Había un loco en mi calle al que oía dar voces cada día. La madre lo tenía encerrado en una habitación, con un pequeño corral y de allí no salía o no podía salir. Yo estaba inquieto y no encontraba el día para poder verlo. Algunas veces llegaba hasta allí un barbero y le cortaba el cabello, lo afeitaba y lo aseaba. Pensaba entre mí que si el hombre estaba loco, podía causarle cualquier daño al peluquero y que en un momento de duda podrían pelearse entre ellos, además lo afeitaba con una navaja barbera, bien afilada y el cuello de aquel loco corría peligro.
Aquel hombre seguía dando voces solitarias y necesitaba fumar y fumar aquellos cigarrillos sin filtro que llevaban el nombre de Peninsulares. Seguía haciéndome preguntas y no recibía respuestas adecuadas.
Un día estaba en aquella casa de aquel loco, sentado en la mesacamilla junto a su madre que siempre lo cuidaba; el loco se sentía en su habitación y yo miraba el cerrojo largo y ancho que cerraba aquella puerta, no entendía lo que decía y su madre me dijo que pedía tabaco; ella se levantaba de la silla y abría con sigilo la puerta y le alargaba un cigarro, yo aprovechaba para acercarme a la rendija de la puerta y trataba de ver el aspecto que el loco tenía, pero casi nunca vislumbraba su figura; unas veces solo lograba ver una parte de su cara, con barba cerrada, otras veces asomaba su pelo por aquella raja abierta; hasta que un día en una visita del barbero, lo pude ver entero, y era un hombre normal, un hombre que decían que estaba loco, un hombre encerrado en una habitación, que influía en mi vida diaria y no comprendía que estuviese allí, metido en una habitación y en lo mejor de su vida, incluso lo vi guapo.
Otro día, me senté junto a la madre del loco y de buenas a primeras le pregunté qué porqué tenía a su hijo encerrado en aquella habitación; la mujer no se sorprendió y me habló de que su hijo no se encontraba bien y que un día desapareció y tardaron un par de semanas en encontrarlo; y continuó diciendo que temía que le pasara alguna desgracia cuando se iba y se perdía y no sabía dónde estaba; por lo que le había preparado aquella habitación y aunque lo tenía allí encerrado, estaba seguro y no podía escaparse. Me siguió contando que lo único que temía, es que ella muriese y dejase a su hijo desamparado.
Al poco tiempo, me fui a vivir a otra calle y perdí el contacto con mi vecina, aunque seguí interesado en ambas personas; ella me había dado mucho calor y compañía en mi infancia y le tomé un gran cariño; un día mi madre me dijo que había muerto y su hijo, aquel loco que daba voces en la calle donde nací, se fue a vivir con una cuñada suya y cuando paseaba junto a la casa, lo veía en los días de sol, porque salía a un huerto a tomar el aire y a fumar cigarros, lo veía a lo lejos con el mismo aspecto que en aquella casa donde vivía con su madre.
En aquellos tiempos había muchos locos, como ahora, pero algunos estaban encerrados para poder controlarlos; otros estaban en libertad y vagaban por las calles, había uno que siempre tenía prisa y de repente se paraba y al que se encontraba en la calle, le comentaba algún párrafo de la Biblia, sobre todo los que anunciaban catástrofes y condenas a la Humanidad.
No sé si yo estoy loco, a veces pienso que sí; la locura es necesaria para seguir viviendo, es una ventana como otra cualquiera abierta al mundo.
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