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lunes, 29 de enero de 2018

BAILANDO SOLO

Cada día iba al piso de Villa Elena para sentir la soledad. Entraba en aquel apartamento y miraba en todas las habitaciones para ver si había alguien, incluso debajo de las dos camas. Pisaba aquel suelo de mármol y daba unos pasos para poder sentir el peso de su cuerpo. Después miraba la foto de Nerea y pensaba en ella y en lo que estaría haciendo a aquellas horas en Madrid.
Había dejado en el equipo de música tres discos que siempre escuchaba, uno de Serrat, otro de Fito y Fitipaldis que le había regalado Alicia y el de Emma Shappling que le elevaba el ánimo y le hacía soñar e incluso bailaba solo en aquel salón, envolviendo su mente en cientos de recuerdos.
Era como un paseo por su vida, viendo a María la Betuna en su tienda de la calle Generalísimo, 2; a veces se levantaba y seguía la sintonía de la música y daba vueltas sobre sí mismo, elevando los brazos, moviéndolos y tratando de expresar lo que sentía.
La voz de Emma Shappling penetraba en su cuerpo y no podía retenerlo en la silla, se deslizaba con vueltas imaginarias en aquel universo y era como flotar en el espacio.
Los pensamientos no paraban de llegar. Por la ventana se veía el edificio del IES Alfonso XI y a su mente acudían las figuras de José Manuel del que llevaba 27 días sin saber noticias de él; seguía volando en el pequeño salón, Nerea acudía continuamente a visitarlo, caminaba por Frailes, por Alcalá; llegaba hasta Cabra y visitaba a su hermana Emilia; en aquellos días no había visto a mucha gente, miraba los cuadros que tenía colocados en la pared, aquella entrevista que le hizo a Michael Jacobs cuando comenzó a escribir su libro ‘La fábrica de la luz’; veía a Manuel Molina escribiendo haikus en Priego, mientras se lamentaba de la suciedad que dejaban algunos desaprensivos en aquella bonita fuente.
En la mesa pequeña había colocado sus libros favoritos para tenerlos a mano. Volvió a mirar aquella foto de sus 19 años, en la romería del santo Custodio en la Hoya del Salogral, con Miguelín, el Nino, Gálvez y todos aquellos fraileros que se reían.
Sus pies andaban despacio en aquella estancia, veía a Alicia en Baza, volvió a su dormitorio, miró el edredón que compró en Granada con uno de sus primeros sueldos, el cuadro de Ricardo, el que le regaló el Gafas: aquella carpeta donde había colocado los papeles de los análisis médicos que le recordaban sus debilidades corporales.
De puntillas volvió a caminar por el pasillo y se miró en el espejo del cuarto de baño, bailaba, bailaba y daba vueltas consigo mismo. No había nadie, estaba solo, movía sus dedos, sus piernas eran ligeras, su cintura se movía. L’ amour, la mer, el mar.
La libertad flotaba, la música, el frío, los libros, los cuadros, la vida entera pasaba por su mente. Era él, estaba allí, bailando, pensando, leyendo, limpiando, escribía páginas y páginas que no servían para nada.
El bar del parque estaba cerrado, la biblioteca abierta, la Mota había recibido el premio Hispania Nostra; Jesús Pozo había vuelto al Asno Azul y Merce se había convertido en la mujer sanadora que recibía al sol cada día.
Estaba solo, alegre, vivo, andaba, bailaba, escuchaba, recogía aceitunas y bebía vino; sus manos estaban frías, frotaba sus dedos.
Todos los viejos habían comprado el balneario de Frailes para vivir allí, montar una residencia con todas las comodidades posibles y pasar los últimos días de sus vidas todos juntos y en una fiesta permanente. Encendí una estufa eléctrica para combatir el frío, pero después llegó una ráfaga de sol e iluminó el apartamento.

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