros que pasaban aquí el verano.
Y allí estaba yo en la ciudad de la Mota con apenas diez años,
solo con aquella familia que vendía cántaros y macetas y con Ramona que hacía
unas patatas fritas con huevos muy ricas. Pero la nostalgia de Frailes me
jugaba malas pasadas. Un día no pude resistir más y me volví a Frailes andando:
dos horas caminando por la carretera de Alcalá a Frailes, por Santa Ana,
pasando por el Molino León y toda la cuesta hasta divisar Frailes. Mis padres
pusieron el grito en el cielo y a otra mañana me montaron en el carromoto de mi
hermano Antonio que me dejó de nuevo en Alcalá. La vida en Alcalá para mí me
daba una serie de inconvenientes y también muchas alegrías. Hubo gente que se
burló de mí aspecto, como Antoñito Gutiérrez. Su padre tenía una tienda de
ultramarinos en la plaza del Ayuntamiento, y me decía que mis pantalones
servían para pescar porque no eran ni cortos ni largos; todo eso me causaba
algún problema, aunque salvable.
Allí, en aquellos patios y aquellos pasillos
del Palacio Abacial, pasaba parte de las mañanas y las tardes. Recibiendo una
clase tras otra. Don Pedro Ríos nos daba
Dibujo, primero artístico y luego lineal. No tenía idea de aquello, me
salían unos garabatos indescifrables y a veces me cogía de las patillas y me
decía que mis dibujos eran una mamarrachada. Para aprobar el dibujo, como aquel
hombre nos decía la lámina del examen, me las arreglaba para tener una buena
lámina dibujada y con la ayuda de Ramona me libraba del suspenso. A mí me
gustaban las asignaturas de Lengua o la Geografía. La primera la
impartía doña Lourdes. Eran dos hermanas a las que les llamaban ‘Las lindas’.
Vivían en las calle de Las Monjas, en una gran casa, en cuyo local de abajo había
una tienda de tejidos que posteriormente llamaron ‘Los Capri’. Su fachada daba
al Llanillo.
Doña Lourdes era estricta y bastante seria,
casi nunca sonreía, aunque enseñaba bien y un día me alabó una redacción que
nos encargó sobre los efectos de una tormenta. Desde entonces empezó a gustarme
escribir y, por ello, mi madre me encargaba escribir las cartas a mi hermana
Maripi, que estaba en Francia. Comencé a saber lo que eran los nombres, los
adjetivos, los verbos, los significados de las palabras … Tenía un diccionario
para buscarlas y eso fue para mí todo un acontecimiento, porque allí venían
todas las palabras. Me gustaba cuidar la ortografía y procuraba no tener
faltas.
La Geografía la impartía doña
Carmina, según decían del Castillo de Locubín y casada con un hombre rico,
porque vivía en una casa grande a la que llamaban Villa Elena. Ahora la veo
muchos días por las calles, acudiendo a algún acto cultural. Su perfume se me
quedó fijado cuando pasaba por el pasillo y se dirigía a dar sus clases al último
piso del Palacio Abacial. Ahora camina por estas calles alcalaínas y el tiempo
ha pasado por ella, como por todos nosotros. Aún la sigo mirando y la recuerdo,
dándome aquellas clases de Griego, con Pascual Baca que había dejado el
seminario y se incorporó a las clases del COPEM, llegando a ser director del
IES Alfonso XI y concejal socialista. Doña Carmina nos colocaba en fila para
hacernos preguntas de Geografía y según tu puesto, así sabías más o menos. Era
una enseñanza muy competitiva, marcada por los números uno, una enseñanza
memorizada y repetitiva, pero me sentía bien, veía que aprendía cosas. Nos
sabíamos los ríos, las mesetas, las regiones, las capitales de España, la Geografía del General
Franco, con 53 provincias, con las Vascongadas y con Cataluña al norte y los
montes Pirineos que nos separaban de Francia.
Don Juan Borrego nos daba las Matemáticas. Le
tenía miedo, más aún, pavor. Era un hombre alto y fumador, vestido siempre de
traje, y decían que había llegado de un pueblo cordobés llamado Rute. Era una
institución para todos nosotros, pero sus clases eran temibles para todos, para
los que sabían Matemáticas y mucho más para los que como yo nunca me entraron.
