Yo llevo la sangre de mi madre, María la Betuna, encima, sus formas, sus genes, sus ganas de agarrarse a la vida. No he podido despegarme de ella, la sigo pensando todos los días, a todas horas, la veo en cada instante, subiendo por la cuesta de la calle Corral, con dos cajas vacías del pescado, para hacer fuego con ellas y avivar la lumbre antes de acostarse.
Yo llevo sus huellas para siempre, me transformé en una parte de ella. La sigo viendo en la calle Tejar; mamé de sus pechos la Frailestud y desde entonces la llevo en mí ser. Se me aparece en mis sueños, habla conmigo, me dice cosas, seguimos yendo a por grandes sacos de hierba para que coman los conejos en el corral, para criar aquellos roedores enormes para cocinarlos con arroz, ella que no cocinaba que solo trabajaba, que solo pensaba en sus clientes, los adoraba, les ponía lo mejor que tenía, para ganar una peseta de aquellas rubias y tenía varias macetas llenas de pesetas, de reales y de perrillas y gordas. Los niños entraban a la tienda y se llevaban puñados de monedas para comprar naranjas o jugar al futbolín, aquella tienda que tenía una gran panocha de plátanos, atada con una cuerda al techo y tenía que dar saltos para poder coger un plátano.
Aquel era el Frailes de la posguerra, de la subsistencia, el de los Mantenidos aquellos niños que se iban a un cortijo a guardar cabras u ovejas y pasaban los meses sin volver a sus casas, entonces no había casi de nada, mucha miseria y bastante mala leche. El Frailes del Cinema España, del Salón de Manolín, del papel de estraza, de la escuela de Emilio, de la leche del cura, de la misa obligatoria, de los fantasmas, el de la Avenida del Generalísimo y la plaza de José Antonio. El Frailes de la feria de septiembre, de la rebusca y de las Igualas. El de las bodas de dulces y garbanzos tostados, el de los bebedores de aguardiente, el de Cangrena y Rafalillo Juanaco. El Frailes de la caza furtiva y el trampeo. El Frailes de la Cueva y de la taberna de la Mariquilla; el de los partidos de fútbol en las Eras del Mecedero, el de Manolo el de los Tostados, el de Chipilín, el de Fiscalillo y Patarito. Un Frailes de inviernos duros y riadas de aguas marrones, con temporales de un mes, con goteras y fríos silenciosos, con hombres desamparados en las barandas mirando el agua del río como pasaba; hombres buscando nueces y mujeres bordando velos; el Frailes de las fiestas de San Pedro, de la orquesta Trébol, de Tiburcio y don Fermín, de Calahorra y Dondín.
El Frailes de las mujeres modistas, de los cántaros del agua, de las gaseosas de Pepillo o de la carnicería de Cazaleno; un Frailes oculto, verdadero, de calzones de pana, de mantas de borra, colchones de farfolla, algunos de lana. Un Frailes de catres viejos, de cuadras de mulos y burros, de botica y rosarios, de queso del cura, un Frailes en tenguerengues, de lutos negros, estrictos y regulados, con calles barridas por mujeres, con acequias de agua por cualquier lugar, donde algunas noches la luna se reflejaba. Un Frailes construido a yeso y teja vana, con albañiles por parejas y mucha cal. El Frailes de mi infancia y de mi juventud, con atisbos de esperanza que me hacían soñar; el Frailes del Barrihondillo y de la Cuestecilla, el del Cerrillo y el barrio de la Iglesia, un Frailes muerto y vivo que fue resucitado con la fuerza de todos los fraileros que estaban y llegaban. Había un hombre que vendía pan de higo, compraba nueces y almendras, perdices y conejos, zorzales y setas; otro vendía helados de varios pisos con galletas a uno y otro lado; otro sacaba arena del río y con un burro y un serón la transportaba a las calles para remendar casas. Había varios que hacían puertas y ventanas, colocaban cristales y elaboraban muebles de madera; otro hacía pan con sus propias manos y las piezas las colocaba en un horno de leña y olían como si fuesen rosas en primavera. Había un hombre que arreglaba sombrillas, otro que aprendió la fotografía y hacía fotos de noche y de día. No sé cuántos iban al campo, otros tantos a la vendimia, muchos a la fresa y a unos pocos les tocó la lotería. Cuando era niño subía al Cepero y había viñas con uvas blancas y negras, desde allí contemplaba el paisaje y llegaba a lo más alto, una mujer que le decían la Zapatera tenía una finca, con una era llena de piedras e hierbas verdes, después se fue a Barcelona y volvía de vez en cuando. Después, se formó un Frailes nuevo, entre el barrio de la Iglesia y el Nacimiento, con calles nuevas como la Avenida de la Constitución, donde antes había una serie de huertas, con grandes cerezos.
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