Fueron mi gran caballo de batalla hasta que las perdí de vista. Él entraba por la
puerta y comenzaba a explicar en una gran pizarra que llenaba de números,
cifras, fórmulas… No se oía ni una mosca ni se movía una ceja. Todo era
atención, silencio; sólo se oían los trazos que se sucedían en la pizarra con
aquellas tizas que se acababan una tras otra, mientras el polvillo se iba
posando en el estrado y en aquél traje inmaculado de don Juan Borrego. Y lo
bueno venía después, cuando sacaba a alguno de nosotros a la pizarra, toda una
situación de gran expectación. Nos quedábamos mirando sus labios y cuando decía
‘Antonio García Barrero’, mi paisano salía a la pizarra y tomaba entre sus
dedos la tiza. Parecía que temblaba … hasta que se recomponía, y así iba
respondiendo. Los demás podíamos descansar y mantener en vilo la respiración.
Si el alumno iba contestando bien, no pasaba nada, pero si fallaba en algo,
podía llegarle una gran torta y a veces el desprecio. Por eso, el miedo se
palpaba en el ambiente y eso hacía que fuera muy difícil contestar a todo bien.
Cuando alguien fallaba, lo sentaba en su sitio y sacaba a un nuevo alumno.
Mientras tanto aquellos segundos de elección eran interminables. A los becarios
nos tenía a raya y nos decía que teníamos que dar ejemplo, porque para eso
teníamos una ayuda estatal. Mantener una nota de notable en cada curso era
necesario.
Don
Juan Borrego se fue convirtiendo en una pieza esencial en aquel centro de
enseñanza y le dio un gran prestigio al mismo. Se casó con una hermana de las
profesoras -doña Lourdes y doña Carmen- y vivía con ellas en una casa grande de
la calle Las Monjas. Lo veía con don Pedro Ríos cuando iban a tomar café a la
pastelería ‘La Terraza’,
regentada por un señor que se llamaba Calixto Nieto. Casi nunca crucé una
palabra con él, tan sólo un día que estaba comprando unos caramelos en este
establecimiento, pero se interesó por mí y me dijo: ‘Campos, qué haces aquí’.
Yo no sabía que contestarle. Después lo he ido viendo por Alcalá, conduciendo
un auto Mercedes o paseando por el Llanillo. Una vez me atreví a presentarme y
me recordó y hablé con él un rato, pero para mí se quedará en aquel recuerdo
del Palacio Abacial, cuando subía las escaleras hasta donde nos encontrábamos
los primeros cursos, con aquel aire serio, solemne, como alguien intocable e
intachable… Como aquel profesor que me suspendió la asignatura de Matemáticas
en el curso cuarto de Bachillerato y me impidió presentarme a la Reválida. Eso marcó en mi vida
un antes y un después, y me vi derrotado y marginado. Casi como un proscrito
andaba en aquellos días, como si él me hubiera
apartado de la clase estudiantil y me hubiera condenado para siempre a
no tener una formación para poder triunfar en mi vida académica.
Mi madre, ni corta ni perezosa, fue hablar
con él. Le llevó una “manta”, una especie de dulce que se hacía en Frailes. Se
la llevó el mismo día de San Juan, pero ya no pude aprobar las Matemáticas
hasta septiembre, junto con la Física y Química que también había suspendido.
Por eso, el fantasma de don Juan Borrego y las Matemáticas me han seguido para
siempre y -en mis malos sueños-, los dos, don Juan Borrego y las Matemáticas
han estado presentes, como un mal sueño del que despertaba sudando. Estos
sueños los he seguido teniendo hasta época muy reciente. En ellos yo luchaba
contra don Juan Borrego y resolvía o fallaba ecuaciones o fórmulas matemáticas
pero siempre salía perdiendo, sin una salida, como una pesadilla que se ha ido
repitiendo una y otra vez. Estaba deseando que todo acabara y volver a la
realidad. Y me hubiera gustado hablar todo esto con don Juan Borrego y decirle
todo lo que me había pasado, y sí me merecía aquel suspenso en Matemáticas,
porque para mí no fue un simple suspenso, fue un ‘suspenso’ en mi vida, un
golpe sin remedio. Perdí la beca de estudios y también la autoestima y todo
cambió a peor, como si me hubiese convertido en un delincuente sin ningún
derecho. Quizás fuera un castigo que no me merecía y por eso ahora, cuando
ahora oigo al ministro Wert hablar de reválidas, mi cuerpo tiembla como en
aquellos días cuando estudiaba cuarto curso de Bachillerato.
Pero la vida no se acabó y siguió adelante
como siempre, implacable. Había otras asignaturas en primero de Bachillerato,
como la Religión
que la impartía un cura con sotana, del que ahora no recuerdo su nombre, aunque
creo que se llamaba don Eduardo. Era un hombre exigente y le daba una gran
importancia a sus enseñanzas, que eran densas y complicadas. Era una persona
seria, pero a veces jugaba con todos nosotros al fútbol en el patio, se
remangaba la sotana y trataba de driblarnos y escondía la pelota en aquel
vestido negro con muchos botones. Las asignaturas se completaban con la Formación del Espíritu
Nacional, una especie de formación política del franquismo, con leyendas como
la del Cid. La finalidad era -sobre todo- que conociéramos que España era Una,
Grande y Libre … y que guardaba los valores occidentales y eternos. La impartía
un maestro que se llamaba don Francisco Santiago. pero nosotros lo apodamos ‘El
Piripi’. Persona atildada y muy seria que casi siempre tenía un cigarrillo en
la mano. Después lo he visto como director del colegio alcalaíno José Garnica y
también porque se fue a vivir a los pisos de Villa Elena, en donde yo vivía.
También era profesor un hijo del maestro Berbel, que después se hizo abogado, y
presentó un libro sobre la Masonería
en Alcalá. A mí no me gustó nada el libro, porque aportaba pocas luces de la
misma. Para aprobar la
Formación del Espíritu Nacional teníamos que pertenecer a la Falange, uno de los
partidos políticos que sostenía el Régimen Franquista, pero en su rama infantil
y juvenil: se llamaba OJE (Organización Juvenil Española). A mí me inscribió en
Frailes Manolo el Sereno y me dieron un carnet con foto para presentarlo en
donde hiciera falta. Esta organización estaba como oculta, aunque tenía una
gran importancia e influencia. Ofrecía campamentos de verano para la formación
de sus afiliados. Yo nunca fui a ninguno porque había que comprar una serie de
ropa que era demasiado cara para mi familia. La OJE se fundó en 1960, estuvo encuadrada
entonces en la
Delegación Nacional de Juventud, absorbiendo la antigua
organización obligatoria Frente de Juventudes y la voluntaria ‘Falanges Juveniles de
Franco’ en una nueva organización de carácter voluntario, como parte del Movimiento Nacional franquista, que por esas
fechas se encontraba en una fase aperturista, con lo que experimentó una
evolución, en paralelo a la que experimentaba la dictadura en sus últimos años
(Wikipedia).
Igualmente, teníamos Educación Física a la
que nosotros llamábamos gimnasia. La impartía un maestro que también daba
clases en la Escuela Nacional,
don José, conocido como Pepe el Maestro. Fue la primera vez que me vestí con
atuendos de deportista: un pantalón corto, una camiseta de tirantes y una botas
de lona que le llamaban de baloncesto. Esta vestimenta la llevaban los que se
la podían costear porque -la mayoría- hacíamos la gimnasia con la misma ropa de
cada día y, a veces, hasta sudábamos y
todo. Entonces era lamentable nuestro aspecto, porque no había duchas para
asearse. El Régimen Franquista explotaba lo de la Educación Física
y todos los años terminábamos el curso haciendo una tabla de gimnasia en el
Paseo de los Álamos, tratando de que la misma saliera a la perfección. Para
ello ensayábamos durante varios meses, pero a veces aquello salía mal y era una
vergüenza.
El tiempo transcurría diariamente en las
clases del Palacio Abacial, salíamos al recreo sobre las once y media, en aquel
patio tan pequeño que, además, compartíamos con los alumnos de la escuelas de
Palacio. Nos mezclábamos con ellos y el patio se convertía en una inmensa
polvareda cuando jugábamos al fútbol. Muchas veces el balón iba a parar al
jardín de las monjas, que tenían el convento al lado, o incluso a la cárcel,
pegando también al mismo edificio. Me parecía raro que hubiera una cárcel en el
mismo edificio del instituto, pero así era y nosotros, los alumnos curiosos,
que casi todo lo escudriñábamos, hablábamos con algunos presos y nos contaban
sus vidas. Me parecía triste ver allí a una persona sin poder salir de aquél
agujero, encerrados en aquellas paredes estrechas y largas, dando voces a veces
y pidiendo algo de comida.
A mí me gustaba salir en el recreo al Paseo
de los Álamos, me iba con los más mayores para ver a las niñas que también se
paseaban a la misma hora. Dábamos vueltas arriba y abajo, nos mirábamos unos a
otros y nos íbamos conociendo, pero siempre guardando las distancias. Cuando
tenía alguna hora libre, me gustaba ir a la Biblioteca Municipal,
situada en el propio Ayuntamiento, donde está ahora el Registro de Entrada.
Allí reinaba doña Carmen Juan, que era historiadora y también daba clases en el
COPEM. Estaba sentada en una mesa grande, como una mesacamilla, y junto a ella
se sentaban amigos suyos. Recuerdo que a veces se oía una música bajita, como
de ópera: ‘María, mi vida se llama María, la palabra más hermosa que hay,
María, María, María”. Así sonaba esta canción que quedó conservada en mi mente
para siempre y que aún canto cuando voy alguna tarde a andar.
Ellos hablaban de cosas importantes, eran los
intelectuales del momento. Doña Carmen llevaba sus labios pintados y usaba un
perfume que la definía. Vestía bien y siempre estaba enfrascada en sus
quehaceres, leyendo o haciendo anotaciones. Yo iba buscando las Aventuras de
Tintín, formadas por varios libros grandes, cuadrados, con pastas de bonitos
colores. Allí -en aquella biblioteca- nos quedábamos algunos de mis compañeros,
combatiendo las horas muertas, estudiando o resolviendo algún ejercicio. Y
siempre estaba allí doña Carmen Juan, presidiendo aquella catedral de la
cultura alcalaína; aquel lugar caliente, mágico, con libros; aquel sitio que
siempre he recordado.
Y -ahora- cuando voy a cubrir algún pleno
municipal de esta democracia, entro por esas puertas de cristales que se abren
y cierran automáticamente y al fondo veo a doña Carmen Juan, con su bolso en la
mesa, con sus amigos debatiendo de cosas importantes, investigando la historia
alcalaína … y yo pidiéndole un libro de Tintín y su perro Milú. Y siempre aquel
perfume que usaba aún lo huelo y me transporta a aquellos años alcalaínos con
grandes esperanzas.
Doña Carmen Juan Lovera me enseñó, después,
Historia en aquellas tardes, con aquellos alumnos, metidos allí, en aquella
aula que daba a los aseos, en donde un día uno de ellos tiró por la ventana una escoba con la
que se limpiaban los wáteres. Aquella travesura nos costó estar encerrados
varias horas. Éramos unos cuantos: Morcilla, un compañero de Castillo de
Locubín; Daniel, que se hizo médico y años después me lo encontré en el
consultorio alcalaíno; Paco Juan
Contreras, al que apodaban ‘El Liebre’ y con el que -después- me hice amigo en la Facultad de Filosofía y
Letras de Granada. Y mi paisano Rafalillo ‘El de la Coral’, una persona genial y
con un sentido del humor sin límites. Compraba un kilo de boquerones liados en
un papel de estraza y nos invitaba a comerlos en un banco del Paseo de los Álamos. Nos hartábamos de
pescado crudo y vino y llevábamos aquél olor a las clases de la tarde. Una vez,
Rafalillo se apostó, en pleno día de la Virgen de las Mercedes, una cantidad de dinero de
unos diez duros, con otros fraileros, para ver si era capaz de dar una vuelta
completa a la fuente taza del Paseo de los Álamos. Rafalillo vestía un traje,
se despojó de los zapatos y de los calcetines, se remangó los pantalones, se
introdujo en la fuente, encendió un cigarro y comenzó a darse la vuelta en la
fuente, mientras un gran cerco de gente lo miraba. Por ello, se embolsó los
diez duros que era un capital en aquellos tiempos. Luego se vistió y se fue a
divertirse, mientras se reía. Rafalillo creo que no terminó el Bachiller, pero
después se fue a un pueblo de Sevilla, El Arahal, y sacó las oposiciones de cartero. Muchos
años después lo volví a ver en Frailes, con un hermano suyo que se llama
Antonio, y a veces asoma por aquí para visitarnos y divertirse en la Jornada del Vino o en la Semana Santa. Aún me hace
recordar a su padre que vendía pan, con un mulo que llevaba un serón a cuestas,
lleno de panes grandes y hermosos y recorría las calles fraileras tocando una
trompeta para que salieran los hombres y mujeres a comprarle el buen pan.
Cuando acababa, volvía a su casa de lo alto de los Picachos y visitaba a mi
madre y se contaban sus cosas, como personas emprendedoras de aquellos tiempos
en los todos se buscaban su vida como podían, con dignidad y con mucho trabajo,
para sacar a su familia adelante, como tantos y tantos fraileros que se dejaban
cada día el sudor de sus frentes, trabajando sin horario y con muchas ganas de
prosperar y tener una vida mejor.
A pesar de que los niños y las niñas
estábamos separados en aquel edificio monumental del Palacio Abacial, había
cierta complicidad entre nosotros y, por eso, nos mirábamos cuando salíamos al
recreo y nos hacíamos señales. Luego, ya en el Paseo de los Álamos, los más
atrevidos incluso llegaban a pasear con ellas. Daban vueltas arriba y abajo sin
cesar. Otros buscábamos los bocadillos más baratos y los encontrábamos en Casa
Justo, en un callejón que daba al Paseo, donde había una pequeña tienda. Por un
precio módico podíamos comernos un buen bocadillo de atún con musa, o
salchichón o algún otro embutido.
En el COPEM me volví a encontrar con mi amigo
frailero de toda la vida, Miguel Tello Vallecillos. Éste había pasado por el
seminario pero, como su vocación no había dado más de sí, su padre lo llevó a
estudiar a Alcalá. Allí estaba instalado en una pensión de la calle Fuente
Nueva a cuya dueña le decían Isabelilla , que también regentaba una taberna y
una casa de comidas en una esquina de entrada al Llanillo, frente a la
pastelería la Terraza. Al
ser Miguel Tello unos años mayor que yo, estudiaba un par de cursos superiores.
Y allí estábamos los dos, después de nuestras peripecias por Frailes, en pleno
Alcalá. Sus compañeros eran también mayores y a algunos los fui conociendo,
como un tal Villén, Sánchez Alcaide y otro que se llamaba Morales.
Iban casi siempre juntos y yo les acompañaba
a veces. Pero muchas otras me encontraba solo y paseaba por el Llanillo y me
entretenía mirando los diversos escaparates y los negocios que había instalados
allí, empezando por el de Isabelilla, adonde iban muchos cortijeros y personas
de las aldeas quienes, antes de hacer sus encargos y mandados, dejaban allí sus
talegas para después tomar un bocado al mediodía. Era una mujer boronda y
amable que daba confianza, junto a ella había otra pequeña taberna, donde la
gente iba a rellenar quinielas y jugar con la técnica del 1-X-2, a través de los partidos de
la Liga de
Futbol Española. La gente se estaba acostumbrando a este tipo de juego y cada
semana echaba la quiniela porque se oía que algunos se hacían millonarios y les
tocaba mucho dinero. Jesús Vico tenía allí una oficina y también vendió coches
de la marca Citroen. Aún sigue esta familia haciéndolo.
En
la esquina de la calle Veracruz había un banco que creo que se llamaba Banco
Hispano Américano, pero nunca entré en aquel lugar. Un poco más arriba estaba
el Casino, un lugar para los señoricos. Allí venía a jugarse los dineros el
médico de Frailes, don Fermín Medina. Eran, según decían, los más ricos de
Alcalá. Tenía el Casino unas mesas con tapetes verdes para jugar a las cartas y
-en verano- me acuerdo de que sacaban sillas a la acera del Llanillo y allí se
sentaban al sol o a la sombra, entreteniéndose con toda la gente que pasaba. El
Llanillo era lo más vistoso de la
Alcalá de aquellos tiempos. Puede decirse que por allí pasaba toda la vida alcalaína. Y
al final se encontraba la iglesia de Consolación, en donde “vivía” la Virgen de las Mercedes, la
patrona de Alcalá, virgen visitada por todas las gentes de la comarca.
En
la calle de Las Monjas descubrí el Hogar del Camarada, un bar muy espacioso con
un jardín en donde se organizaban bailes durante el verano. Tenía una jaula
grande con muchos pájaros que fueron testigos de mis bailes con alguna
cortijera en los días más señalados. Pero generalmente lo único que hacía era
mirar a los que bailaban, porque yo no me atrevía a decirle a las niñas que
bailaran conmigo.
También
conocí el teatro Martínez Montañés. Cuando iba al cine me iba siempre al
“gallinero”, que era donde valía más barato y porque -además- desde allí podía igual ver bastante bien las
películas y soñar con aquellos artistas del celuloide. Debo decir que yo ya era
un ‘experto’ en cine, pues había visto muchas películas en el Cinema España de
Frailes.
En el primer curso de Bachillerato me fui
bien, ya que aprobé la Religión,
las Matemáticas y el Dibujo; saqué sobresaliente en Lengua Española, Geografía
y Gimnasia y notable en Formación del
Espíritu Nacional. Me sentí bien e importante, pues me daba cuenta de que se
iba cumpliendo mi sueño de poder estudiar y hacerme un hombre y labrarme un
porvenir. En el verano, ya en Frailes,
iba por las calles enseñando mi libro de calificaciones a todo el mundo. Estaba
orgulloso de mí.
En el segundo curso del Bachillerato ya era
todo un veterano en el COPEM. Las asignaturas eran casi las mismas, aunque
ahora se añadía el estudio de un idioma moderno -francés- que era impartido por
doña Carmen Navarro, una mujer vestida de negro casi siempre, triste o seria,
exigente y que nos fue enseñando la lengua de Baudelaire, Montaigne y Rimbaud.
Era algo nuevo en nuestras vidas, aunque yo ya sabía algunas palabras porque me
las había enseñado mi hermana Maripi, cuando venía a Frailes de vacaciones.
Hubo una principal novedad y es que cambié de lugar y me fui a vivir con la
familia Barquero.
Estudiar francés me dio una nueva visión y
aprendí con ahínco mucho vocabulario. Me gustaba esperar los autobuses de los
franceses que llegaban a la parada de San Antón y se ponían a hacerle fotos a la Mota o se sentaban en el bar
Ferreira a tomar un café o un refresco. Nosotros nos acercábamos a aquellos
turistas y tratábamos de entendernos con ellos. Je suis espagnol, je m’ appelle
Jacques, y así uno tras otro, íbamos dando la ‘tabarra’ a aquellas personas que
no nos entendían. A veces nos daban un caramelo o incluso una peseta o un duro
para que no los molestáramos.
La familia Barquero me acogió bien. Me
gustaba hablar con Teresa, la hija mayor , estudiante de cuarto de
Bachillerato. En aquella casa de la calle Alférez Utrilla me instalé,
compartiendo el mismo cuarto con Antonio Barquero. Mi madre había hecho un
convenio con la dueña de la casa que consistía en que yo viviría allí durante
el curso y -a cambio- le traería todos los lunes el avituallamiento de
productos que vendíamos en la tienda de la calle Tejar. Así que cada lunes
venía cargado de todo tipo de género comestible, desde patatas y huevos hasta
garbanzos. En aquella casa había mayor ambiente de estudio y aprovechaba mejor
el tiempo, pero también me divertía más. Antonio Barquero me dejaba su pequeña
bicicleta para pasearme por el barrio y empecé a tomar confianza con toda la
familia. Recuerdo a un niño pequeño que se llamaba Federico que, años después,
cuando volví a Alcalá la Real
en el año 1993, se había convertido en
el responsable de Diseño Gráfico del Ayuntamiento alcalaíno.
También
venia por la casa un familiar un pintor que se llamaba Crispín y habitaba en la
aldea de La Pedriza. Con
el tiempo fue pintando cuadros y se hizo llamar Krispiniano e hizo varias
exposiciones de pintura, no sólo en Alcalá sino en otros lugares. A veces
jugaba con niños de las casas vecinas. Recuerdo a unos hermanos que le decían
los Corrales con los que tuve alguna pelea, aunque la sangre no llegó al río y
las relaciones fueron más o menos normales.
El
segundo curso de Bachillerato fue bueno y sirvió para aclimatarme al medio
alcalaíno. Ya no tenía ataques de nostalgia y no corría hacía Frailes. Volvía a
mi pueblo los fines de semana en la
Alsina, el sábado a
mediodía. Me iba con Miguel Tello. Nos juntábamos con las hijas de los maestros
don Manuel y doña María, porque Teresa, la hija de ellos se había enamorado de
Miguel. Yo vivía aquél idilio como si fuese mío, los acompañaba y veía como se
tomaban de la mano, las cosas que se decían y el amor que se tenían. Eran
felices y lo transmitían, bien cuando salíamos a la carretera a pasear junto
con otros niños y amigas o cuando íbamos al cine.
A mi
me gustaba una niña que se llamaba María a la que incluso le escribí alguna
carta, pero nunca tuve una contestación, más bien fue un amor platónico. Fui al
cine en pandilla con ella y de vez en cuando me atrevía a pedirle algún baile
de los que se celebraban en el salón de Manolín. Hasta que un día me dijo que
no quería saber nada de mí y que no le escribiera más cartas porque la metía en
algún compromiso.
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